—Precisamente por eso voy al norte. Como cartógrafo que soy, Juan Vicente de Güemes me ha pedido que forme cuerpos milicianos novohispanos, además de llevar a cabo un reconocimiento geográfico, poblacional y económico de las provincias internas del norte de la Nueva España. Mi misión será cortar todo avance o intento de expansión de los malditos rebeldes norteamericanos, así como poner un escarmiento a todos esos indios rebeldes que pululan en las rancherías del norte, sembrando el terror y el miedo, asesinando colonos inocentes. Esas bestias no son humanos. Son como animales que es necesario exterminar para dar tranquilidad a las haciendas del norte.
—Tarea un tanto difícil, don Félix. La mayoría de los habitantes de este país son indios —intervino don Ceferino, mientras les servía porciones abundantes de la sabrosa paella que a diario preparaba.
—Pues los mantendré a raya, don Ceferino. El norte de la Nueva España debe ser un lugar confiable para invertir. Habrá muchas oportunidades de vender terrenos a buenos precios, señores. Los mantendré al tanto.
El dialogo continuó ameno y alegre sobre cuestiones sociales y políticas del virreinato. Los comensales se sentían a gusto en el elegante mesón. El momento de partir llegó primero para don Félix. Su diligencia estaba lista y su apretada agenda lo esperaba en la capital.
—Me tengo que ir, señores. Será un gusto saludarlos de nuevo en la boda de un mozalbete del regimiento del virreinato, que con el aval del segundo conde de Revillagigedo, desposará a una bella jovencita de sociedad. Los espero en esta dirección este fin de semana. Ojalá puedan acompañarme. El nuevo virrey Miguel de la Grúa Talamanca estará con nosotros. Dos virreyes, el anterior y el nuevo en una sola fiesta, una gran oportunidad de saludar gente notable.
Crisanto tomó el papel en sus manos con interés. Una boda así siempre era una buena oportunidad para conocer nuevos clientes, socios y víctimas. Por nada del mundo se la perdería.
—¡Allá estaré, Félix! Muchas gracias por la invitación. Será un honor compartir otra copa de vino con usted.
En aquella soleada tarde de septiembre de 1794, Crisanto Giresse y Rodolfo Montoya se presentaron puntualmente a la boda a la que fueron invitados por don Félix María Calleja. Lo que pensaron sería una boda sencilla, resultó ser una de las mejores fiestas a la que habían asistido en años. En la recepción conocieron gente importante como el ex virrey Juan Vicente de Güemes Pacheco y Padilla, segundo conde de Revillagigedo, y al nuevo, desde ese julio de 1794, don Miguel de la Grúa Talamanca, primer Marqués de Branciforte.
El novio, José Jerónimo López de Peralta de Villar Villamil, un miliciano criollo de familia acaudalada, de escasos veinte años, contraía nupcias con María Ignacia Rodríguez de Velasco, jovencita de dieciséis años, hija de don Antonio Rodríguez de Velasco, Regidor Perpetuo de la Ciudad de México. La jovencita era conocida como la Güera Rodríguez, por sus caireles color trigo y sus bellos ojos verdes que cautivaban a los núbiles del regimiento del virreinato, a unas cuadras de su casa en la calle de San Francisco.
—Hola, yo soy Crisanto Giresse, amigo de Félix Calleja y Rodolfo Montoya. Les deseo la más grande felicidad en su matrimonio —les dijo Crisanto a la pareja, abrazándolos afectuosamente.
—Muchas gracias, Crisanto —repuso el novio con una sonrisa afectuosa.
—Muchas gracias por venir, señor Crisanto —dijo la Güera , regalándole una sonrisa que resaltaba la belleza de su angelical rostro. —¡Crisanto a secas, María! Con el señor me haces sentir como un viejo y ni a treinta años llego todavía.
