Donald Macleod - La persona de Cristo

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A lo largo de la historia de la Iglesia, la doctrina de la Persona de Cristo ha sido una pieza angular de la reflexión teológica. En La Persona de Cristo, Donald MacLeod vuelve a articular esta doctrina multifacética. Comienza con el Nuevo Testamento y con los esfuerzos modernos para comprender su cristología. Luego, el autor centra su atención en la historia de la teología cristiana, analizando los temas principales, que van desde el arrianismo del siglo IV hasta la cristología quenótica, y la cuestión de la unicidad de Cristo en el siglo XX.
La Persona de Cristo es una vía de acceso valiosa al amplio panorama de cuestiones que han conformado las confesiones ortodoxas de Cristo a lo largo de los siglos. El camino de la revelación de la tradición cristiana está bien señalizado, detectando cuidadosamente los peligros antiguos y modernos.

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En realidad, pocas dudas pueden caber sobre que el Evangelio de Juan enseña la preexistencia de Cristo y retrotrae esa doctrina hasta la propia consciencia de sí que tenía Jesús. Pero ¿cuán creíble es el testimonio de Juan? Dunn pregunta: «¿Podemos asumir que la intención de Juan fue la de ofrecer esas expresiones diversas como palabras del propio Jesús?» 4. Dunn se muestra escéptico: la cristología clásica de H. P. Liddon 5dependía del cuarto Evangelio «hasta un punto crítico», pero la obra de Strauss y Baur imposibilitó esa dependencia (excepto para unos pocos conservadores ignaros). Según Dun, debido a su carácter patentemente teológico, el cuarto Evangelio es sospechoso si pretende ser una fuente histórica clara: «Sería casi irresponsable usar el testimonio juanino sobre la naturaleza de Jesús como Hijo en un intento de revelar la opinión que tenía Jesús de sí mismo». 6

Por supuesto, según los estándares modernos, la postura de Dunn no tiene nada de raro. Es la ortodoxia actual. Pero no debemos ignorar sus consecuencias. El cuarto Evangelio es canónico, y fue aceptado como tal desde el principio. Además, la iglesia primitiva jamás puso en tela de juicio su autoridad, aunque, como señaló J. B. Lightfoot, complicó la vida tanto a ortodoxos como herejes por un igual, «porque el lenguaje de este Evangelio tiene una incidencia muy íntima sobre incontables controversias teológicas que surgieron en los siglos primero, segundo y tercero de la era cristiana: y, por consiguiente, el interés directo de una u otra parte era negar la autoridad apostólica, si tenía fundamentos para hacerlo». 7El propio Dunn es un buen ejemplo del principio de Lightfoot. Tiene un interés teológico y académico para negar la validez (o al menos la naturaleza primitiva) de la doctrina de la preexistencia. El Evangelio de Juan es un obstáculo en su camino, y debe librarse de sus evidencias. Por lo tanto, Dunn osa hacer lo que nadie se atrevió a hacer en la iglesia primitiva. No niega explícitamente la canonicidad de Juan, pero la negativa implícita es enfática: fiarse de Juan es irresponsable. Debemos sin duda preguntarnos: si es irresponsable que un teólogo cristiano se fíe del testimonio inequívoco de un libro canónico indisputable, ¿qué criterio le queda?

Pero ni siquiera éste es el verdadero alcance del problema. No cabe duda de que el cuarto Evangelio ejerció una tremenda influencia sobre la cristología posterior. El vínculo entre él y Nicea y Calcedonia es muy directo. Tampoco es sólo cuestión de dogma. El Evangelio de Juan tuvo la misma influencia sobre la vida y la devoción cristianas. En este Evangelio el discipulado encontró las máximas afirmaciones sobre el amor divino. Dunn es consciente de esto: «En un sentido real, la historia de la controversia teológica es la historia del intento por parte de la iglesia de asimilar la cristología de Juan». 8Sin embargo, Dunn también afirma que «las afirmaciones juaninas de mayor peso son un desarrollo que parte de la tradición anterior, como mucho tangenciales a ella». 9Si como mucho son tangenciales, ¿qué serán como poco? ¿Quiere decir que, durante los dos últimos milenios, la iglesia, al intentar asimilar la cristología juanina, se ha ido por la tangente? ¿Está diciendo que debemos enrollar la alfombra teológica hasta llegar a Calcedonia, pasar por encima del Evangelio de Juan hasta llegar a la cristología de María Magdalena y empezar de cero?

