Donald Macleod - La persona de Cristo

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A lo largo de la historia de la Iglesia, la doctrina de la Persona de Cristo ha sido una pieza angular de la reflexión teológica. En La Persona de Cristo, Donald MacLeod vuelve a articular esta doctrina multifacética. Comienza con el Nuevo Testamento y con los esfuerzos modernos para comprender su cristología. Luego, el autor centra su atención en la historia de la teología cristiana, analizando los temas principales, que van desde el arrianismo del siglo IV hasta la cristología quenótica, y la cuestión de la unicidad de Cristo en el siglo XX.
La Persona de Cristo es una vía de acceso valiosa al amplio panorama de cuestiones que han conformado las confesiones ortodoxas de Cristo a lo largo de los siglos. El camino de la revelación de la tradición cristiana está bien señalizado, detectando cuidadosamente los peligros antiguos y modernos.

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En Mateo 8:20 (paralelo a Lc. 9:58) hallamos una consciencia parecida de la incongruencia de su condición terrenal, humilde: «Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza». Una vez más, lo notable es que Él de entre todos los hombres, carezca de hogar:

Mas tu lecho fue el cieno, oh Tú Hijo de Dios, en los desiertos de Galilea. 36

Habiendo dicho esto, encontramos una dificultad para relacionar a Cristo, en su primera venida, con la visión que tuvo Daniel del Hijo del Hombre: que no hay «venida en las nubes». Todas las alusiones en los Evangelios relacionan éstas a la segunda venida (por ejemplo, Mr. 13:26; 14:62).

Podemos decir dos cosas como respuesta a esto:

Primero, que la natividad y el ministerio temprano no carecieron del todo de esplendor divino. La natividad se encuadra en el contexto de la misión del Precursor, la visita de los magos (Mt. 2:1 y ss.) y la aparición de la multitud angélica (Lc. 2:8-13). El propio ministerio recibe una reiterada acreditación divina por medio de los milagros y la Voz del cielo (Mr. 1:11; 9:7). Incluso sobre el fundamento de los relatos sinópticos, el comentario de Juan estaría más que justificado: «y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre» (Jn. 1:14).

Segundo, es peligroso insertar en la profecía de Daniel la distinción entre la primera y la segunda venida de Cristo. Para el Antiguo Testamento, la parousia es un todo indivisible. La distinción sólo se formula en el Nuevo Testamento, e incluso entonces sólo gradualmente. Geerhardus Vos expresa muy bien las implicaciones que tiene esto para nuestro estudio actual:

Si en manos de nuestro Señor la venida mesiánica se resuelve en dos plazos, una primera y una segunda aparición, entonces la firma general del suceso indiviso, como la naturaleza sobrenatural del carácter teofónico y la procedencia celestial de la venida, se pueden aplicar indiscriminadamente a cualquier estadio, lo cual no supone negar, por supuesto, que las características que destacó Daniel puedan encontrar un cumplimiento más realista en la segunda fase que en la primera. 37

En su primera venida, no menos que en la segunda, Jesús es el Hijo del Hombre y, como tal, es un ser celestial preexistente.

Partiendo de los Evangelios sinópticos hallamos una cuarta consideración: los postulados claros de la parábola de los arrendatarios (registrada en los tres: Mt. 21:33-46; Mr. 12:1-11; Lc. 20:9-19). Todo lo que hay en esta parábola conspira para enfatizar la grandeza del Mesías rechazado: es el último enviado, el hijo, no un siervo, el hijo amado, el unigénito, y el heredero. Debido a esta grandeza, las consecuencias de rechazarle y matarle son trascendentales. Cuando Jesús preguntó: «Cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará a esos labradores?», los judíos dijeron: «Llevará a esos miserables a un fin lamentable, y arrendará la viña a otros labradores que le paguen los frutos a su tiempo» (Mt. 21:40-41). Tal y como señala Vos: 38

Esta respuesta asumía que no podía producirse nada más radical que un cambio de administración; que Caifás y sus compañeros, miembros del Sanedrín, serían destruidos, y otros gobernantes les sustituirían, después de lo cual la teocracia podría funcionar como antes. Jesús corrige esta hipótesis tan simplista; para Él, esta respuesta era totalmente inadecuada. Ellos no habían apreciado la plena gravedad del rechazo del Hijo de Dios: la abrogación completa de la teocracia, y la edificación desde los cimientos de una nueva estructura en la cual el Hijo, así rechazado, recibiría una justificación plena y el honor supremo: «Por eso os digo que el reino de Dios os será quitado y será dado a una nación que produzca sus frutos». (Mt. 21:43)

La grandeza que está en juego aquí (la que subyace en la gravedad de rechazarle) no es solamente la de la condición mesiánica de Jesús. La propia condición mesiánica descansa sobre algo más profundo: la condición de hijo. Él es Hijo antes de ser enviado, y es enviado porque es Hijo: «Tendrán respeto a mi hijo» (Mt. 21:37). Las ideas de la preexistencia y la filiación forman parte de la esencia del relato.

