Considera también la santísima de este glorioso Patriarca que teniendo tanta ocasión para acusar y condenar la inocente, y poniéndole la misma ley el cuchillo en las manos, no quiso ensangrentarlas, sino antes quiso irse por esos mundos descaminado que con pleitos y acusaciones seguir su derecho. Porque la verdadera justicia siempre está llena de misericordia, y la verdadera caridad nunca tiene por ganancia propia la que está mezclada con pérdida ajena.
Por donde verás cuán familiar es a los buenos la virtud de la misericordia, y con cuánta razón dijo Salomón[2] que el justo tenía compasión aun de las bestias; mas las entrañas de los malos eran crueles.
No parece haber sido esta obra de hombre, sino de ángel. Porque de demonios es hacer mal a los que no lo merecen, y de hombres a los que lo merecen: mas de ángeles, ni aun a los mismos que lo merecen. Y tal era este bienaventurado y nuevo ángel de la tierra, puesto caso que la Virgen estaba tan salva de toda culpa.
Tras de esto considera luego la revelación hecha a este santo Patriarca, para que por aquí entiendas cómo el Señor azota y regala, mortifica y da vida; y cómo, finalmente, es verdad lo que dice el apóstol: «Sabe muy bien el Señor librar a los justos de la tribulación»[3].
Donde se ofrece luego materia para considerar qué tan grande sería la alegría y admiración que este santo recibiría cuando hallase inocencia donde tanto deseaba hallarla, y no solo inocencia para no desampararla, sino tan grande dignidad y gloria para tenerla en tanta reverencia.
¿Qué gracias, qué alabanzas daría a Dios por haberlo así alumbrado, así desengañado, así despenado, así apartado de sus vanos propósitos y caminos y escogido para ser guarda y depositario de tan gran tesoro ¿Cómo se iría luego a la Virgen Santísima, que por ventura estaría en aquella hora celebrando las vigilias de sus maitines y pidiendo con sus oraciones aquel remedio? ¿Y con qué devoción y lágrimas se derribaría a sus pies y le pediría perdón de la sospecha pasada? ¿Y cómo le daría cuenta de la revelación del ángel? ¿Y cuál sería allí la alegría y las lágrimas de la Santísima Virgen, considerando por una parte la fidelidad de Dios para con los suyos en sus trabajos, y por otra viendo al santísimo esposo despenado y vueltas sus lágrimas en alegría, cuya pena tanto sentía cuanto le amaba?
Porque dado caso que cuanto al uso del matrimonio no le conocía por marido; mas cuanto al amor y reverencia conyugal nunca se halló jamás tal corazón de casada para con marido. Y si, como dice el Eclesiástico[4], es hermosa la misericordia de Dios en el tiempo de la tribulación, ¿qué sentimientos habría allí de la hermosura de esta misericordia en tiempo de tan grande tribulación? ¿Qué maitines celebrarían allí entrambos? ¿Qué laudes cantarían? ¿Y con cuántas lágrimas celebrarían estos oficios y se darían gracias por esta misericordia?
[1]Sal. 33, v. 20.
[2]Prov. II, 10.
[3]2 Cor. 1,10.
[4]Eccli. XXXV, 26.
IV.
DEL NACIMIENTO DEL SALVADOR
EN AQUEL TIEMPO, DICE EL EVANGELISTA, mandó el emperador César Augusto que todas las gentes fuesen a sus tierras a escribirse y pagar cierto censo al Imperio Romano. Por cuya causa la Sacratísima Virgen caminó de Nazaret a Belén a cumplir este mandamiento, donde, acabado el tiempo de los nueve meses, parió su Unigénito Hijo, y, como dice el evangelista, lo envolvió en pobres pañales y acostó en un pesebre, porque no tenía otro lugar en aquel mesón. Esta es la suma de este soberano misterio.
Salid, pues, ahora, hijas de Sión, dice la Esposa en los Cantares, y mirad al rey Salomón con la corona que le coronó su Madre en el día de su desposorio y en el día de la alegría de su corazón.
