Sabía.
El oficial le había contado del viaje por el océano, el cruce del istmo, en Panamá, la llegada al Perú. La matanza y la conquista, mientras recorrían el palacio.
No dijo nada, pero había leído mucho en el pueblo, sentado bajo el nogal, en verano, la espalda apoyada en las cortezas rugosas y grises, cuando las golondrinas en los mediodías calientes anunciaban el fin del trabajo. Comía con sus padres, tomaba el gastado libro y, por dos o tres horas, consumía las páginas, hasta que aflojaba el calor y volvía a la herrería, a la realidad cotidiana y repetida.
Ya sabía de Pizarro, también de Cabeza de Vaca y su viaje febril y alucinado entre La Florida y California; sabía de Balboa y lo imaginaba viendo por primera vez el Pacífico, luego de cruzar la inmensidad del mar y la selva infecta. Sabía de Cortés y su viaje desde Cuba a México, luchando con y contra los indígenas, con y contra los oficiales de la corona, hundiéndose, amoroso y conquistado, en una india fuerte y tan ambiciosa como él; sabía de los rencores y crímenes entre Almagro y su socio de conquistas y de la total locura de El Dorado. Le apasionaba la historia entrelazada entre España y América. No le alcanzaba el tiempo para leer.
Había tenido amables discusiones con su teniente en términos de tácticas de guerra. Más que discusiones, se trataba de monólogos. Manuel casi siempre escuchaba.
Le costaba entender cómo tan pocos españoles habían podido derrotar a tantos americanos desde México a Perú. Le habían quedado algunas confusas explicaciones técnicas: los tercios, las picas, el orden en cuadrados, el uso de la caballería, los arcabuces.
Lo perturbaban tantas victorias ante enemigos siempre superiores en número: los protestantes, los moros, los franceses, los mexicas, los incas.
No coincidían esas historias con la bondad de la mayor parte de las personas que había conocido.
—¿Qué había dentro de los españoles?
—No es español el asco a la sangre —repetía el oficial ante esa pregunta. Había ya escuchado eso antes.
“La guerra debe sacar el animal que llevamos dentro”, pensaba. Más tarde, en el lugar que menos se le ocurriría ahora, lo confirmaría.
Había olvidado mucho de lo que hablaban. Lo que recordaba era lo que ese oficial le había dicho de las espadas toledanas de los conquistadores. Cortaban todo. Un hombre a la mitad, una planta, un animal.
Como herrero, eso le había quedado grabado.
—Las hacen estirando, doblando y golpeando el acero y volviéndolo a estirar. Hasta cien veces. Tal como las cocineras hacen la masa de hojaldre, en capas muy finas. Hacen la masa, con el palo la estiran, la doblan, la vuelven a estirar. Igual con el acero. Por eso cortan así —le explicaba, orgulloso, el teniente.
De esas charlas en Trujillo, y las que siguieron hasta su baja en el cuartel, Manuel había comenzado a entender que no podía pensar España sin América, le resultaba difícil. España dividida del nuevo mundo no era España, y América, tampoco era lo mismo. América era eso, desde el parto. Un enorme país entero, blanco y marrón. El pensamiento de una lo llevaba a la otra.
El teniente planteaba, erudito, que quizás Colón no había descubierto el nuevo continente. Le hablaba de los vikingos y tal vez de los fenicios. Manuel lo escuchaba sin intervenir.
No hablaba mucho.
—Prefiero escuchar, mi teniente. Así aprendo —contestaba cuando el oficial le reclamaba sus pocas palabras.
—¡No! ¡No fue el primero que llegó allí, pero puso a América en la historia! ¡Nadie, nunca, por los siglos de los siglos, nos podrá quitar eso! ¡Ni los ingleses, ni los masones, ni estos comunistas que no tienen los cojones para ser españoles! —le decía orgulloso.
