1 ...6 7 8 10 11 12 ...20 Titular de la cátedra de Derecho Constitucional y jueza a cargo del Juzgado Penal Número Cuatro de la Ciudad de Bariloche, daba clases en la facultad los martes por la noche, pese al cansancio que le insumía el arduo trabajo de tribunales que sumaba a las tareas de la casa. Seguramente ese jueves a la noche estaría recuperando alguna clase anterior y por eso Marcos se sorprendió al verla, ya que nunca se cruzaban en los pasillos de la facultad.
En la sala de profesores reinaba el más absoluto y coloquial silencio, sólo interrumpido cada tanto por el crujido del abrir y cerrar de la puerta. Luego de saludar a los profesores, Marcos comenzó a completar el libro de la cátedra, en el cual se especificaba el contenido temático, la cantidad de horas dadas y el carácter oral o escrito de la clase. De repente alzó la vista y vio cómo los ojos de Ferreyra lo observaban; fugaz, imperceptiblemente, descubrió un brillo en ellos, al tiempo que la jueza retomaba la lectura del libro.
Un par de minutos después, se acercó hasta él.
—Profesor Demaría, encantada de conocerlo —le dijo mientras le extendía la mano derecha—. Tengo una alumna de apellido Larocca que habla muy bien de sus clases. —Marcos la recordaba bien, era una muy buena alumna que había cursado Filosofía del Derecho el cuatrimestre anterior.
—Gracias, doctora, dígale que es muy amable de su parte, pero no creo que sea para tanto —respondió Marcos algo sonrojado.
—Mire, no es el único alumno que participó de sus clases al que le he escuchado comentarios similares.
—Usted sabe bien que a los alumnos no hay que creerles todo lo que le dicen a uno, sobre todo cuando rinden los finales.
—Es cierto —sonrió la jueza divertida— pero me suena a un exceso de humildad de su parte, hasta impropio de un porteño, diría.
Marcos la miró sorprendido.
—Créame que lejos estoy de ser una persona humilde. Debe ser que en todo caso me subestimo un poco —respondió con cierto rubor.
Ferreyra sonrió nuevamente. Tenía una manera particular de relacionarse con los alumnos, haciendo de ese vínculo el numen de su cátedra. Estaba convencida de que la contemporánea y crítica conciencia de época —muchas veces snob y tilinga— impedía a los más viejos percibir la historia y darse cuenta de que no quedaba otra alternativa que rehumanizar vínculos educativos para que terminen siendo verdaderamente auténticos.
—Por Dios, qué tarde se ha hecho —le dijo mirando el elegante reloj pulsera que portaba en la muñeca derecha—. Le doy la bienvenida a la ciudad y espero tener el gusto de verlo actuar en mi juzgado alguna vez.
—Muchas gracias, pero lo dudo. Lo penal no es lo mío.
—Nunca se sabe. Ha sido un placer conocerlo personalmente y cuídese por favor, no son estos tiempos fáciles para nosotros, los jueces, ni para ustedes, los abogados que vivimos por estos lados —dijo ella antes de despedirse con un firme apretón de manos.
Marcos no entendió el sentido del último comentario de la jueza. Antes de radicarse en San Martín de los Andes había leído acerca de lo cerradas y hostiles que eran las sociedades del sur, en especial con aquellos que emigraban para instalarse a vivir en ellas. A lo largo de su historia, Bariloche fue conformando una sociedad individualista y heterogénea, caracterizada por una cultura poco comunicativa y de introspección. El paso del tiempo no sólo no había modificado la sensibilidad de rechazo al foráneo sino que, al revés, la había acrecentado.
Mientras terminaba de completar el libro de la cátedra, escuchó que una mujer lo llamaba desde la puerta de entrada que se encontraba entreabierta. Era Cristina, la secretaria académica de la Facultad de Derecho, que mediante señas le pidió que saliera unos segundos de la sala de profesores. Una vez afuera, la mujer le habló en voz lo suficientemente baja para que nadie pudiera escucharlos.
