—Ya veré que hago —contestaba, parco, el castellano, ansioso de llegar de una vez a Buenos Aires.
Con Lucía hablaron algunas veces. Hermanados por la aventura y la soledad. Muertos los deseos, por la ansiedad y el cansancio.
Le impresionaba la tristeza profunda que emanaba esa mujer.
“Todos debemos parecer igual de tristes”, pensó.
Cuando llegaron a Buenos Aires de madrugada, los sorprendió el silencio y la quietud del barco al apagarse las calderas. Al salir a cubierta, un viento frío que cortaba el aire y que parecía llegar desde el fondo de esa ciudad gris los saludó. Manuel extendió su mano a Lucía y levantó a los niños uno tras otro, abrazándolos. Se despidieron en el muelle, huérfanos, solos, todos con el mismo miedo.
—¡Que tenga mucha suerte! —dijo la mujer, casi entre lágrimas.
—¡Suerte también para ustedes! Tengan cuidado hasta llegar. ¡Dios los acompañe!
Manuel tomó sus cosas y se encaminó, detrás de ellos, a la oficina de migraciones. Un viejo y enorme edificio de altas ventanas y pisos de mármol gris. La torre de Babel, de la que hablaba el cura del pueblo. Todos los olores, los colores y los idiomas juntos. Caos y apuro. Hambre, agotamiento y transpiración. A él le resultó más fácil, mucho más fácil. Agradeció infinitamente hablar en español. Esa cajita musical llena de giros y pequeños tesoros, esa llave mágica y gigante, completa de sonidos y colores, que abre casi todo en América.
Ansioso, cansado y mugriento, oír el golpe de los sellos de goma sobre los papeles que el oficial de aduanas estudió brevemente sonó en sus oídos como si una cerradura vieja y oxidada se destrabara al fin. Como si un candado se rompiera y le permitiera salir de la jaula.
Se sentía, ahora, cerca de acariciar a Ángela.
Salió en pocas horas —dos o tres— a la ciudad, dejando atrás el griterío y a los italianos, rusos y alemanes, a los judíos con largas barbas y sobretodos oscuros de tafetán tratando, a los gritos, de explicar sus documentos y apellidos, traqueteando la burocracia con algunas pocas palabras atravesadas.
Al dejar el edificio, vio, desde lejos, irse a la mujer arrastrando sus bártulos, los pequeños críos ayudando como podían. Uno de ellos, tironeando y golpeando un pequeño bolso por el piso. La asturiana, decidida y valiente, cruzó la calle paralela al puerto, dobló la esquina y desapareció.
Trató de sacar rápido de su cabeza esa última imagen. Ahora le tocaba a él. Preguntó por dónde ir y encaminó sus pasos hasta Retiro. Desde allí salía el tren a Rosario. La gruesa chaqueta ahora puesta. Sacó su boina negra y enderezó el paso rápidamente. La ciudad era grande y la imaginó desordenada y opulenta: bullían los vendedores, los carros cargados con verduras o con tarros de leche, y los tranvías. Otra vez, mil idiomas y ninguno en la ciudad. Por primera vez en muchos días estaba contento. Ya no había miedo, solo esperanza. Iba, al fin, a ver a su esposa.
El abrazo en Rosario fue intenso y duradero. Lágrimas primero. Llanto después.
—¡Usted no cambió, Manolo, está más flaco pero bien! —lo tranquilizó la castellana menuda y de ojos oscuros que amaba y no podía soltar. La había extrañado hasta el dolor. Era una parte suya, aunque nunca habían dejado de tratarse formalmente.
—Es porque la he extrañado mucho —respondió Manuel. Y juntos entraron a la habitación para el personal que ella ocupaba al costado de la casa donde limpiaba y cocinaba.
En un pequeño calentador, Ángela preparó manzanilla. La bebieron, sin soltarse, sentados en la cama.
En pocas horas, los dos relataron apresuradamente lo que habían vivido en esos meses: los viajes, las familias, los lugares y aromas que habían quedado atrás, la milicia, el trabajo de ella, la nueva tierra.
