Orlando Milani - Treinta y dos rayos en Madrid

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Treinta y dos rayos en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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"Tres días después. Divisaron, muy lejanas, las costas de África a su derecha. Una pequeña línea gris recortada sobre el sol naciente. Luego las Islas Canarias a su izquierda y, como en un suspiro, el crucero entró y salió del Estrecho de Gibraltar.
Manuel estuvo todo el cruce en babor, casi sin mirar los destructores y cruceros de la base naval, hipnotizado, viendo España: pura roca y montaña: España, aunque allí estuviera la bandera inglesa (…).
Llegaron a Alicante a media tarde. Entraron al puerto. Las ruedas de los autos y la lona del camión aún chorreando polvo.
Bajaron en el muelle, al costado de la tarima tapada con lona y custodiada por cuatro marineros. El crucero no estaba.
Bajaron los bártulos del camión y se sentaron a esperar.
Al atardecer, Carmen reconoció la elegante y agresiva silueta del 25 de Mayo regresando al puerto.
Para la noche, la lancha llevó a los refugiados, los marinos y los dos choferes al barco…
El capitán no los saludó militarmente, estrechó sus manos.
–Tuvimos que tocar alarma y prepararnos para el combate. Unos cuantos Heinkel alemanes bombardearon la ciudad. No sabíamos si nos iban a atacar a nosotros también. Hace dos días que estamos en alerta antiaérea permanente (…)".
En los comienzos de la Guerra Civil española, grupos de tareas del gobierno republicano secuestraron y asesinaron a miles de civiles: religiosos, nobles, opositores políticos. El Gobierno Argentino, su Cuerpo Diplomático y su Armada, rescataron y evacuaron a cientos de ellos, argentinos y españoles. Primero, asilándolos en la embajada y luego, llevándolos a Francia o Portugal, en el Crucero «25 de Mayo» y el Destructor «Tucumán». Esa es la historia que da lugar a este libro. Una historia de orgullo y valentía. Una historia que habla de un país que era orgullo en el concierto de las naciones.

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—Vos sos laburante y calentón, gurí. No te voy a meter preso, ni te paso por la guardia. Tengo muchos líos con los anarquistas y los vagos, la denuncia va al cajón. Si te vas, para evitar líos, acá no pasó nada, pero te me agarras la prenda, las valijas y te me mandas a mudar, ¿estamos? ¡No te quiero ver por acá! Por vos y por mí. El negro tiene unos hermanos pendencieros, trabajan despostando en los frigoríficos del saladillo. Andan todo el santo día con el facón encima. Si no querés ligar un tajo, te conviene rajar.

Manuel asintió, callado y resignado, con Ángela tomada de su brazo. Salieron de la comisaría y no hablaron por varias cuadras, hasta que, humilde, le preguntó:

—¿Usted qué quiere hacer, mi vida?

Ella ya sabía:

—Nos vamos a Buenos Aires. Mi hermana nos recibe y veremos qué hacer. Lo quiero mucho, ¿sabe?

Al día siguiente, luego del café, armaron la valijita de ella, de cuero barato que parecía cartón y el raído bolso de él. Devolvieron las llaves de la casa y del galpón y pasaron a avisar a los patrones de Ángela que ya no trabajaría allí, que se iban de Rosario. No querían líos, ni comenzar con el pie izquierdo. En dos días, habían desaparecido la cama, la mesa y las sillas, los cacharros de cocina, la fragua y, sobre todo, los pesos que iban a venir. Y de nuevo al tren, ahora al revés, desde la estación Rosario Norte a Retiro y volver a empezar.

Mucho más tarde, en Buenos Aires, comprendió, aunque le siguiera molestando, que aquí, a las personas con sangre indígena, del interior, se la llamaba “negros”; a los judíos se los llamaba “rusos”; a los árabes, “turcos”; a los italianos, “tanos”, y a los españoles, “gallegos”. Ya no importaba. No siempre eso era despectivo. En ocasiones, incluso, descubrió en esas manifestaciones algo de afecto. Le costaba entenderlo, pero así funcionaba. Así era este mundo nuevo, brutal y hermoso; joven y atolondrado.

III

A la tardecita, terminaba el hombreo de bolsas de cereal desde el galpón al muelle. Sacaba la bolsa de arpillera del hombro, la sacudía y la ataba a su cintura.

En ocasiones, le tocaba hombrear desde el muelle al barco. Allí, la cosa era más dura: había que trepar la pasarela hasta cubierta, con todo el peso en el hombro. El polvo del cereal metiéndose en los ojos, en los oídos, en la nariz. Las bolsas como esmeriles, royendo los hombros.

Un viernes, al salir del turno de trabajo, juntó coraje para hablar con dos cabos segundos y tres marineros de uniforme azul y polainas blancas que montaban guardia en la entrada del puerto.

Desde el viaje en el Neptuno y las charlas con aquel galopín, fumando sentado sobre las lonas amontonadas en cubierta, seguía pensando en el mar y los barcos. Nunca más había hablado con Ángela de eso: del mar y de los barcos. Pero todo seguía presente en su cabeza.

—Perdón por molestar: ¿cómo entraron a la marina? —preguntó inquieto.

