Pedro Martín Bardi - El lado ausente

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Marcos Demaría es un abogado porteño que, a causa de sus problemas con el alcohol, perdió su matrimonio, y casi también su trabajo. Con gran voluntad para recuperarse, decide irse a vivir a San Martín de los Andes y comenzar una nueva vida. Mientras él intentará burlar sus fantasmas personales, el sistema judicial lo querrá atrapar nuevamente en el torbellino de su pasado. A la manera del maestro de la novela judicial Scott Turow, este libro devela las modalidades más oscuras del funcionamiento de la justicia y del ejercicio de la profesión que Demaría, con un temple admirable, tratará de sortear. En una época donde el enemigo ya no es reconocible sino que está en todas partes,
El lado ausente, como toda buena novela, habla de nuestro presente.

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El sonido del teléfono interrumpió el pesado silencio reinante en la oficina. Como no tenía secretaria, Marcos atendió personalmente. Desiree se encontraba en la ciudad y arreglaron para comer juntos por la noche.

Ubicado en lo alto del valle, a unos mil quinientos metros y rodeado de majestuosas cumbres, Macci era uno de los restaurantes preferidos por ella en San Martín de los Andes. Sentados en una mesa en la terraza acristalada, era como si la noche acogiera una celebración más íntima que la del resto de las personas.

Marcos la miró con detalle. Morocha y de intensos ojos verdes, de estatura mediana, tenía el cuerpo de una mujer que sabía cuidarse muy bien pese tener una edad cercana a los cuarenta años. Piernas fuertes y nalgas firmes eran los rasgos distintivos de un cuerpo mucho más curvo que cualquiera, parte de un conjunto de acción que no se masculinizaba nunca. Dotada de una fuerte personalidad que la tipificaba como una abogada enérgica y respetada por sus colegas y adversarios, era dueña de un carácter no común. A su manera, si bien entraba en una etapa de esencial madurez, tenía una belleza sumamente particular. Exudaba cierta calidad, como los vinos añejos, que la hacía más interesante y atractiva a medida que pasaban los años, logrando accionar en Demaría una cerradura oxidada desde que se había separado de Olivia. En los últimos meses, el componente sexual de la personalidad de Marcos, dominante en un tiempo, había quedado sofocado por tantas capas de culpa en el pasado, que recién desde que conoció a Desiree parecían ir derritiéndose una por una.

Pidió croquetas de pescado rellenas en salsa blanca y ella unos calamaretes en salsa de vino blanco y cebolla. Como el alcohol estaba prohibido por el resto de los días de Marcos, tomaban Coca-Cola light y limonada en silencio.

—¿Estás acá? —inquirió él.

Ella sonrió mostrando unos dientes casi perfectos, al tiempo que le rozaba una pierna por debajo de la mesa, sugerentemente. Por momentos lucía ensimismada en sus pensamientos, como si la devorara la calma del entorno.

—Tenés un semblante no muy animado —agregó Marcos.

—Puede ser, hoy no ha sido uno de mis mejores días.

Desiree miraba un imaginario vacío que llenaba con recuerdos. Hija única, había tenido una traumática relación con un hombre doce años mayor que ella, un empresario textil divorciado con quien llegó a convivir durante unos meses antes de la ruptura definitiva, ocurrida tres años atrás. Si bien Marcos la conocía no hacía mucho, le sorprendía y al mismo tiempo le intrigaba su obstinado empeño en no mostrar sus emociones más íntimas, como si ella no quisiera descubrir su mundo interior, su universo personal. Tal vez escondiera algunos secretos de un pasado que no estaba dispuesta a dar a conocer, por ahora.

—Estaba imaginando… —dijo ella con aire pensante—, ¿qué razón existe para suponer que lo que ocurre todos los días, los juicios, los clientes, las sentencias, son más reales que los diálogos que soñamos la noche anterior?

Él la miró extrañado.

—Si estás cuestionando el orden de lo real, quiero decir, si estás poniendo en duda lo que damos por asumido, entonces creo entender tu pregunta. Para los que nunca se cuestionan en qué consiste la realidad, lo real termina siendo aquello que sólo resulta verdadero. La ficción, naturalmente, pasa a ser patrimonio de otros.

—De los escritores —agregó ella.

