Fray Luis De Granada - Vida de Jesucristo

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Este libro se publicó por primera vez en Salamanca, en 1575, y es un clásico de la literatura espiritual, leído por muchas generaciones de cristianos. Recorre las etapas del andar terreno de Jesús, desde la embajada del Arcángel a la Santísima Virgen hasta la Ascensión de Jesús a los cielos. Su autor dedicó sus estudios y meditaciones al conocimiento y amor de Cristo crucificado, y reúne en este breve libro sus reflexiones más maduras en doctrina y en piedad.

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¡Oh misterio de grande veneración! ¡Oh cosa no para decirse, sino para sentirse; no para explicarse con palabras, sino con silencio y admiración! ¿Qué cosa más admirable que ver aquel Señor a quien alaban las estrellas de la mañana, aquel que está asentado sobre los Querubines, que vuela sobre las plumas de los vientos, que tiene colgada de tres dedos la redondez de la tierra, cuya silla es el Cielo, y cuyo estrado real es la tierra; que haya querido venir a tan grande extremo de pobreza que cuando naciese (ya que quiso nacer en este mundo) le pusiese su Madre en un pesebre, por no tener otro lugar en aquel establo?

¿Qué persona tan baja llegó jamás a tal extremo de pobreza que por falta de otro mejor abrigo viniese a reclinar a su hijo en un pesebre? ¿Quién juntó en uno dos extremos tan distantes como son Dios y pesebre? ¿Qué cosa más baja que pesebre, que es lugar de bestias? ¿Y qué cosa más alta que Dios, que está asentado sobre los Querubines?

Pues ¿cómo el hombre no sale de sí considerando estos dos extremos tan distantes: Dios en un establo. Dios en un pesebre. Dios llorando y temblando de frío y envuelto en pañales?

¡Oh Rey de gloria! ¡Oh espejo de inocencia! ¿Qué a Ti con estos cuidados? ¿Qué a Ti con lágrimas? ¿Qué a Ti con el frío y desnudez y con el tributo y castigo de nuestros pecados? ¡Oh caridad! ¡Oh piedad! ¡Oh misericordia incomprensible de nuestro Dios! ¿Qué haré, Dios mío? ¿Qué gracias te daré? ¿Con qué responderé a tantas misericordias? ¿Con qué humildad responderé a esta humildad? ¿Con qué amor a este amor? ¿Y con qué agradecimiento a este tan grande beneficio?

Véome por todas partes cercado de tantas obligaciones, véome como anegado debajo las olas de tantos beneficios, y no veo de qué manera pueda salir de tan grande cargo. Antes se me figuraba que merecía mil infiernos el que te ofendía; mas ahora, después de tan grandes y tan nuevos títulos, ya no hay pena que baste para castigo del que no te ama.

Bendito seas para siempre. Dios mío, que con tales cadenas me prendiste, y tales pesas echaste a mi corazón para llevarlo a Ti, y con tales beneficios y misterios quisiste encenderme en tu amor, y confiarme en tu esperanza y aficionarme al trabajo, a la pobreza, a la humildad, al menosprecio del mundo y al amor de la Cruz.

Mas desviemos ahora un poco los ojos de este santo pesebre y pongámonos en el tesoro que está en él: dejemos el panal de cera y trabajemos por gustar la miel que en él está encerrada.

Considera, pues, la inefable suavidad y misericordia del Salvador, que señaladamente resplandece en esta edad y ternura de miembros y en esta figura de niño que por defuera parece.

Está Dios, dice un Santo, colgado de los pechos de una doncella; está liado con fajas, y, sueltas las lías, extiende sus dichosos pies y manos por aquella estrecha cama. Sonriese como niño a la Madre; halágala con el rostro y vuelve sus alegres ojos a mirarla. Y, verdaderamente, como Él sea un piélago de suavidad, más suave lo hace aquí la ternura de sus miembros.

Esta dulcedumbre es incomparable, y esta piedad inefable, que vea yo al Dios que me crió a mí, hecho niño por amor de mí, y aquel de quien antes se decía: «Grande es Dios, y muy loable», ahora se diga de Él: «Chico es Dios, y muy amable».

Mirando así el Hijo, pongamos luego los ojos en la Madre, que no es la menor parte de este misterio. Considera, pues, la alegría, la devoción, las lágrimas y la diligencia de esta Señora, y mira cuán perfectamente ejercitó aquí ambos oficios de Marta y de María. Mira con cuánta solicitud y diligencia sirve en todo lo que pertenece a este Niño, pues ella toma al Niño en sus brazos, envuélvelo, desenvuélvelo, apriétalo, abrázalo, adóralo, bésalo y dale la teta.

