En los años ochenta, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) se hizo fuerte y predominó en el territorio. En los noventa, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) lograron disputarle amplias zonas e imponerse en varias de ellas en una confrontación crónica que se prolonga hasta esta década, dejando más líderes sociales víctimas que bajas entre las partes. Al comienzo del siglo, aprovechando el repliegue de la guerrilla, logrado por las fuerzas armadas del Estado, grupos paramilitares se expandieron desde el sur, arrasando el liderazgo social existente entonces. En todos los casos, las comunidades tuvieron que reconstruirse luego de que, al asesinar o desplazar a sus líderes, se les privaba de los recursos colectivos para atender sus necesidades.
Frente a muchos de sus problemas, en las últimas décadas, el Estado viene dando respuestas muy precarias y limitadas en su alcance. El Sarare, a pesar de la enorme riqueza petrolera —que en su mayoría se bombea por un tubo sin que llegue a verse—, es una zona marginalizada y se encuentra por debajo de los índices de satisfacción de las necesidades que se registran en el país (datos de pobreza, participación, estratos económicos, PIB per cápita, NBI).
Pero ese no es el único problema, el territorio está fuertemente fragmentado. Por una parte, a causa de la lucha bélica por el territorio, se ha incrementado el aislamiento de unas zonas y otras; y se han dividido en su interior, incluso, las comunidades y hasta a las familias por la desconfianza, la polarización y la estigmatización mutuas. Por otra parte, las dinámicas de poblamiento y la ubicación socioeconómica han demarcado cuatro grupos sociales que tienden a diferenciarse y a discriminar de arriba hacia abajo así: en la cresta, beneficiarios de la economía petrolera y de los recursos públicos, como la burocracia estatal sempiterna; enseguida, los guates, que a través de la apropiación de la tierra y el comercio se han convertido en el sector que dinamiza la economía capitalista en la región y constituye la población mayoritaria, salvo en Tame; en un nivel inferior, está el sector que identifica a todos los llaneros, los criollos, que son población en general carente de propiedades y de acceso a los beneficios sociales y se ubica en zonas muy marginales; en la parte más baja, u’was, hitnüs, macaguanes, betoyes y sikuanis, muy reducidos en sus miembros, población indígena que se mantiene aferrada a su identidad, de cara a una sociedad que mayoritariamente los excluye.
En lo relacionado con la labor que desempeña la EJCUN, se evidencia que las entidades encargadas de garantizar derechos y gestionar conflictos han tenido una presencia insular, discontinua, desarticulada e insuficiente. Por ello, los requerimientos de justicia rara vez llegan a puerto mediante la oferta institucional nacional. De allí que la Constitución y las otras leyes de la República no sean una herramienta reconocida para ordenar la vida y regular los comportamientos sociales en la región. De hecho, a pesar de que en ello se agotan las acciones estatales, las entidades encargadas de agenciar la legalidad en el territorio son muy poco robustas y tienen un alcance territorial que apenas rasguña lo más importante de la conflictividad, que se circunscribe a un radio de acción principalmente urbano. Los programas de promoción y defensa de derechos, y de acceso a la justicia han estado reducidos a unos recursos muy limitados de la cooperación internacional.
La acción coactiva de actores ilegales es, en parte, una consecuencia de esa exclusión. La instrumentalización de la violencia para tramitar los conflictos ha sido un recurso más utilizado que la fuerza que corresponde a los actores estatales en buena parte del territorio. La población se somete a los actores armados no solo por miedo a sus represalias, sino también, en muchos casos, por la necesidad que se tiene de zanjar conflictos que no se está dispuesto dejar en suspenso, y ese es el camino que predomina. Es la contracara de la inacción del Estado que aparece en muchos estudios sobre la violencia en esta u otras zonas del país. Pero tampoco desde aquí puede comprenderse plenamente el conjunto de dinámicas que determinan los comportamientos y enmarcan las dinámicas de orden social reinantes en la zona.
La manera como la gente actúa y se relaciona entre sí, también como tramita sus controversias, es la sumatoria de diversos vectores que interactúan de manera compleja y muchas veces contradictoria. Están sin resolverse los choques que surgen de las normas que siguen las personas para trabajar, para acceder a la naturaleza y a los bienes, para intercambiar recursos, para reproducirse o para participar en las acciones colectivas, pues estas no son homogéneas. Para los indígenas y una parte del campesinado, los parámetros son los que plantaron los ancestros; mientras que, para los colonos de las últimas décadas, son los que trajeron de sus zonas de origen. El impulso de las normas estatales también llega débil al pasar por los filtros de comunidades de fe o de grupos políticos poco interesados en el discurso de la legalidad.
Además, ya hemos visto que, como resultante de ese juego vectorial muchas veces también conflictivo, han ido surgiendo, con mayor o menor sostenibilidad, instancias, saberes y procedimientos mediante los cuales las comunidades han buscado atender por sí mismas las necesidades de justicia que se presentan a su interior. Esas normas y esas instancias, con sus limitaciones y sus defectos, tienen una profunda y extensa significación en la vida de los sarareños. El modo de ser araucano se ha venido construyendo en esa área comunitaria todavía poco visible pero mucho más real y presente que los códigos legales y las metralletas. Hay una trayectoria de experiencias, incluso algunas efímeras y ocasionales, que han ido dejando también enseñanzas sobre cómo abordar los conflictos y han decantado capacidades que se han convertido en el patrimonio más valioso para enfrentarlos. Son esas normas y esas instancias las que representan el sentir y el ser de este territorio llanero.
Es allí donde se ubica el lugar específico de la EJCUN en la misión de la Universidad. La resignificación de la nación no puede hacerse con la exclusión de Arauca, de sus identidades, de su obra colectiva, de las normas que encauzan su interacción, de los instrumentos que han generado para tramitar sus controversias pacíficamente. El sistema jurídico y la función de administrar justicia debe buscar los caminos para que este acumulado pueda ser canalizado. Empeñarse en desconocerlo, intentando imponer modelos únicos, es remar contra la corriente y, sobre todo, puede tener un efecto que solo llega a destruir lo poco o mucho con lo que cuenta la población.
Si, ante la inexistencia o la ineficacia del Estado, son las instancias y las reglas comunitarias lo que funciona en medio de la dura realidad específica del piedemonte, se trata de conocerlas y reconocerlas, de valorarlas y evaluarlas, de fortalecerlas y de criticarlas. De hecho, es necesario partir de la base de que no se trata de una realidad uniforme, sino de un escenario en el que se han ido estructurando tendencias y proyectos diferentes y, en muchos sentidos, contradictorios entre sí. Entonces, nuestra labor no se limita a describir y a ser testigos de su experiencia, se trata de entablar un diálogo con su normatividad y sus instancias en busca de que la propia comunidad se transforme y fortalezca desde sus propias contradicciones y en su interacción con las dinámicas nacionales. Pero también se trata de que el proyecto de nación y de sus estructuras jurídicas se enriquezcan con el aporte que se hace desde una región específica, de que la oferta institucional se nutra con los aprendizajes que se elevan también desde estas realidades que no son excepcionales en el país.
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