Sobre el pedestal de la estatua se leía con letras de bronce dorado, la siguiente inscripción en castellano, compuesta por el mismo Virrey:
A CARLOS IVEL BENEFICO EL RELIGIOSORETDE ESPAÑA Y DE LAS INDIAS ERIGIÓ Y DEDICÓESTA ESTATUAPEREMXE MONUMENTO DE SU FIDELIDAD Y DE LA QUE ANIMAA TODOS ESTOS SUS AMANTES VASALLOS MIGUEL LA GRUAMARQUES DE BRANCIFORTEVIREY DE ESTA N ESPAÑAAÑO DE 1796(3)
El virrey y su esposa bajaron del balcón y entregaron monedas conmemorativas a la gente. Al frente de la moneda venían grabados los bustos de varios reyes y en el reverso la estatua como frente a sus ojos lucía en ese momento. Este noble acto causó mucho revuelo entre la gente de escasos recursos, que también hacía historia estando ahí en ese importante día.
Después de develar la placa y mostrar la provisional estatua, la gente pasó a la catedral, donde el Arzobispo Alonso Núñez de Haro cantó misa de pontifical y predicó un largo sermón conocido ese día como el Sermón del Caballito .
Después la misma comitiva zalamera marchó a la garita de San Lázaro, donde el Virrey develó una lápida que con letras de bronce decía que en aquel día se comenzaba allí el camino de México a Veracruz, de que estaba encargado el Consulado, nombrándolo El Camino de Luisa; nombre que pronto quedaría en el olvido.
El marqués de Branciforte, lleno de entusiasmo, tomó en sus manos varios instrumentos de albañilería y los entregó al tribunal del Consulado, en señal de la importante comisión que se le confería al lugar donde habían de fijarse los cimientos para dar principio a la histórica obra.
También ese día el virrey autorizó el libre comercio de aguardiente de caña llamado Chinguirito, clandestino competidor de las bebidas españolas.
Terminadas estas actividades, la comitiva fue invitada al palacio virreinal a comer y disfrutar una tarde agradable, charlando, bailando y contemplando los fuegos artificiales. Branciforte, una vez más, demostraba como con una mano robaba al pueblo y con la otra lo apapachaba, como si tranquilizara a un feroz animal con un pedazo de carne.
Dentro de los invitados al festejo se encontraban Rodolfo Montoya y Crisanto Giresse, quienes un par de años atrás, habían estado en la memorable boda de la Güera Rodríguez, la distinguida rubia que por su alcurnia no podía faltar entre los invitados.
—Debo estar loco para estar aquí con este mequetrefe ratero del virrey, cuando bien sabes que hace un año me despojó de una tabacalera y una casa en Valladolid —comentó Crisanto, encendiendo uno de sus cigarrillos, sin quitarle los ojos de encima al virrey.
Rodolfo tomó un cigarrillo de la elegante cigarrera de plata de Crisanto.
—El marqués sabe de tu enorme talento y capacidad de recuperación, Crisanto. ¡En algo se parecen! —Montoya reforzó su comentario con una palmadita de camaradería en el hombro de su amigo—. Si no fuera así, nunca te hubiera invitado a este evento. Ni a mí, que no me perdona que haya cuidado tanto a Fray Servando en la prisión de Ulúa. La guerra entre Francia y España(4) ha terminado, amigo. Irónicamente ahora Francia y España son aliados contra Inglaterra.(5) Su cuñado Godoy ha hecho una alianza con los galos para enfrentar a los ingleses.
—No dudo que ese cabrón también despoje a los ingleses residentes en la Colonia de su patrimonio.
—Es un hecho que lo hará. El marqués le saca plata hasta un burro pastando. Él y su cuñado Godoy son unas máquinas de sacar dinero.
Crisanto se distrajo al ver a la Güera Rodríguez sola. Por nada del mundo desaprovecharía esta oportunidad enviada por el Altísimo.
Los dos amigos se miraron con complicidad.
