Miguel Ángel Martínez del Arco - Memoria del frío

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Hace mucho tiempo. Una mujer pasó diecinueve años en la cárcel. En el franquismo. Con otras muchas. Era mi madre. Mantuvo una relación con un hombre que pasó diecinueve años en otra cárcel. Con otros muchos. Era mi padre. Luego «salieron». Y regresaron. A otra cárcel. Con otros. Esta es su historia. No. Claro que no. Esto es solo una exploración. Un viaje. Tras las palabras de unas cartas.»Manolita del Arco fue la mujer que más años pasó en las cárceles del franquismo. Entró en ella después de un tiempo frenético en la clandestinidad, tratando de recomponer la oposición a la dictadura tras el final de la guerra civil. Hasta que llegó la inevitable delación. Luego, diecinueve años entre rejas, en los que, junto a sus compañeras, se negó a doblegarse ante la dictadura.Miguel Martínez del Arco recorre los pasos de su madre en esta vibrante novela. Un espléndido ejercicio de memoria democrática, que comienza con el golpe de Casado en marzo de 1939 y acaba bajo un estado de sitio en 1976, con un grupo de ancianas irreductibles celebrando la vida.

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Pero se cansa, le cuesta entender qué pasa. La idea de que este régimen no puede durar, que pronto va a acabar, que la guerra mundial la va a perder el fascismo. Aunque los partes de guerra de los aliados no son tan optimistas, los nazis no dejan de avanzar, y los italianos. Pero no lo puede imaginar. No puede imaginar todo reducido a cenizas, después de tantas llamas.

Mira a su alrededor en ese departamento de primera clase. Una mujer de unos treinta años está al frente en el extremo. Con los ojos entornados, ve cómo mueve los labios en silencio mientras maneja en la mano un rosario. Ausente, alejada, acunada por su propia salmodia. A su lado el que parece su marido, un hombretón rotundo, de traje, con chaleco, un maletín entre las piernas, el periódico que le oculta la expresión de fastidio. A su lado otra mujer, mayor, con un velito azul oscuro sobre la cabeza y que lleva dormitando un buen rato apoyando la cabeza en el hombro del que parece ser su hijo, peinado y repeinado, con una insignia del requeté en la solapa y que levantó el brazo arrobado cuando llegaron a Valladolid mirando al falangista.

El falangista. Frente a ella, que mira y no mira. La pistola al cinto. Por sus formas no parece uno de esos matones del régimen. Debería averiguar más de él, es ella la que debe preguntar y saber, eso quizá le dé pistas para salir de este tren ilesa. De ese departamento que explica por qué no puede huir, esa gente bien comida, bien vestida, a resguardo. Tan distinto del vagón de tercera que la trajo a Bilbao.

No puede escabullirse, no puede salir indemne. Vuelve de nuevo la mirada al libro de Alicia, las palabras son a menudo lo único a su disposición para afrontar la realidad, los sobresaltos de cada día. Por eso adora las palabras.

—Ya nos falta menos. Estoy deseando llegar. A ver si en Madrid hace bueno. ¿Va usted por mucho tiempo? —pregunta al falangista.

—Yo viví un tiempo en Madrid, hasta junio del 36. Estudiaba allí, pero justo cuando el alzamiento yo estaba en mi casa, en Pamplona. Afortunadamente. Pero vuelvo de vez en cuando para algunos trámites.

—Ah, entonces usted no es guipuzcoano. Es navarro.

—Sí, navarro, pero ahora vivo en San Sebastián, ya le dije. El deber me ha llamado ahí.

—¿A qué se dedica en San Sebastián?

—Uhmm, a Abastos y a Aduanas. Estoy en la Comisaría Central de Abastos y me ocupo sobre todo de los pasos aduaneros. Para servirla.

—Tendrá usted mucho trabajo, tan cerca como estamos de la frontera.

—Pues sí, y también por los puertos.

—¿Los puertos?

—Sí, me ocupo de las entradas y salidas de los puertos, sobre todo de Pasajes, y también de Bilbao.

Manoli se estremece.

—¿De Bilbao también? Pero está lejos…

—Sí, pero tengo que ir una vez a la semana, a Bilbao llegan grandes mercantes de América, y ahora con la guerra europea tenemos que estar muy vigilantes.

—¿Por qué?

—Porque puede haber mercancías de contrabando, o para actividades sediciosas, y tenemos que estar muy alerta.

—¿Actividades sediciosas?

—El enemigo no descansa, el enemigo nos odia porque hemos sido los primeros defensores de la civilización cristiana, de la nuestra. Ahora afortunadamente nos siguen nuestros amigos en Europa y vamos a ganar en todas partes, pero no podemos bajar la guardia, hay que estar muy atentos. Hay muchos marinos extranjeros de ideas liberales, o masones, o aun peor, y nuestra labor es saber qué ocurre en las aduanas».