—Y de los abogados —sonrió Marcos.

—Estoy convencida de que la verdad y la ficción no son contrarios, se entremezclan y muchas veces no sabemos o no podemos diferenciarlas. Digo, ¿cómo saber con certeza qué es lo real, o como decís vos, lo verdadero? —continuó Desiree, clavando la mirada fija en algún punto lejano de la montaña.

—Desde cierto punto de vista no existe el concepto de lo verdadero, se aspira a la visión ideal, fantástica, de todo aquello que en el fondo no es real. Como si el resto de las cosas fueran simples simulacros y por lo tanto nada tiene un significado y todo resulta ser una mentira, incluso si es verdad.

—No me convence —dijo ella.

—Yo tampoco estoy de acuerdo con ese pensamiento —acordó Marcos—. Creo que todo lo que vivimos forma parte de la realidad, no sólo lo que hacemos sino también lo que imaginamos, aunque reconozco que existe una tendencia en los últimos años al escepticismo cruel que estima que no podemos conocer las cosas que ocurren tal como son.

—Y por el otro creo que también existe un exceso de credulidad irracional que es capaz de creer en cualquier cosa.

—Cierto —Marcos permaneció en silencio unos pocos segundos—. Pero sigo sin saber hacia dónde vas con tu pregunta.

—El punto es el siguiente —ella sonrió nuevamente, ahora con mayor naturalidad—. Vamos a suponer la siguiente hipótesis. El hijo de un prominente político opositor al gobierno provincial de turno de Río Negro fue víctima de torturas por parte de la policía de Bariloche. Lo torturaron para que confesara la comisión de una serie de delitos sexuales supuestamente cometidos durante el transcurso de una fiesta privada en una majestuosa casa con vista al lago Nahuel Huapi. Pese a la brutalidad del procedimiento policial, el juez considera que la confesión del imputado, aún en esas circunstancias tan anormales, si bien no configura una declaración de culpabilidad, sí constituye una grave presunción en su contra.

—Me parece un espanto —acotó Marcos.

—Al final de cuentas, el juez lo termina condenando sobre la base de esa presunción de culpabilidad a la que avala con los informes de los peritos médicos que acreditaron lesiones anales y vaginales sufridas por la víctima.

Desiree hizo una pausa.

—El imputado, terriblemente enojado con su abogado defensor, a quien obviamente le echa la culpa de la condena, quiere, y estaría en todo su derecho, recurrir la sentencia por considerar que ha violado el artículo dieciocho de la Constitución Nacional que expresamente prohíbe que alguien pueda ser obligado a declarar contra sí mismo.

—Es inevitable que si una persona es obligada a declarar bajo coacción, sus dichos deben tenerse por inexistentes y no pueden ser tenidos en cuenta ni siquiera como indicios de culpabilidad —argumentó muy seguro Marcos—. Una idea o criterio contrario a este pensamiento atacaría groseramente la garantía constitucional de la defensa en juicio.

Ella esperó para hablar de nuevo. Su mirada, ahora penetrante y fría, no dejaba entrever expresión alguna.

—El asunto es que existen serias sospechas de que este buen hombre, presuntamente intoxicado con cocaína, habría abusado y violado a una chica alcoholizada produciéndole severas hemorragias internas.

Marcos había escuchado algo al respecto. Luego habló.

—Y el hipotético violador necesitaría un nuevo abogado, o abogada, que le haga valer sus derechos frente al Estado, que sin duda los tiene, en razón de la violencia sufrida en su declaración ante la policía. De ser así, se tornaría nulo todo lo declarado por él en su contra. Seguramente, al ser miembro de una familia adinerada y políticamente influyente, podría pagarse la mejor defensa penal que hubiera en Bariloche.

—Algo así.

—Y también es probable que los socios del estudio jurídico le asignen la causa a la mejor abogada de la firma —concluyó Demaría.

El eterno dilema moral de los abogados. Aceptar o declinar la defensa de quien se sospecha que ha cometido algún delito criminal aberrante. Es verdad que todo el mundo merece un juicio justo y que se le aplique la ley en forma correcta, pero ¿cuál es el verdadero peso y alcance de la ética en el ejercicio de la profesión?; ¿hasta dónde los imperativos éticos constriñen la libertad de juicio y de conciencia de los abogados?

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