A menudo tenemos la impresión de que el clásico de Liddon, The Divinity of our Lord (La divinidad de nuestro Señor), nació fuera de tiempo y quedó obsoleto de inmediato por el auge de la erudición crítica moderna; igual que el canal de Calcedonia quedó anticuado por la llegada de los grandes navíos de vapor. Ciertamente, Liddon habla con una «certidumbre majestuosa». 10Pero esto no se debe a que ignorase las cuestiones o porque vivió antes del auge de la crítica. Pronunció sus Sermones Bampton en 1866, treinta y un años después de la Life of Jesus («Vida de Jesús») de Strauss (1835, 1846), y diecinueve años después del Kritishe Untersuchungen Uber Die Kanonische Evangelien (Tubingen, 1847). Liddon era plenamente consciente de la postura que adoptaron esos eruditos sobre el cuarto Evangelio, y observó perspicazmente que el Evangelio de san Juan se había convertido en el campo de batalla del Nuevo Testamento. 11También observó que:

Lo que está en juego cuando se desafía la autenticidad del Evangelio de san Juan no es cuestión de una mera crítica diletante. El meollo de esta investigación trascendental se encuentra muy cerca de la esencial del credo de la cristiandad [...] Y es que el Evangelio de Juan es la afirmación escrita más manifiesta de la Deidad de Aquel cuyas pretensiones sobre la humanidad no pueden analizarse sin pasión, ya sea la del amor que adora o la de la enemistad vehemente y decidida. 12

Lo cual, traducido, quiere decir: el hecho de que «los poderes elementales del universo» (Gá. 4:9, mi traducción) conocen perfectamente la importancia estratégica del cuarto Evangelio es el único motivo por el que han concentrado sobre él sus ataques.

Dentro de los límites del programa de sus sermones, Liddon se enfrentó completamente a Strauss y a Baur en su propio terreno. Cinco años después, el máximo erudito británico del Nuevo Testamento, J. B. Lightfoot, pronunció una conferencia magistral sobre Internal Evidence for the Authenticity and Genuineness of St. John’s Gospel (Evidencias internas de la autenticidad del Evangelio de san Juan). 13El valor permanente que tiene la contribución de Lightfoot es que demuestra, incluso exageradamente, que Juan no era un «teólogo despegado del suelo». Su Evangelio abunda en detalles históricos, biográficos, geográficos y topográficos. Lightfoot concluye: «El evangelista no va flotando por las nubes de la especulación teológica. Aunque con su vista penetra en los misterios de lo invisible, sus pies están firmes sobre el terreno sólido de los hechos externos». 14Este punto de vista ha suscitado un apoyo creciente, representado por el estudio de C. H. Dodd, Historical Tradition in the Fourth Gospel («La tradición histórica en el cuarto Evangelio», 15los Sermones Bampton de J. A. T. Robinson, publicados póstumamente, 16y, en menor escala, el ensayo de Robinson His Witness is Trae: A Test of the Johannine Claim («Su testimonio es verdadero: una prueba de la afirmación juanina»). 17

Está claro que a Juan le interesaban los hechos, pensaba sin duda que eran importantes y es evidente que quiso relatarlos. A priori, deberíamos esperar que su actitud se tradujese en su plasmación de las palabras de Cristo. Un hombre que desea ofrecer la situación exacta de Getsemaní, la identidad precisa de quien arrestó a Jesús, el tiempo específico que duró la construcción del templo y el instante concreto de la crucifixión no va a inventarse palabras que poner en la boca de Aquel a quien considera la Verdad.

Por supuesto, Dunn no ignora las tendencias más conservadoras de la erudición bíblica. Se muestra abierto a la idea de que el cuarto Evangelio fue escrito antes del año 70 d. C., y es muy consciente de «la renovación del interés por el cuarto Evangelio como fuente histórica para el ministerio de Jesús». 18Pero aún no está preparado para admitir que lo que encontramos en Juan sea una tradición auténtica, o al menos unas reflexiones auténticas sobre la opinión que Jesús tenía de sí mismo. Hay dos motivos para su postura. Primero, según él dice, existe una gran diferencia de estilo entre las enseñanzas en los sinópticos y los discursos registrados por Juan. Pero esta diferencia, ¿de verdad es sorprendente? Mateo y Lucas usaron deliberadamente las obras de sus predecesores, lo cual dejaba poco espacio para el ejercicio de su originalidad. Sin embargo, Juan opta deliberadamente por cubrir un terreno distinto, centrándose en el ministerio en Jerusalén y en los discursos de Jesús, en lugar de en los sucesos externos de ese ministerio. Los discursos, por sí solos, tuvieron un público diferente (los rabinos jerosolimitanos y el círculo íntimo de discípulos) que aquel que fue testigo del ministerio en Galilea; y fueron transmitidos en arameo, que Juan tuvo sin duda que traducir (sin la ayuda de predecesores). Sobre todo, Juan tuvo que comprimirlos y condensarlos, y lo hizo de acuerdo con su propia intención y sus circunstancias, frente al trasfondo de su propia predicación, y dentro de las limitaciones de su personalidad. El resumen podría ser tanto suyo como el resumen que hace Mateo del Sermón del Monte o el que hace Marcos de la «pequeña apocalipsis» (Mr. 13:5-37). Pero esto no es lo mismo que decir que pudieran ponerse en los labios del Señor ideas nuevas como la preexistencia y la afirmación de ser Dios. Estas ideas no representarían una evolución del pensamiento de Jesús, ni serían meramente tangenciales a éste, como sugiere Dunn. Lo revolucionarían, y harían de Juan un falso testigo. Por supuesto, en lo abstracto, los eruditos pueden llegar precisamente a esta conclusión. Pero la iglesia cristiana no puede hacerlo, al menos si quiere retener dentro de su canon el Evangelio de Juan.

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