—Discúlpame amigo, pero ahí hay una dama sola y Crisanto siempre está al tanto.
—¡Adelante don cabrón! —repuso Montoya haciéndole un pase con la mano.
—Un honor volverla ver, señora.
Crisanto besó galantemente la mano de María Ignacia. La Güera se sonrojó al tener en frente al hombre que el día de su boda había perturbado sus sentidos.
—¡Dos años sin verlo, don Crisanto Giresse!
—Ando mucho por el Bajío, señora. Valladolid es mi terruño.
—Llámame Güera . Todo mundo lo hace
El rostro hermoso de María Ignacia causaba admiración en el hispano galo. Crisanto la imaginaba como una muñeca de porcelana fuera de una vitrina.
—Te ha sentado muy bien el matrimonio, Güera . ¡Luces radiante!
—¿Estará algunos días por acá?
—Eso depende de qué aventura se me presente, Güera . No veo a su marido por ningún lado.
María Ignacia refrescaba su rostro con un fino abanico con pedrería. Con el mismo cubrió sus labios para discretamente musitar: —Anda de viaje como siempre. Se la vive en Puebla con el ejército virreinal.
Crisanto aprovechó la llegada de un mesero con copas en su charola. El galo tomó dos, extendió una para María y continuaron su amena charla en una esquina del jardín.
—Me gustaría verte a solas, Güera .
María Ignacia sostuvo su copa en los labios. Sin quitarle la mirada de encima le contestó con una exquisita coquetería:
Mañana a las once de la mañana en mi casa. Te espero.
—Ahí estaré puntual, preciosa.
María Ignacia chocó su copa con la del galo. Sabía que no podía quedarse mucho tiempo con un solo invitado para no despertar habladas innecesarias entre las demás invitadas.
El enorme portón de madera de la casa de la Güera sonó con el golpeteo, ocasionado con la maciza manija metálica con figura de león que colgaba del centro de la misma. Crisanto no esperó mucho ahí, al abrirse la misma por una de las singulares criadas.
—¿ Qui si li ofrece, al siñor ? —dijo la sirvienta, tan baja de estatura, delgada y morena que Crisanto la imagino como un mono uniformado.
—Busco a tu patrona. Soy el señor Giresse.
La sirvienta, sobre avisada sobre esta importante visita, lo dejó entrar sin preguntar más.
—Es usted muy puntual Crisanto.
Crisanto quedó deslumbrado de la belleza de Ignacia. Los rayos del sol, en el patio central de la casona, golpeaban plenos sobre sus rizos dorados, como si los mismos hubieran llegado del mismo astro rey, a anidarse sobre su cabeza como una extraña Medusa heliaca. El talle de su cintura era estrecho, como el de una señorita, a pesar de ya tener una hija pequeña de brazos. Su vestido resaltaba sus aprisionados pechos como si amenazaran botarse por la presión asfixiante del ajustado escote.
—Te confieso que me inquieta un poco el estar en la casa de una señora de sociedad. La gente puede imaginar cosas al no estar el marido presente.
María Ignacia lo tomó de la mano y lo encaminó a una banca de piedra que se encontraba en el patio central, flanqueado por altos arcos de ladrillo rojo, con cañones botaguas en la parte superior.
—A mí me tiene sin cuidado lo que diga la gente, Crisanto. Además de que no estamos solos: tres sirvientas y un mocito viven conmigo.
Un atrevido colibrí se acercó a una irresistible rosa del jardín, sin percatarse de los intrusos en su vergel.
—Eres una mujer muy bella, María. Qué hombre tan afortunado debe ser tu marido.
—Te pido de favor no hablar de él. Estamos tú y yo, y no tiene sentido distraernos en un hombre que presta más atención a otros asuntos que a su familia.
Crisanto clavó su mirada cortesana en los ojos de la Güera . María Ignacia le sostuvo el encuentro visual como aceptando el desafío. Los dos se gustaban, y a la Güera parecía no importarle nada el estar en su casa con un hombre que no era su marido.
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