Donald Macleod - La persona de Cristo

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A lo largo de la historia de la Iglesia, la doctrina de la Persona de Cristo ha sido una pieza angular de la reflexión teológica. En La Persona de Cristo, Donald MacLeod vuelve a articular esta doctrina multifacética. Comienza con el Nuevo Testamento y con los esfuerzos modernos para comprender su cristología. Luego, el autor centra su atención en la historia de la teología cristiana, analizando los temas principales, que van desde el arrianismo del siglo IV hasta la cristología quenótica, y la cuestión de la unicidad de Cristo en el siglo XX.
La Persona de Cristo es una vía de acceso valiosa al amplio panorama de cuestiones que han conformado las confesiones ortodoxas de Cristo a lo largo de los siglos. El camino de la revelación de la tradición cristiana está bien señalizado, detectando cuidadosamente los peligros antiguos y modernos.

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Dunn sostiene, en segundo lugar, que existe una falta total de paralelos reales en la tradición temprana para la insistencia de Juan en una naturaleza filial divina y preexistente. En otras palabras, que la doctrina de la preexistencia no aparece en las epístolas paulinas, en Pedro o en Santiago, en los Evangelios sinópticos o ni siquiera en la epístola a los Hebreos.

Debemos tener claras las consecuencias de la postura de Dunn. Un inventario rápido de textos que, tradicionalmente, se usan para enseñar la doctrina de la preexistencia incluyen los siguientes: Mateo 18:11; 20:28; Marcos 1:1-3; 12:1 y ss.; Romanos 8:3; 1 Corintios 10:4; 2 Corintios 8:8; Gálatas 4:4; Filipenses 2:6; Colosenses 1:15-17; 1 Timoteo 1:15; 3:16; 2 Timoteo 1:10; Hebreos 1:1-14; 7:3 y 1 Pedro 1:20. Esta batería resulta impresionante y sugiere a las claras que la fortaleza de la doctrina no radica meramente en pasajes individuales, sino en la fuerza cumulativa de la evidencia. El enfoque de Dunn sobre estos pasajes resulta muy problemático. De entrada, ataca a cada uno de ellos separado de los demás. Lo que es aún más grave es que parece aplicar una hermenéutica insostenible. Sin centrarse en el significado natural sino en el necesario, pregunta: «Esas palabras, ¿podrían significar otra cosa?» y, en cada uno de los casos, responde «¡Sí!». Los peligros de este paradigma se evidencian de inmediato al contemplar la fraseología con la que Dunn manifiesta sus conclusiones: «no puede ser sino que [...]»; «es posible que Pedro quiera decir [...]»; «phanerousthai puede usarse en este caso con el sentido de [...]»; «quizá la idea es sencillamente que [...]». 19Antes (p. 47) tenemos afirmaciones como: «Marcos dejó su versión abierta a interpretaciones».

Si aplicásemos estos cánones de interpretación a las afirmaciones cotidianas, pronto nos veríamos sumidos en el absurdo. Por ejemplo, tomemos la frase «Escocia derrotó a Gran Bretaña en Hampden». Su significado natural (para nosotros) es que el equipo de fútbol de Escocia obtuvo una victoria contra Gran Bretaña en el Hampden Park, Glasgow. Pero éste no es su significado necesario. Puede significar otra cosa. Queda «abierto a otras interpretaciones», sobre todo si aislamos cada palabra e interpretamos atomísticamente el pasaje. Escocia puede referirse al ejército escocés, al equipo de hockey de Escocia o bien al equipo femenino de bolos. Derrotar puede significar «vencer con las armas». Y Hampden puede ser un error tipográfico por Hampton, lo cual a su vez puede ser la abreviatura de Hampton Court, Southampton o Northampton. Por consiguiente, podríamos concluir que la afirmación originaria «puede muy bien significar» que el equipo femenino escocés de bolos derrotó, usando las armas, al equipo de hockey británico en Northampton.

La única manera de evitar semejantes absurdos (sobre todo al interpretar documentos de los que nos separan unas enormes barreras lingüísticas, culturales e históricas) es insistir en que las palabras deben tener su significado natural, no el necesario, y que las frases y los párrafos deben interpretarse holística, no atomísticamente. El espectáculo de un erudito cristiano que forja su propia postura al señalar diminutas ambigüedades verbales en cada uno de los dieciséis argumentos que han dado forma a la fe y a la adoración de la iglesia durante dos mil años no resulta ni convincente ni edificante. Otro problema es el uso que hace Dunn del concepto «el contexto de significado del siglo I». Aquí su argumento sostiene que en el mundo conceptual del siglo primero, designaciones como Hijo de Dios, Hijo del Hombre y Espíritu de Dios nunca indicaron un redentor personal y preexistente y, por tanto, no pueden tener ese significado cuando se aplican a Cristo. Existe un caso típico de este tipo de lógica en el comentario que hace Dunn de Gálatas 4:4. 20«Aquí Pablo no tiene intención de argumentar una postura o afirmación cristológica particular, ya sea sobre la encarnación o no». ¿Por qué? Porque existen pocos precedentes para esta idea de la encarnación. En realidad, «dentro del contexto de significado del siglo I» existe una sorprendente ausencia de la idea de un Hijo de Dios, o un individuo divino, que desciende del cielo a la Tierra para redimir a la humanidad. En consecuencia, si Pablo hubiera pretendido enseñar una doctrina de la encarnación, éste hubiera sido un concepto totalmente nuevo, que para un judío (a) hubiera sido imposible y (b) ininteligible para sus lectores.