Ahora, en el muelle, a punto de iniciar su viaje, no sabía por qué recordaba esa visita a Trujillo y la historia de Francisco Pizarro. Le venía a la cabeza lo que ese muchacho muy educado, con dos estrellitas de seis puntas en su quepis y orgulloso en su uniforme verde oliva, le había dicho en el palacio de Pizarro. Manuel le escuchaba repetir, como una letanía, que el conquistador regalaba frutos de un naranjo que amaba a aquellos que venían a pedirle oro. Una manera de mostrarles su desprecio. Oro de un tesoro que nunca, jamás, se encontró.
Imaginó. Inventó la casa de Pizarro en Lima. Enorme, de gruesas paredes de piedras y con pisos grises. Llena de sirvientes y amigos, de esposas y amantes de cabellos negros y piel de aceituna. El reino de aquel hombre de sesenta años con la vitalidad de un muchacho.
“Ya era un viejo y tuvieron que enfrentarlo varios hombres para matarlo, cuando se defendió con su espada”, pensó.
En el patio de esa casa, en el centro, en un círculo de tierra: el árbol de hojas brillosas y azahares y debajo, entre las raíces, Manuel creía que estaba lo que todos buscaban.
“Lo debe haber enterrado debajo de su naranjo”, pensó Manuel en el mítico tesoro de Pizarro, desvariando, matando el tiempo y el susto con esos recuerdos.
“Está enterrado en el patio. Los peruanos debían buscar allí”.
“¿Existirá aún la casa de Pizarro en Lima?”.
“¿Cuál sería su propia América? ¿Con qué América se encontraría?”, se preguntaba a cada momento.
“No la de las selvas, ni los Andes majestuosos, llenos de nieve”, pensó.
Las cartas de Ángela describían un país interminable, de llanuras infinitas: un mar de hierba, había escrito. Cebada, trigo, maíz y vacas, muchas vacas… Y caballos, también incontables.
Volvió, como por décima vez, a contar sus reservas: no había mucho, pero para comenzar eran suficientes.
“Dicen que hay bastante trabajo allá”, pensó para tranquilizarse. Desenrolló su delantal de cuero, el más nuevo. El otro lo había dejado en su herrería de Vegas del Condado. Lo volvió a doblar y guardar en el bolso de lona, como quien revisa los documentos de su profesión. Se levantó del banco de madera, colgó al hombro sus escasas riquezas y subió a la pasarela que conectaba el muelle con el barco, pensando, convencido y triste, que era la última vez que pisaba España.
Esa España sin trabajo, con miseria y convulsiones que no anunciaban, a la larga, nada bueno. Pero que amaba tanto y tan profundo, como a su familia.
Casi no había hablado con nadie en el viaje, solamente con el marinero portugués con el que compartían tabaco y con esa asturiana: Lucía, con dos críos muy pequeños. Le había dicho:
—voy a Mendoza. Me espera mi marido allá. Hasta los pasajes de tren tengo. Desde Buenos Aires nos quedan todavía como 20 horas. ¿Tan grande es ese país?
—Me dice mi esposa que es interminable —respondió Manuel—. Ojalá sea más fácil vivir allá que en España.
—Ojalá —como un ruego, pidió la asturiana.
Le gustaba salir a cubierta, con llovizna o sol. Se acodaba en las barandas, silbaba bajito un pasodoble y fumaba un cigarro. Le agradaba el viento en la cara; oír las voces de los marineros trabajando; la sal salpicando; el temblor del barco, constante, igual, que llegaba desde las calderas. Ese barco era otro mundo, nuevo para él.
Con el galopín portugués nacido en Boa Vista, se encontraban día por medio, al menos. Manuel armaba cigarrillos y conversaban sobre cuestiones marineras más que nada. Otro poco sobre el vinho verde de Porto, las barrancas del Duero, y las barcazas cargadas con toneles que iban y venían por el río. Un paisaje que a Manuel lo había impresionado.
El marinero de Boa Vista, cada día que se encontraba con Manuel, le aconsejaba buscar trabajo como embarcado.
—Um barco, Manoel…
Creía que un poco lo hacía para conseguir gratis papel y tabaco, y para que alguien escuchara sus desafinados y lastimeros fados, aunque le parecía sincero en algunas cuestiones.
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