El significado de la preexistencia

Por consiguiente, la doctrina de la preexistencia parece bastante segura sobre sus fundamentos exegéticos. Pero ¿qué significa? Muchos eruditos la han sometido a una reinterpretación radical y reduccionista. Entre ellos, el principal ha sido John A. T. Robinson. 39Éste parte de la afirmación poco prometedora de que la preexistencia, como la mesianidad o «la humanidad impersonal», es un concepto que en la época moderna es posible que no signifique nada. Sin embargo, habiendo dicho esto parece que no está seguro de qué hacer con el concepto, porque procede a ofrecer nada menos que tres interpretaciones de la preexistencia.

Primero, dice que la doctrina de la preexistencia representa simplemente una actualización de la idea de la preordenación. 40Cristo preexistió en el sentido de que su ministerio formó parte de la voluntad deliberada y del plan de Dios. Robinson ni explica ni defiende esto. No obstante, seguro que es evidente que no puede existir tensión alguna entre la preordenación y la preexistencia. Establecer una no supone rechazar la otra. De hecho, las dos doctrinas se encuentran en ocasiones muy relacionadas en el Nuevo Testamento. En 1 Pedro 1:20, por ejemplo, leemos que Cristo fue destinado antes de la fundación del mundo, pero que fue revelado al final de las eras (mi traducción). La conclusión más segura respecto a este versículo es que ni afirma ni niega la preexistencia de Cristo. Por lo que respecta a su relación con la preordenación, es evidente que a lo largo del Nuevo Testamento lo que se preordena no es la existencia de Cristo sino su manifestación (1 P. 1:20), su soberanía cósmica (Ef. 1:9-10) y especialmente sus sufrimientos (Mr. 8:31; Jn. 17:1; Hch. 2:22 y ss.).

Segundo, Robinson ofrece lo que sólo puede llamarse una definición biológica de la preexistencia. Él sostiene que el único tipo de preexistencia de la que podemos estar seguros, es que «Jesús debió estar vinculado por medio de su tejido biológico con el origen de la vida en este planeta, y por detrás de él con todo el proceso inorgánico que se remonta hasta el polvo de estrellas y el átomo de hidrógeno; siendo parte del “manto sin costuras de la naturaleza” tanto como cualquier otro ser vivo». 41Por lo que respecta a lo que afirma este comentario, es perfectamente aceptable. Como indica el propio Robinson, el Nuevo Testamento nos lo dice explícitamente, sobre todo en la genealogía de Lucas, que traza la descendencia física del Señor hasta Adán. Robinson no dice más que C. S. Lewis: «Tras cada espermatozoo subyace toda la historia del universo: encerrada en su interior se haya buena parte del futuro del mundo». 42Lo que genera un problema es lo que Robinson niega. ¿Es ésta realmente la única clase de preexistencia? Como él mismo admite, su lenguaje no dice nada de la preexistencia del individuo como tal. Sus sentimientos se corresponden, en el otro extremo de la escala cronológica, con las palabras de Shakespeare sobre la post-existencia de Julio César:

César imperial, muerto ya y vuelto a la arcilla, Podrá muy bien tapar un agujero para que no entre el viento. 43

¿Podríamos reducir la doctrina neotestamentaria de la resurrección a esto? Tampoco podemos reducir la doctrina de la preexistencia de Cristo a la idea de que Él estaba presente en el polvo de estrellas. Cuando tuvo gloria con el Padre antes de que el mundo fuese, ¿lo hizo como un átomo de hidrógeno (Jn. 17:5)?

El tercer enfoque 44es más sofisticado. Robinson comienza señalando que, para nosotros, existe una tensión insoluble entre la preexistencia y la humanidad de Cristo. ¿Por qué? Debido a nuestras presuposiciones, en especial nuestra idea de que lo que preexistió fue una persona. Los escritores del Nuevo Testamento, según Robinson, no sentían semejante tensión, porque no compartían nuestras presuposiciones. Según ellos, lo que se encarnó no fue una persona, sino una vida, poder o actividad que adoptó un cuerpo y una expresión en un ser humano individual. Cristo fue la encarnación de la agencia divina, la presencia y la gloria divinas. Pero no fue la encarnación de una persona divina.

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