—Tiene que ir a la escuela de suboficiales- Allí le van a explicar todo —contestaron casi al unísono los dos muchachos que estaban a cargo del grupo. Uno de ellos, anotó la dirección en el revés de una cajetilla de cigarrillos vacía y se la entregó.

—Vaya allí. Lo atenderán a cualquier hora—explicó.

En el recorrido hasta su casa en Barracas, no podía dejar de pensar. Había ahora en él una extraña y un poco agria agitación. Esperanza y luz. Quizás un futuro. Pero debía decirle a su mujer y esperar su reacción. No le sobraba confianza.

Cuando llegó, Ángela estaba sacando pequeñas brasas del brasero con las pinzas que él le había hecho y las colocaba en la plancha de hierro. Le dijo lo que pensaba a hacer.

Le fue bien. Ella le abrió el portón a su destino. Agradeció la suerte de tenerla.

—Cumple con todos los requisitos para entrar —graznó el suboficial lleno de ve cortas rojas en la chaqueta azul, en la mesa de entrada de la escuela de suboficiales.

—Tiene estudios primarios y la edad, y salud, parece que también. Cuando llegue el momento, le harán la revisación. El único problema es que es español y para ingresar a la armada debe nacionalizarse argentino —lo fulminó en un segundo.

Nunca había pensado en eso.

—Dejar de ser español —se dijo amargamente—. ¿Cómo? —pensó en voz alta.

—Tiene que ir a Relaciones Exteriores, allí lo puede hacer —lo orientó el cabo principal, pequeño, peinado hacia atrás y de bigote finito, alcanzándole los papeles del reclutamiento.

Cuando cruzó la puerta de la escuela, supo que lo iba a hacer, que lo iba a intentar, que ese era su destino, que esa iba a ser su vida.

A las 7 de la mañana estaba zapateando las escaleras grises de mármol del Ministerio del Exterior, con su documento español.

IV

Cuando terminó el curso de artillero y le dieron para que cosiera en su uniforme las tiras de cabo segundo, una ve corta gruesa y otra más delgada, se sintió formando parte de algo más grande que él mismo. Como si tuviera otra familia, pero enorme, que llegaba hasta el horizonte. Pensó inflando el pecho: “Manuel Isidro Pérez, cabo segundo de la Armada Argentina”.

No alcanzó Ángela a coser las jinetas rojas en el uniforme azul oscuro cuando rápidamente se ofreció: —voy al almacén a buscar pan, ¿necesita algo?

—Nada —respondió su mujer, sabiendo que lo importante ahora era hacer tomar aire y gente a ese uniforme. Por primera vez, supo que su esposo era realmente feliz, casi como ella.

Tomó a Isidro de la mano y alzó en brazos a Consuelo, y salió silbando a la calle, enfundado en su uniforme de la Armada Argentina y saludando a todo el barrio.

En enero del año 33 lo destinaron al Crucero 25 de Mayo. Nuevo, hermoso. Botado en un astillero italiano. Todo de color gris claro y lleno de cañones. La primera vez que lo abordó, le pareció haber llegado al futuro. Nunca se había ido de su cabeza el Neptuno, aquel cumplidor cacharro que lo había traído desde España.

Casi al mismo tiempo llegó el ascenso a cabo primero.

Ya había navegado en un destructor hasta Tierra del Fuego y doblado el cabo de Hornos. Tempestad, frío y nieve. Después de eso, el Río de la Plata y el Atlántico sur hasta Sudáfrica y los alrededores de Malvinas le parecían bastante tranquilos. Hasta allí habían llegado sus incursiones marineras.

En febrero, llegaron los nuevos marineros conscriptos al crucero. Fue la primera vez que vio a ese flacucho desgarbado y con pelos azabache que parecían clavos. La mirada siempre en el suelo. La pobreza aleteando en la piel.

Mamani

I

La mañana anunciaba un calor insoportable en el sur de Santiago. Soplaba desde el amanecer el viento del norte, caliente y enloquecedor. El único policía del pueblo, además del comisario, ensilló la yegua mora, gastada y lenta por los años, y se preparó para enfilar al monte.

Iba a pasar por los tres ranchos donde sabía que vivían unos muchachos en edad militar… O más o menos. Los Palacios, los Funes y la vieja Mamani.

Los Palacios no hablaban español. Solo quechua. Uno de los criados en la casa, que cuidaba los caballos en el monte, sí. Con él iba hablando y esperando la traducción mientras tomaba mates.

Los Funes eran varios, ninguno de los hijos estaba en edad militar, pero Gutiérrez pasaba a visitarlos siempre que podía. Allí veía a Laura, la hija mayor. Él tenía, por lo menos, el doble de su edad, pero la naturaleza lo dominaba, lo empujaba como a latigazos hacia ella. Le calculaba unos veinticinco, no muchos más. Soñaba con esas trenzas, en las siestas acribilladas de chicharras. No podía dejar de pensar en esa mujer tan joven, tan bella, y sentía vergüenza con el solo hecho de imaginarse junto a ella, como si los demás pudieran ver sus pensamientos, su cabeza trabajando.

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