A medida que hablaba, el falangista ha subido el tono, ha afinado alto y su voz suave se ha vuelto enfática, como en un púlpito, buscando la atención de todo el departamento. Y lo ha conseguido, hasta la joven del rosario se ha vuelto hacia él. Erguido hacia delante, mientras la sigue mirando intensamente, se sabe observado por todos. Sonríe, y se lleva la mano a la cartuchera en el lado derecho de su cinto, y luego al bordado de la camisa, al yugo y las flechas.

Satisfecho, baja de nuevo el tono, dirigiéndose solo a ella en tono suave:

—Pero no me he presentado. Soy Javier Salazar. Encantado, señorita…

—El gusto es mío. Yo soy Dolores García.

Cuando pronuncia el nombre y recuerda su cédula falsa en el bolso, se siente sin embargo segura. Es un parapeto. Es la impostura que la hace libre. Vuelve de nuevo la mirada al libro, y fija su atención en la ilustración de Alicia con el gato. ¿Podrías decirme, por favor, qué camino he de tomar para salir de aquí? Depende mucho del punto adonde quieras ir —contestó el Gato —. Me da casi igual dónde —dijo Alicia —. Entonces no importa qué camino sigas, dijo el Gato .

Alicia, Alicia. Se llama como su madre. Ve la cara de su madre mientras mira la ilustración, el camino que la llevó hasta ella. Que la salvó. ¿Qué milagro nos salvará esta vez? ¿Quién me va a salvar? Y recuerda su llegada, su primer encuentro con la madre desconocida.

Su primer encuentro con la madre. El edificio de la calle Colón de Larreátegui. Una buena casa de Bilbao. Sube las escaleras hasta el cuarto, el último piso. Unas escaleras arregladas, ostentosas, hasta el tramo final, el tramo de los sirvientes. Allí son oscuras, con olor a humedad, le mantienen los ojos entornados y las manos alerta. Cuando llega frente a la puerta, en el descansillo, se para, deja la pequeña maleta en el suelo y mira. Se mira. Se mira y se pregunta. Qué hace aquí, frente a esa puerta. Está huyendo. No está huyendo, está escondiéndose. No se está escondiendo, está buscando. Está apaciguándose. Esto durará poco, no es más que un mal sueño, un sueño tenso pero breve. La vida regresará. Entonces golpea la madera con los nudillos.

La puerta se abre. Aparece una cara de ojos grandes y rasgos suaves. Una mujer mayor, ajada más que mayor. Con el pelo oscuro corto peinado hacia atrás. Sin expresión. Esta mujer no debe ser su madre, nada de ella le resulta familiar. La mujer pregunta qué quiere y ella duda al contestar. Al fin dice: «Buenos días. Perdone que la moleste. Estoy buscando a Alicia del Arco». «Buenos días. Pues con ella habla…». «Vengo de Madrid». «Ah, pase usted, me traerá alguna noticia de mi familia y de mi hija. Pase, pase, vamos hacia la cocina, estoy cocinando».

La cocina es pequeña, muy pequeña, y huele a repollo, a verdura, a carbón. Parada a un lado, mira el fogón y mira a la mujer. ¿Cómo empezar? Mira sus pies y mira los pies de esa señora, observa sus botines negros con algo de tacón y las zapatillas oscuras de ella, bajas, ajadas. Observa el tamaño, le parecen unos pies pequeños; ella siempre ha tenido los pies grandes, buscar zapatos no le ha sido fácil. Pero es que ella es más alta.

—Vengo de Madrid.

—Sí, ya me dijo. ¿Cómo están las cosas por allí? ¿Viene usted de parte de mi familia? ¿De la tía Anselma, de Ángeles? Nadie me ha avisado. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Yo… Sí, todos están bien. Todos le mandan saludos. La situación ahora es difícil allí, se podrá usted imaginar. La guerra… la guerra se ha acabado y…

—Pero ¿están bien? ¿Usted los ha visto?

—Le traigo una nota de Angelines, espere que la busque…

—Léamela usted, yo apenas sé hacer mi nombre, nunca aprendí. ¿Y usted cómo se llama?

—Yo… Yo, yo me llamo… —se detiene pensando que parece una mala escena de novelita, de las que le gustaban a su tío, una escena tonta, y no sabe seguir.

—¿Sí…? —dice Alicia vuelta hacia ella.

—Bueno, es que yo soy su hija Manolita. Soy yo su hija.

¿Había esperado la voz de la sangre? ¿Se imaginaba una escena llena de emoción y de lágrimas? ¿Creía que iba a reconocer sus ojos en los ojos de la desconocida, sus manos en sus manos, que se derrumbarían diecinueve años de ausencia simplemente al mirarse? ¿Que desaparecerían los miedos, las culpas, los reproches, las dudas?

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