Pero ¿podemos tomarnos en serio la sugerencia de que la cristología no puede escapar de su contexto de significado del siglo I, que no debe contener nada radical ni extraño para los oídos de sus destinatarios, que el Hijo de Dios en los sinópticos no puede significar más de lo que significa en IV Esdras, que Espíritu no puede trascender su significado en Filón y Josefo? Sin duda, esto es una tontería. Todos los títulos divinos se transforman al aplicarlos a Cristo. Además, por su propia naturaleza, el evangelio es un misterio. No es algo que ya esté presente en la cultura y el entorno de los oyentes, sino algo nuevo y sorprendente: una buena noticia que casi desafía la creencia. Es el mismo Pablo el que exclama:

Cosas que ojo no vio, ni oído oyó,

ni han entrado al corazón del hombre,

son las cosas que Dios ha preparado

para los que le aman. (1 Co. 2:9)

Y ciertamente, además, el motivo de que los judíos crucificasen a Cristo, los atenienses se burlaran del evangelio y el Imperio persiguiera a la iglesia fue que el cristianismo trascendiese de una manera tan manifiesta su contexto de significado propio del siglo I.

La preexistencia en Hebreos

Si nos concentramos con mayor detalle en la tradición anterior a Juan, el mejor punto de partida es la enseñanza de la epístola de los Hebreos, sobre todo Hebreos 1:1 y ss. y Hebreos 7:3, complementados por Hebreos 2:9 y 10:5. Tanto si la doctrina de la preexistencia de Cristo es cierta como si no, es muy difícil creer que no se enseñe en estos pasajes. Cristo es un Hijo (sin el artículo definido, He. 1:2, no en el mismo sentido que los profetas, sino en uno que le coloca en una categoría propia. Además, es Aquel por medio del cual Dios hizo el mundo, no en este caso ton cosmos sino tous aiōnas (y, por lo tanto, fue anterior a él); y en Hebreos 1:3, los participios de presente ōn («siendo») y pherōn («sosteniendo») sugieren poderosamente la continuidad inacabable, por no decir la naturaleza eterna, de la existencia y la actividad del Hijo.

Volviendo a Hebreos 2:9, lo interesante es la manera en que dice (literalmente) que Cristo «fue hecho menor que» los ángeles. Está claro que aquel no fue su estatus natural u originario. En Hebreos 7:3 quien se tiene en mente no es Cristo, sino Melquisedec. Sin embargo, se nos dice que Melquisedec (literalmente) «fue hecho como» (aphōmoiōmenos) el Hijo de Dios. El Melquisedec histórico antecede al Jesús histórico por muchos siglos; sin embargo, Cristo es el modelo de Melquisedec, no al revés. Este «ser hecho como» debe incluir «sin principio de días», tanto como lo hace su «vive para siempre» (pantote zōn, He. 7:25).

Dunn admite la fuerza de estos pasajes, concediendo que «Hebreos describe a Cristo como Hijo de Dios con un lenguaje que parece denotar preexistencia más que cualquier otro texto que hayamos visto hasta ahora», 21pero tiene una explicación preparada. Este lenguaje sobre una aparente preexistencia tiene que encuadrarse en el contexto de la deuda que tenía su escritor con el idealismo platónico, e interpretarse con una referencia cruzada al modo en que Filón trata al Logos: «Lo que es posible que debamos aceptar (sic) es que el autor de Hebreos, en última instancia, tiene en mente una preexistencia ideal, la existencia de una idea en la mente de Dios, su intención divina para los últimos tiempos». 22Sin duda, esto es muy improbable. Tenemos escasa evidencia de que el escritor a los Hebreos tuviera ningún contacto con el platonismo, y ninguna en absoluto de una deuda con éste. Los paralelos verbales no son una prueba de dependencia literaria, y mucho menos de identidad ideológica. Además, ¿qué sentido tendría sustituir «una idea en la mente de Dios» por el Hijo en Hebreos 1 y 2? ¿Es que Dios en esos últimos días nos habla por medio de una idea en su propia mente? Como señala G. W. H. Lampe, en Hebreos y Juan el Logos/ Sabiduría preexistente, aunque no se nos dice explícitamente que es una persona, se identifica con la figura personal del Jesús histórico, cuya personalidad se proyecta retrospectivamente sobre el Logos/Sabiduría hipostatizado. 23Lampe seguramente pretende que esto sea una crítica, pero la percepción es lo bastante precisa. El Hijo de Dios preexistente en Hebreos 1:1 es la misma persona que clamó a Dios con su llanto (He. 5:7); y en su estado preexistente es tan personal como el Dios con quien se le compara, y con los profetas con quienes se le contrasta.

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