—Profesor Demaría, lo molesto porque el decano de la Facultad quisiera tener una reunión a solas con usted y con el vicedecano el jueves próximo, media hora antes de que usted empiece con su clase de Filosofía del Derecho.
—No hay problema. ¿Dónde sería la reunión?
—En el despacho del decano, el doctor Roberts —contestó la secretaria.
—Perfecto, confírmele al decano que el jueves que viene estaré en su oficina. Al margen, quisiera preguntarle el motivo de la reunión —razonó con intriga Demaría.
—Profesor, le pediría que lo hable directamente con el decano.
—Cristina, no me deja tranquilo con lo que me dice.
La bronceada frente fruncida de la secretaria y el gesto adusto, levemente nervioso, parecían avalar la preocupación de Marcos. Tratándose de una persona siempre cordial y afable, dispuesta a colaborar con lo que se le requería, su negativa a responderle no era una señal del todo alentadora.
—Lo que sí me dijo el decano es que le pida a usted que sea puntual, ya que tiene que asistir a una conferencia una hora después.
—No se preocupe. Estaré allí a las seis y media en punto —se resignó Demaría.
—Gracias, profesor.
Súbitamente, el bello rostro decorado con un piercing en la nariz cruzó como un fantasmal rayo por delante de los ojos de Marcos.
Dejó de lado la preocupación inicial y salió a la calle con destino al pequeño hotel en el que se hospedaba cada vez que tenía que dormir en la ciudad por razones laborales o académicas. Sin un estado de ánimo concreto, sin una necesidad urgente de expulsar fieras hondamente sentidas, se sentía livianamente nostálgico. Recordó aquella frase de Marcel Proust: “Los únicos paraísos que existen son los paraísos perdidos”. Él los continuaba buscando.
A Justo le gustaba el cuento del hombre que escalaba la montaña con su viejo y leal perro ovejero alemán y se enfrentaba con los animales más feroces y con los climas más duros. Se tapaba con la frazada hasta quedar casi escondido y, aferrándose a su mano derecha, dejaba libre su oreja para escuchar el final del relato, mientras la respiración se hacía más tranquila a medida que se iba quedando dormido. Le decía que se durmiera rápido. Le decía que no le iba a pasar nada malo. Pero sí que le pasó.
Le pasó que un día se enfermó de leucemia y murió a los cuatro años, luego de permanecer internado tres semanas en la sala de terapia intensiva del Hospital de Niños de la ciudad de Buenos Aires.
Marcos despertó empapado por la transpiración en la habitación del hotel. Una de las pesadillas recurrentes durante los primeros años posteriores a la muerte de su hijo reaparecía. Dicen que soñar con una persona se parece a salvarla. Puras idioteces, meditó en la soledad del cuarto oscuro, mientras unos deseos irrefrenables de beber lo acosaban. Eran las cuatro de la mañana y ya no pudo volver a dormirse.
La noche siguiente, Marcos acudió a la presentación del libro de cuentos de su amigo Harry. Cuando llegó al salón de convenciones, poco después de las ocho, la totalidad de las butacas se encontraban ocupadas por amigos, conocidos y algunos más curiosos que interesados en la obra del irlandés. El lugar no era muy grande y, a su modo, brillaba como un invernadero, engalanado con una cantidad de plantas, flores y helechos de dudoso gusto. Decorado en tonos pálidos de verde y amarillo, tenía puertas ventanas que daban a una terraza ubicada frente al cerro en el cual finalizaba la calle.
Harry se comprometía a fuego con sus cuentos, en los que se mostraba como un pez en el agua, describiendo historias y situaciones donde trasplantaba sus propios miedos y temores. En ellos se concentraban relatos por momentos descarnados, dotados con pinceladas de una amarga ternura, capaces de introducir al lector, a fuerza de imágenes sugerentes, en una poderosa atmósfera de ensoñación y fantasía. Su autor era una especie de paisajista de la soledad y del desamparo de los seres humanos. Haciendo gala de una frondosa imaginación, su literatura se transformaba en provocadoramente cruda.
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