Marta Biñasca - Vade Retro

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Cada cuento fue escrito, siguiendo mis propias reglas, tratando de sentirme parte del personaje y direccionándome cómodamente en él.
Todos tuvieron un rostro inexistente al principio y fueron creándose a sí mismos a medida que avanzaba la trama, reacomodándose, reposicionándose.
Todas esas historias creadas del imaginario, dejaron sus huellas y así se las entrego como una parte de mí.

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Siguió caminando. En paralelo al parque había plantas frutales, duraznos, ciruelos, nogales, membrillos, naranjos, mandarinas y algunos que no distinguió, no salía de su sorpresa cuando al girar a su derecha se encontró con una una niña de unos 6 ó 7 años, cabellos trenzados, castaños, de piel blanca, vestida humildemente, que le cambiaba la ropa a una muñeca de trapo mientras la reprendía por haberse ensuciado.

—Te dije Nuria, no debes ensuciarte, debes cuidar más la ropa, mamá tiene mucho trabajo y no puede estar siempre lavándola, además se gasta.

De repente la niña se sintió observada, giró la cabeza y la miró sonrojada, luego esbozó una sonrisa.

—Hola, Señora Elena

—Hola niña ¿quién eres y cómo sabes mi nombre?

—soy Isabela y estoy jugando con mi muñeca ¿necesita algo?

—No, nada… no sabía que había niños aquí

—Nací acá, mi abuela me hablaba de usted y cómo le gustaba verla danzar y por eso se su nombre

—¿Tu abuela?

—Sí, ella vivía aquí cuando las dos eran niñas.

A lo lejos se escuchó una voz que la llamaba. Isabel se levantó rápidamente y se despidió con cortesía.

—Disculpe, me llama mi mamá para merendar, aún queda torta –dijo y se alejó corriendo.

Esa niña le hizo pensar en lo solitaria que es la vida en el campo, jugando sola, con una muñequita de trapo, sin posibilidad de crecer, tener una carrera, trabajar siempre ahí como su madre, como su abuela, sin otra aspiración que casarse y tener hijos que harían lo mismo, generación tras generación, muy aburrido y en todas las cosas que no podrá hacer o disfrutar por estar lejos de la civilización. En fin es su vida –pensó-, además no recuerdo haber conocido a su abuela quizás se confundió.

Caminó un rato más recordando lo aburrido que era estar allí sin nada interesante para hacer, trató de relajarse sentándose en un cómodo banco que había en el jardín, pero no lo consiguió, así que volvió a la casona, estaba demasiado enojada como para relajarse, pensando en lo injusta que era su vida y en los lugares que estaría visitando en lugar de estar confinada a ése aburrido y solitario. Después de cenar se sentó frente al ventanal, pero se quejó porque solo se escuchan bichos aunque la luna se veía enorme y rodeada de miles de estrellas fulgurantes. No sabía qué hacer, allí, tan sola y aburrida, pensó si irían sus amigas a verla alguna vez o tendrían miedo de involucrarse con su causa. Conociéndolas… no irían jamás, es más… hasta la abrían borrado de sus directorios. Reflexionó… Siempre fuimos muy superficiales, jamás pensamos en el otro o en ayudar a alguien que lo necesitara, solo disfrutamos de lo que nos tocó a nosotras, sin pensar en nadie más.

Camino a su habitación vio la gran biblioteca y entró para buscar algún libro que le ayudara a mitigar el tedio. Seguía ansiosa y apesadumbrada. Allí encontró libros que le recordaron su infancia: “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez y sonrío al recordar Platero es pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Por un instante pensó cómo describiría ella a Isabela, esa niñita que decía conocerla y que por alguna razón la había impresionado. Luego de hojear unos cuantos más se decidió por uno de Hemingway y se dirigió a su habitación. Se quedó dormida mientras leía. Alguien apagó la luz, había sido un largo y tortuoso día, necesitaba descansar.

Despertó cerca del mediodía, los gruesos cortinados impidieron que el sol entrara travieso a despertarla, nunca había dormido tanto, se levantó, corrió las cortinas, abrió el ventanal y sintió la suave caricia del sol. Cerró los ojos nuevamente y disfrutó del aroma de las flores que le llevaba la brisa, era como transportarse al jardín de, pensó, pero se corrigió al instante: no, esto es más especial, porque es solo mío.