Todo este negocio está lleno de gozo, porque ningún dolor ni injuria hubo en aquel sagrado parto. Ni había allí, dice Cipriano,

necesidad de baños ni lavatorios que se suelen aparejar a las paridas, porque ninguna injuria había recibido la Madre del Salvador, la cual parió sin dolor, así como había concebido sin deleite. El fruto ya maduro y con sazón se cayó del árbol que lo traía, y no había necesidad de arrancar con fuerza lo que de su voluntad se nos ofrecía.

Ningún tributo se pagó en este parto: ni el deleite precedente, que no hubo, pidió alguna usura de dolor. Y por eso no convenía que la que era inocente fuese afligida de balde, ni consentía la divina justicia que aquel armario del Espíritu Santo fuese agraviado con las injurias de las otras mujeres, pues en sola la naturaleza comunicaba con ellas, no en la culpa.

Los aderezos de casa que allí faltaban, aunque los hubiera, no hubiera ojos que los miraran, porque la presencia del Niño así tenía ocupados los ojos de José y de quienquiera que allí estuviese, que en solo Él parecía estar la suma de todos los bienes, y no había necesidad de mendigar por partes lo que en sí sola representaba aquella omnipotente niñez.

Mas no es de creer que allí faltase el servicio de los ángeles, ni tampoco la presencia del Espíritu Santo que en la Virgen sobrevino. Allí estaba, allí poseía su palacio, allí adornaba el Templo que para sí había dedicado, y guardaba su Sagrario, y honraba aquel tálamo virginal, y alegraba con inestimables consolaciones aquella alma bendita, y ojeaba de ellas las injurias de todos los peregrinos pensamientos, de manera que la ley de la carne no contradecía a la del espíritu, ni alguna manera de repugnancia turbaba la paz y reposo de su corazón.

El Niño, mamando en los brazos de su Madre, gozaba de aquella leche proveída del Cielo, y la fuente del sagrado pecho infundía en la boca del Niño purísimo licor.

Hasta aquí son palabras de Cipriano.

Después de todo esto puedes también levantar los ojos a considerar, por una parte, el cantar de los ángeles, y, por otra, la adoración de los pastores, alabando al común Señor con los unos, y adorándole con los otros. Porque si los ángeles con un tan grande concurso y devoción alaban al Señor y le dan gracias por esta Redención que vino del Cielo, no siendo ellos redimidos, ¿qué deben hacer los redimidos? Si aquellos así dan gracias por la gracia y misericordia ajena, ¿qué debe hacer el que fue redimido y reparado por ella?

[1]Habac. III, 2.

V.

DE LA CIRCUNCISIÓN DEL SEÑOR

PASADOS LOS OCHO DÍAS después del nacimiento, dice el evangelista que fue circuncidado el Niño, y le fue puesto nombre Jesús, el cual nombre fue declarado por el ángel antes que en el vientre fuese concebido.

Acerca de este misterio puedes primeramente considerar el dolor que padecería aquella delicadísima y tiernísima carne con este nuevo martirio, el cual era tan grande, especialmente el octavo día, que acaecía morir de él. Por donde verás lo que debes a este Señor, que tan temprano comenzó a padecer tan graves dolores y hacer tan dura penitencia por la torpeza de tus culpas. Y mira cómo el primer día de su nacimiento derramó lágrimas, y el octavo sangre: para que veas cómo no se cansa la caridad de Cristo y cómo le va costando el hombre de cada vez más.

Considera también el dolor y lágrimas del santo José, que tan tiernamente amaría este Niño, y mucho más el de su Sacratísima Madre, que mucho más le amaba; y mira la diligencia que pondría en arrullar y acallar el Niño, que como verdadero Niño, aunque verdadero Dios, lloraba; y con qué reverencia recogería aquellas santa reliquias y aquella preciosa sangre, cuyo valor ella tan bien conocía.

Mira otrosí cuán tarde comenzó el Hijo de Dios a predicar, y cuán temprano a padecer, pues a los treinta años comenzó la predicación, y a los ocho días padeció la circuncisión y comenzó a hacer oficio de Redentor.

Mira cómo aquel Esposo de sangre comienza ya a derramar sangre por su esposa la Iglesia, y cómo el segundo Adán, salido del Paraíso de las entrañas virginales, comienza a saber, como uno de nosotros, de bien y de mal.

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