Edgar Ardila - Arauca - Una Escuela de Justicia Comunitaria para Colombia

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Arauca: Una Escuela de Justicia Comunitaria para Colombia: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es un aporte a la memoria de casi quince años de trabajo por la construcción de una infraestructura social para la paz, desde la propuesta de una sociedad que puede convivir en la democracia y contar con los canales apropiados que permita gestionar sus conflictos y lograr mejores condiciones para la calidad de vida del pueblo araucano.
Édgar Ardila Amaya Abogado y especialista en Derecho Público de la Universidad Nacional de Colombia, Magíster en Filosofía del Derecho y doctor en Estudios Avanzados de Derechos Humanos de la Universidad Carlos III de Madrid (España). Profesor asociado del área de Teoría del Derecho y de Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia. Ha trabajado por décadas en la búsqueda y la construcción del derecho del lado de los más diversos sectores sociales, hasta en los más remotos rincones del país. Como formador de abogados, de operadores de justicia y de docentes de derecho ha sido invitado a varias entidades académicas colombianas, latinoamericanas y europeas. Fue subsecretario de Gobierno de Bogotá y director de Métodos Alternativos de Solución de Conflictos del Ministerio de Justicia y del Derecho de Colombia. Se ha desempeñado como asesor de varias entidades nacionales e internacionales. Actualmente es director de la Escuela de Justicia Comunitaria de la Universidad Nacional de Colombia. Arturo Suárez Acero Abogado y magíster en Políticas Públicas de la Universidad Nacional de Colombia. En su trayectoria académica como docente e investigador se resalta el interés por los estudios interdisciplinarios en el campo del acceso a la justicia, la justicia comunitaria y la justicia restaurativa. Cuenta con experiencia en coordinación de proyectos orientados a la formulación, implementación, seguimiento y evaluación de políticas y programas de acceso a la justicia, construcción de paz y justicia restaurativa. Ha sido asesor del Ministerio de Justicia, así como consultor de la Unión Europea y Naciones Unidas. Actualmente se desempeña como subdirector de la Escuela de Justicia Comunitaria de la Universidad Nacional de Colombia.

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¿REINVENTARNOS O SIMPLEMENTE RECONOCERNOS?

La epopeya fundacional de la nación iroquesa, una de las más extendidas de nuestro continente al momento de la Conquista, no narra una guerra sino una paz. Hiawatha fue un personaje real que dedicó su vida hasta lograr, a través del diálogo cuidadoso y fecundo, que se fueran construyendo las instituciones y las reglas comunes que les permitirían vivir en paz y prosperar sin que las contradicciones fueran causa de conflagración. Onondogas, mohicanos, entre otros, hasta entonces enemigos acérrimos, a través de esa narrativa, proyectaron los valores éticos y políticos con los que fueron dándose sentido como grupo humano y establecieron las condiciones organizativas que requerían para proyectarse hacia el futuro como una nación.

Por la misma época, los Estados europeos se estaban creando a través de la espada y la conquista. Ricardo Corazón de León, el Cid Campeador, Juana de Arco y tantas otras figuras guerreras representan lo que llegó a imponerse como identidad de naciones enteras y que llevó a que, incluso hasta mediados del siglo XX, en el viejo continente no se reconociera preeminencia en quien no hubiera liderado una acción bélica. Fue con esa idiosincrasia que exportaron su institucionalidad y sus modelos de organización política a los territorios de quienes llamaron “pieles rojas” o simplemente “hombres rojos”, destruyendo o reduciendo saberes e instituciones de todo el continente, a veces muy sofisticados, como los que habían alcanzado entre los aztecas mesoamericanos o en el Tahuantinsuyo, de la zona Andina. Muchas estatuas lo dicen, los grandes personajes que han protagonizado la historia luego del siglo XVI se representan con una espada ensangrentada en alto.

La imagen no cambia: un jinete que no se apea para interactuar con la población común. Tanto el conquistador como el prócer representan el poder foráneo que desconoce a los actores y al territorio mismo. De hecho, la gran efeméride del piedemonte araucano es un diálogo de Bolívar y Santander, donde no se recuerda que haya participado la gente de ahí; ni que, posteriormente, las causas de los indígenas y los campesinos de entonces hubieran dejado alguna huella en los planes del gobierno al que le pusieron pertrechos, provisiones y personas que fueron a luchar. Hoy, en la escena siguen campeando guerreros que, sin bajarse de sus cabalgaduras y sus camionetas, aseguran que serán los vencedores.

