En los tres modelos señalados se defiende ideológicamente esta idea: en todos ellos, el demos, es decir, la categoría pueblo, se usa explícita o implícitamente para reivindicar, en primer lugar, la soberanía fundamental y, en segundo término, la legitimidad del origen del poder y del orden político materializado en el Estado.
Así, el liberalismo reivindica al pueblo entendido como el conjunto de la sociedad6, pero frente a ello el comunismo cuestionará que toda lucha y reivindicación es de una clase social oprimida frente a otra que la oprime: así como los burgueses hicieron su revolución se precisa la del proletariado7; entre tanto, el totalitarismo reivindica al pueblo como sustancia de la nación con supremacía racial8, lo que en la práctica hará que la soberanía del pueblo se condense en el líder (Arendt, 1998).
Ahora bien: históricamente la disputa entre estos tres modelos de Estado pareció resolverse, primero en la Segunda Guerra Mundial, cuando se derrotó al modelo totalitario; por otra parte, se presumió derrotado el comunismo como ideología en virtud de la caída de la URSS y por el hecho de que el Estado chino asumió políticas económicas neoliberales. (Harvey, 2007). La coyuntura actual no descarta que el modelo chino consiga la hegemonía global desplazando a Estados Unidos; sin embargo, el debate ideológico se concentra precisamente en si las instituciones políticas defienden las libertades (en el sentido moderno del término) como principios inamovibles; esto pone en evidencia que el liberalismo y el Estado liberal siguen siendo referentes por excelencia..
Entendiendo el Estado como la materialización de una serie de ideas y prácticas, puede decirse que, en relación con la materialización del Estado liberal, se presentan profundas tensiones; por ejemplo, los Estados monárquico-parlamentarios expresan las articulaciones entre los sectores burgueses modernos y los sectores de las noblezas tradicionales aunque se basen en concepciones liberales que cuestionan precisamente los privilegios nobiliarios, a condición de que se evitase el absolutismo (Lario, 2005; Ortí, 1989).
Además, en el siglo XVIII, el liberalismo no era la única teoría pujando por un lugar en el campo de la filosofía política9, pero fue la que consiguió más fácilmente materializarse en la práctica, porque no solo constituía un asidero ideológico en el campo político, sino también en el económico; esto permitió que el liberalismo se consolidara como fundamento político del capitalismo lo cual incide en la concepción de la democracia. En efecto, mientras otras teorías como la del republicanismo cívico hacían énfasis en la participación del pueblo soberano, entendido como una comunidad de sujetos en la construcción de lo político (Mouffe, 1999), el liberalismo hizo énfasis en la libertad como valor primigenio de cada uno de los individuos en tanto que cada uno de ellos es el átomo del cual se compone el pueblo soberano; se deduce entonces que para el liberalismo, el pueblo es concebido como una suma de individuos egoístas cuyo máximo bien es su libertad.
Así, el liberalismo se asentó principalmente en concepciones antropológicas individualistas y egoístas (Hobbes, 2006) y en postulados éticos de corte utilitarista (Cristancho, 2011; Hume, 1993; Stuart-Mill, 1984;) que lograban también justificar y explicar el liberalismo económico (Smith, 2011) que exigía mejores condiciones políticas de los sectores burgueses.
Esto tiene serias implicaciones: por un lado, el liberalismo logra articular los intereses políticos y económicos de los sectores burgueses, industriales, terratenientes y nobiliarios para hacer del capitalismo, en principio, un proyecto económico. En virtud de esto, el capitalismo se ubica como el eje alrededor del cual deben configurarse las instituciones políticas: la libertad es el máximo bien del ser humano, sí; y, sin embargo, el Estado requiere emplazar la vida misma para moldearla y disciplinarla a través del aparato educativo (Cristancho, 2013), el servicio militar, y demás instituciones de encierro que aseguren que el sujeto asuma la forma productiva capitalista. Estos principios, que ya estaban asentados en el liberalismo clásico y en el Estado liberal, serán llevados a su máxima expresión en la teoría y la práctica neoliberal en tanto que el Estado como institución queda totalmente supeditado a los intereses del capital local y, sobre todo, transnacional.
Interesan las implicaciones que esto tiene en la concepción de la democracia: la primera, que las categorías soberanía, pueblo y ciudadanía son comprendidas desde los intereses económicos, lo cual posibilitará más tarde reconocer a los sujetos masificados y consumidores. La segunda, la categoría participación política se enfatiza al ámbito privado, individual, no al tejido colectivo, por lo cual queda delimitada a cinco modalidades de carácter individual: opinar públicamente, debatir, deliberar y tomar decisiones.
La tercera, lo anterior se canaliza principalmente a través de poder elegir y ser elegido como representante, en el marco de partidos políticos, poniéndose el énfasis en la representación de intereses (democracia representativa). De esta forma, es la configuración de una ciudadanía pasiva, atomizada, desarticulada; la agencia de movimientos sociales y tejidos colectivos será vista entonces siempre con un hálito de sospecha y de amenaza latente. La aceptación de las movilizaciones sociales por parte del Estado es al mismo tiempo producto de las presiones ejercidas por sectores en disputa, pero también como una forma de poder regularlas e intervenirlas desde reglas que no amenacen el statu quo.
De esto se infiere que la teoría liberal, en el campo político, fundamenta lo social en las libertades e intereses individuales dotando de gran fuerza a un nuevo concepto que se irá anidando y se configurará como eje de lo político: el concepto y sensibilidad de lo privado. Y la teoría liberal, en el ámbito económico, asienta la producción en el libre comercio y en la propiedad privada como bases para asegurar la plusvalía.
Así, el liberalismo opera un triple movimiento: el primero, legitima el Estado desde la soberanía popular, pero una vez hecho esto relega el papel del pueblo y su participación para ubicar al Estado como el único referente desde donde se piensa lo político10. Dicho de otra manera, canaliza la carga cultural del sentido de lo político hacia el Estado como institución para que nos subjetivemos (nos constituyamos como sujetos), desde los marcos normativos y culturales que provee el Estado, como lo sugiriera Althusser (1971). El segundo, al ser una moneda con dos caras —la política y la económica—, el liberalismo dota de sentido al capitalismo al punto de que no solo lo constituye como un proyecto económico, sino que le permite que se configure como una forma de vida, una manera de existir, cuyo eje es el bien privado como base y la plusvalía infinita y continua como fin de la existencia humana.
De ahí que el tercer movimiento sea que la democracia sea pensada y ubicada como subinstitución formal regulada por el Estado como institución. En tal sentido, todo ello ubica a la categoría ciudadanía sería la construcción cultural que ubica al sujeto en un orden democrático institucionalizado por el Estado y sus reglas (Cristancho, 2018a, p. 63).
Así, el liberalismo es la teoría que en el sentido común hace parte de la hegemonía que permite justificar o dar fundamento al capitalismo como forma de vida, ubicándolo como eje de referencia existencial, alrededor del cual debe girar el Estado como institución y situando a su vez a la democracia como algo subsidiario que debe girar en torno al Estado neutralizando el concepto y la sensibilidad por lo común (lo público), que es el núcleo de la democracia.
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