¡Oh! almas religiosas y amadoras de Cristo, salid ahora de todos los cuidados y negocios del mundo, y, recogidos todos vuestros pensamientos y sentidos, poneos a contemplar al verdadero Salomón, pacificador de Cielos y Tierra, no con la corona que le coronó su Padre cuando lo engendró eternamente y le comunicó la gloria de su Divinidad, sino con la que le coronó su Madre cuando le parió temporalmente y le vistió de nuestra humanidad.
Venid a ver al Hijo de Dios, no en el seno del Padre, sino en los brazos de la Madre; no entre los coros de los ángeles, sino entre unos viles animales; no asentado a la diestra de la Majestad en las alturas, sino reclinado en un pesebre de bestias; no tronando ni relampagueando en el cielo, sino llorando y temblando de frío en un establo.
Venid a celebrar este día de su desposorio, donde sale ya del tálamo virginal desposado con la naturaleza humana con tan estrecho vínculo de matrimonio, que ni en vida ni en muerte se haya de desatar.
Este es el día de la alegría secreta de su corazón, cuando llorando exteriormente como niño, se alegraba interiormente por nuestro remedio como verdadero Redentor.
Mas para proceder en este misterio ordenadamente, considera primero los trabajos que la Sacratísima Virgen pasaría en este camino que hizo de Nazaret a Belén. Porque el camino era largo, los caminantes pobres y mal proveídos; la Virgen muy delicada y vecina al parto; el tiempo muy contrario para caminar, por los grandes vientos y bríos que hacía y por el mal aparejo de las posadas, a causa de ser tantos los huéspedes que de todas partes acudirían.
Camina, pues, tú en espíritu en esta santa romería, y con una pureza y simplicidad de niño y con humilde y devoto corazón sigue estos pasos piadosos y sirve en lo que pudieres a estos santos peregrinos, y mira cómo en todo este camino unas veces hablan de Dios, otras van hablando con Dios; unas veces orando, y otras dulcemente platicando; y así, trocando los ejercicios, vencían el trabajo del caminar.
Camina, pues, tú, hermano, con ellos, para que, siendo compañero del camino y del trabajo, lo seas después de la alegría y de la gloria del misterio.
Considera luego la extrema pobreza y humildad que el Rey del Cielo escogió en este mundo para su nacimiento: pobre casa, pobre cuna, pobre Madre, pobre ajuar, y aderezo tan pobre que la mayor parte de lo que allí sirvió no solo fue pobrísimo y bajísimo, sino también, como dice san Bernardo, prestado, y prestado de bestias. Tal fue la posada que escogió el Criador del mundo, y tales los regalos y deleites que tuvo aquel sagrado parto.
¡Oh! Señor Dios nuestro, dice Cipriano, ¡cuán admirable es vuestro nombre en toda la tierra! Verdaderamente vos sois Dios obrador de maravillas. Ya no me maravillo de la figura del mundo, ni de la firmeza de la tierra, estando cercada de un cielo tan movible; no de la sucesión de los días ni de la mudanza de los tiempos, en los cuales unas cosas se secan, otras reverdecen, unas mueren y otras viven; de nada de esto me maravillo, sino maravillóme de ver a Dios en el vientre de una doncella; maravillóme de ver al Todopoderoso en la cuna; maravillóme de ver cómo a la Palabra de Dios se pudo pegar carne, y cómo, siendo Dios sustancia espiritual, recibió vestidura corporal.
Maravillóme de tantas expensas y de tan largo proceso y de tan grandes espacios como se gastaron en esta obra. En más breve tiempo se pudiera concluir este negocio, y con una palabra de Cristo se pudiera redimir el mundo, pues con una se crió. Más bien parece cuánto más noble criatura es el hombre racional que este mundo corporal, pues tanto más se hizo para su remedio.
En los otros misterios todavía hallo salida; mas en este la grandeza del espanto roba todos mis sentidos, y como el profeta me hace exclamar[1]: «Señor, oí tus palabras, y temí; consideré tus obras, y quedé pasmado».
Con mucha razón por cierto os espantáis, profeta; porque ¿qué cosas más para espantar que la que aquí en tan pocas palabras nos refiere el evangelista diciendo: «Parió su Unigénito Hijo, y envolvióle en unos pobres pañales, y acostóle en un pesebre, porque no tenía otro lugar en aquel establo».
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