Por alguna razón se sentía más tranquila, no sabía si por el descanso o porque empezaba a entender que estaría allí por muy largo tiempo y no lograría nada lamentándose constantemente. Debía organizarse. Se dirigió hacia el elegante comedor donde le servirían el desayuno, mientras caminaba se sorprendió tarareando una melodía, al terminar el desayuno salió nuevamente a caminar, quería recorrer el lugar, esta vez se había puesto pantalones de montar, largas y elegantes botas y un gorro acorde. Buscó a Isabela para que le mostrara todo pero no la encontró por ningún lado, así que decidió hacerlo sola. Muy contrariada se dirigió al establo, podría hacerlo a caballo pero solo había fardos de pasto, siguió por un camino ancho que bordeaba un alambrado, pensó en lo acertado de llevar el gorro y protector solar, el sol pegaba fuerte y corría un aire cálido. Absorta en sus pensamientos y observando todo como si fuera la primera vez que lo veía no reparó en que se había alejado mucho, la estancia apenas se veía, se sentía cansada y no tenía donde sentarse, agobiada cerró los ojos para pensar y se sobresaltó al escuchar el galope de un caballo, al abrir los ojos vio una gran polvaredas, se quedó parada, expectante, y vio que era un sulky tirado por un caballo y que en él iba la niña y el peón que manejaba.

—Buenas y santa, señora parece que se ha alejado mucho ¿quiere que la mande a buscar con el auto?

—Hola –dijo la niña–, ¿querés venir con nosotros? Es divertido…

—Si me hacen un lugarcito voy con ustedes, realmente parece una buena experiencia, espero no arrepentirme luego –dijo seriamente–. Pensó que nadie podría verla paseando en un carro tirado por un caballo en medio de la nada como para que provoque risa y estaba demasiado cansada para esperar el auto, además hasta las princesas anduvieron en carruajes alguna vez y esto cuenta como tal. Subió. La niña le dejó el asiento y se sentó en el pescante a sus pies, notó que tenía delantal blanco y comprendió que volvía de la escuela.

Cuando se puso en movimiento, el primer cimbronazo la asustó y se sostuvo fuertemente de la baranda, iba erguida y expectante a los cambios, luego se fue relajando y comenzó a disfrutar del paseo, riendo con la niña que cantaba canciones al ritmo del trote del caballo, junto con el peón.

Ya en la estancia salió a recibirlos la madre de Isabela, quien al verla se sorprendió mucho y los reprendió porque ése no era un vehículo apropiado para la señora y ni siquiera le habían puesto un almohadón. Ella le explicó que a habían ayudado a regresar y que les estaba muy agradecida. La mujer quedó muda del asombro, jamás le había dirigido la palabra a un empleado y ahora les agradecía, vivir para verlo, pensó.

Al entrar en el jardín de invierno y sacarse el gorro y los lentes vio que estaba completamente cubierta de polvo y rió al pensar que había vivido la experiencia más espectacular de su vida, que se había divertido mucho. Sintió que era el comienzo, esa niña seguía dándole sorpresas. Se duchó, almorzó. Estaba atenta a cuándo la niña saldría al jardín cuando escuchó una voz a su espalda

—¿Estás aburrida? ¿Querés jugar conmigo?

Era otra vez su ángel salvador, Isabela, que la rescataba de su ostracismo. Asintió con la cabeza y la siguió. Le fue mostrando los distintos juegos que poseía. Una rayuela bien delineada y con colores fuertes que marcaba tierra y cielo, varios juegos de payanas hechos con piedras que había ido moldeando, una hamaca y un subí baja muy rústico hecho con una madera apoyado y atado al tronco de un árbol, le contó que todos los días hacía el juego de la canasta que consistía en salir con una canasta a recolectar huevos en nidos de las gallinas y descubrir nuevos. Esta vez lo hicieron juntas entre risas y corridas. Así estuvieron toda la tarde, merendaron sin parar de charlar ni de reír.

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