Las comunidades araucanas, en medio de dificultades y tras reiteradas pérdidas, han tenido que prodigarse por sí mismos, y mediante la cooperación y el apoyo mutuo, muy buena parte de los recursos que disfrutan en común. La base de esa resiliencia ha sido el aprendizaje colectivo para el cuidado de la convivencia mediante normas de comportamiento y la gestión de conflictos. Las pautas de conducta para la interacción interna y con el exterior se dirigen armonizar al máximo los procesos vitales diversos que coexisten, al mismo tiempo que procuran el cuidado colectivo frente a los factores de violencia que pueden irrumpir o escalar. La gran vulnerabilidad en la que se vive, especialmente en las zonas rurales, ha llevado a que cualquier tipo de controversia a su interior sea motivo para que toda la comunidad se sienta implicada y se sienta beneficiada cuando se produzca un resultado satisfactorio que la zanje. Cuantos más incidentes sean resueltos mediante las herramientas comunitarias creadas para atender la conflictividad, menos vulnerables serán a la acción violenta.

En el Sarare no es visible un personaje mítico como Hiawatha, pero de tantos acumulados y tantas capacidades de acción colectiva es posible construir una epopeya que no sea escrita por los amanuenses de los guerreros. Arauca podría ser una esquina del país que, superando los índices más altos de violencia que le han acompañado por décadas, se convierta en el vértice de una narrativa y unas prácticas institucionales, desde las cuales podamos encontrar no solo un lugar para Arauca en lo que somos como país, sino que Colombia se transforme con los acumulados que en el Sarare, al igual que en regiones similares, ya se han venido alcanzado como normas de convivencia e instancias de regulación de conflictos que logran impactos que siguen siendo impensables desde el derecho y las instancias estatales.

Los acumulados comunitarios deben fortalecerse para que se apropien conscientemente con vocación de permanencia y desarrollen su potencial, y para que se proyecten nacionalmente en diálogo con la institucionalidad del país. Y es allí donde encuentra su sentido la labor que realizamos desde una entidad académica como la Escuela de Justicia Comunitaria de la Universidad Nacional de Colombia en esas tierras. Entendemos que nuestro papel debe ser el de participar en la construcción del proyecto de nación desde el Sarare y para el Sarare. Es decir, un proyecto dirigido a que lo que es la región sea una parte del horizonte del país y que lo que construimos como país le aporte a la región. Que la suerte de los Hiawathas que germinan en las comunidades piedemontanas sea recogida como activo en los acumulados normativos e institucionales del país y que en lo nacional haya un aporte reconocible y útil para la gestión de las necesidades específicas del territorio, empezando por la convivencia pacífica, la inclusión y la igualdad en las relaciones.

Ese marco define los propósitos de una labor académica que para ser participativa exige que se haga de la mano y en diálogo con los diferentes sujetos que interactúan en el territorio. En primer lugar, ante todo la labor es de visibilización. Debe contarse con sensibilidad para percibir los problemas y sus respuestas. Al mismo tiempo, con herramientas conceptuales y metodológicas que permitan reconocer y hacer visibles, para la comunidad y los actores llamados a interlocutar con ella, las dinámicas mediante las cuales se regula y gestiona la convivencia. Se busca que se reconozca el aporte y la potencialidad que tienen a través de un enriquecimiento teórico y comparativo.

En segundo lugar, el rol de la Universidad es el de aportar en la transformación positiva de lo que existe. Es el más exigente, porque nos movemos entre dos extremos peligrosos que deben evitarse. De un lado, existe el riesgo de que se entable una relación vertical en la que se impongan los conocimientos académicos y los valores que portan y, en consecuencia, el mejoramiento que se promueve se reduzca a una modernización más burda o más sofisticada. Del otro lado, puede caerse en una visión que mitifica lo comunitario y se limita a recoger y hacer un mejoramiento formal por considerar que la intervención contamina los procesos, dejando intactas o reforzando dinámicas de violencia estructural, de dominación, de explotación o de discriminación. El mejoramiento implica el diálogo de saberes en un ejercicio constante de autoevaluación de lo que se hace y de autocrítica sobre lo que hay y lo que se propone.

En tercer lugar, nuestra labor es la de aportar en el posicionamiento de las herramientas comunitarias. Su fortaleza y su impacto están marcados por su capacidad de incidir gracias al apoyo que reciben y a los canales mediante los cuales actúan. Entonces, como equipo académico tenemos una tarea de interlocución mediante la cual acompañemos la producción de capital social comunitario y construyamos puentes para generar condiciones para una interacción horizontal y un diálogo de saberes también con los diferentes actores presentes en el territorio, incluidos los operadores jurídicos.

Nuestra labor se dirige entonces a procurar el diálogo con actores e instancias situadas en espacios subalternos o marginales que, aunque no aparecen en los libros de historia, en los discursos políticos ni en los programas oficiales, cimentan algún nivel de convivencia y son lo más importante para que allí pueda continuar la vida en común. Más allá en las comunidades cuentan con muy poco. A esa escala, los códigos y las instituciones oficiales tienen muy poca o nula incidencia en la gestión de los conflictos y el orden social; mientras el uso directo de la fuerza, estatal o no, por basarse primordialmente en la intimidación, puede causar fractura en la comunidad y solo tiene un impacto limitado en el tiempo y en el espacio. Resulta evidente que las respuestas comunitarias a las necesidades de justicia son las que logran impactos sostenibles, y generalmente son las que llegan y resultan creíbles en cada sitio.

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