—Me gustó el mar, mucho, mucho. Y el barco también —la sorprendió—. Un marinero me enseñó muchas cosas allí. Comíamos juntos en cubierta a la noche. Debe ser una buena vida esa —señaló ensimismado ante la mirada de su esposa, que reía.
—¿De dónde mar, usted? Siempre en la herrería o en las montañas, pastoreando las ovejas —preguntó y afirmó al mismo tiempo su mujer, restándole importancia a la conversación.
Para el segundo año, la herrería había comenzado a funcionar, puro hollín, chispas, golpes y calor. La pequeña casita alquilada estaba lejos del centro: todo barro y pajonales en las lloviznas de las sudestadas de julio.
Se levantaban temprano. Ángela hacía un poco de café fresco todas las mañanas. Era uno de los escasos lujos que se podían permitir. La escuchaba desde la cama moler los granos y, luego, se levantaba con el aroma que desprendía la jarrita de loza en el calentador. Más tarde, comenzaban a caminar por la costa del río marrón hasta llegar al centro, al trabajo de ella. Entonces, Manuel regresaba desandando parte del camino hacia la herrería: un pequeño galpón que le había facilitado un andaluz al que le había ido mejor vendiendo telas en una mercería y que ya no usaba. Solo le había pedido que lo mantuviera y cuidara.
El lugar, una pequeña pocilga de paredes y techos de madera y piso de tierra barrido, estaba más cerca de su casa que el lugar de trabajo de su esposa, pero Manuel no dejaba que ella caminara sola en la madrugada. Iban juntos y luego volvía sobre sus pasos para comenzar a trabajar.
Encendía la fragua, empujaba el aire con el fuelle, fundía el acero y comenzaba a darles forma, a martillazos, a los cuchillos que vendía por las tardes en las carnicerías. Apenas llegado y con escasos clientes, herraba los caballos de los carros de venta ambulante. Ahora, ya había visto que los cuchillos le dejaban más ganancias. Nunca había visto tantas carnicerías ni, sobre todo, tanta carne. Reses partidas al medio, cinco o seis colgadas de ganchos detrás de los mostradores de madera gruesa, donde en un rincón se amontonaban en grandes contenedores de aluminio, lenguas, hígados, riñones y vísceras.
—Nunca comeré eso —se dijo el primer día que lo vio.
Lo mejor era que, para tanta carne, había mucha necesidad de cuchillos. Tampoco nunca había visto tantos, ni tanta gente que los supiera manejar. A él le convenía. Él los hacía y, así, ganaba para vivir.
Si alguien le preguntara qué era este país, no dudaría en contestar: llanuras y caballos; carne y cuchillos.
La ciudad, en verdad, estaba llena de italianos. La mayoría, genoveses, sicilianos y piamonteses. Ninguno era herrero. Los criollos tampoco. Menos aún los judíos y árabes, vendedores de ropa usada, zapatos y mercaderías aparecidas como por arte de magia. Eso era algo que siempre lo deslumbraba. “¿De dónde sacan todas esas cosas? ¿Cómo las consiguen?”, pensaba Manuel cada vez que los veía bagayeando y vociferando sus ofertas.
Una tarde como otra cualquiera, el destino le metió su cola entre las rodillas.
—¡Gallego! Necesito que unos de estos días vengas p’acá a afilarme bien las cuchillas —le dijo el carnicero, morocho y corpulento, apenas pasó la puerta. Todas las semanas lo llamaba de esa forma. Esta vez, quizás porque había estado pensando mucho en sus padres y en León, o porque sí, la trompada de Manuel resonó en la quijada del criollo, que cayó sobre unos cajones vacíos, dormido.
—¡Te voy a dar, “gallego”, me cago en la madre que te parió! —gritó, como si el otro pudiera escucharlo desde las nubes del cloroformo.
Entonces, en un segundo, al otro día, cuando llegó la policía, después de la denuncia, desaparecieron la casita, la herrería y el trabajo de Ángela, como si los hubiera soplado el lobo del cuento para niños.
El comisario de la seccional del barrio, era un entrerriano gordo y tranquilo, pero con ojos achinados con los que no se jodía.
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