Crisanto y María se miraron por varios segundos, aprovechando la distracción del marido, que era felicitado afectuosamente por Montoya y Calleja. María y Crisanto reconocieron mutuamente la beldad de ambos. Los dos eran unos agraciados de Dios o la naturaleza. Crisanto aprovechó para regalarle un sincero piropo, cuidando que no fuera escuchado por el marido:
—¡Eres la muchacha más bella que he visto en vida!
El rostro de la Güera se sonrojó para simplemente musitar: —Gracias, Crisanto. ¡Qué hermoso cumplido!
José Jerónimo se presentó de nuevo en ese momento rompiendo el encanto.
—¡Con su permiso Crisanto! Todavía tenemos a mucha gente que saludar. En un rato nos vemos de nuevo.
—Adelante muchachos.
Crisanto la vio partir resignado. Algo tenía esa jovencita que lo había dejado afectado.—¿Todo bien Crisanto? —preguntó Rodolfo inquieto.
—Me he enamorado de la novia, Rodolfo. ¡Qué Dios me perdone!
Rodolfo sonrió divertido, entendiendo perfectamente lo que le pasaba a su amigo. De una u otra manera a él también lo había perturbado la güera cabellos de sol.
Los músicos colocados en una esquina del jardín, deleitaban a los invitados con un concierto de violines de Antonio Vivaldi. Un toro asado pendía de un grueso fierro, mientras los meseros cortaban jugoso cortes para llevarlos a sus invitados. Dos barriles de vino llenaban las copas de los comensales sin dejar que ninguno de ellos se perturbara por sentir la copa medio vacía.
Calleja se les unió en el dialogo. Los tres se encontraban solos en una de las tantas mesas del festejo.
—En un momento les presento al nuevo virrey Miguel de la Grúa. Nada más termina de platicar con esa mujer. Como antecedente, sólo les puedo decir que el nuevo virrey se casó con María Godoy y Álvarez de Faria, la hermana del ministro Manuel Godoy(5). El cuñado lo tiene como protegido y a ambos les encanta el dinero.
—Si Godoy es un corrupto, ¿qué podemos esperar de él? —dijo Crisanto, dando una fumada a su habano y mirando desde lejos a la Güera que bailaba sensualmente un vals con su marido.
—Al italiano no le gustan los franceses, Crisanto. Ahora que estamos en guerra con Francia podría ensañarse con ellos.
—Que ni lo intente, Félix. Soy hijo de española, nacida aquí, y de francés de alcurnia. Tengo de las dos sangres. Me puedo hacer para el lado que me convenga.
—Ya dejó de hablar con la señora. Ahora es el momento —indicó Rodolfo.
Félix Calleja se acercó a saludarlo y luego lo encaminó hacia ellos.
—Señores Rodolfo Montoya y Crisanto Giresse, tengo el honor de presentarles a nuestro nuevo virrey, el notable Miguel de la Grúa Talamanca de Carini, primer Marqués de Branciforte.
El virrey sonrió amistoso extendiendo su huesuda mano. Ataviado con una levita de color azul oscuro con camisa de holanes blancos, el máximo jerarca de la Nueva España parecía más una gigantesca águila humana. Su enorme nariz destacaba amenazante en su polveado rostro. El virrey era un hombre de origen italiano, de treinta y nueve años, famoso por su ambición desmedida: un atributo fascinante que lo hacía el comparsa perfecto de Manuel Godoy, ministro del rey Carlos IV.
—Mucho gusto señores. La puerta de mi despacho está abierta para lo que se les ofrezca.
—El honor es mío —respondió Montoya—. Soy capitán de la honorable guarnición de Puebla. Hasta hace unos días todavía reportaba a mi amigo Félix María Calleja.
—Una ciudad estratégica en el camino a Veracruz, señor Montoya. Usted debe hacer que el viaje a la capital ocurra sin incidentes para los viajeros.
—Así debe ser, señor.
—A sus órdenes, señor Virrey. Soy Crisanto Giresse, amigo de Calleja y suyo, desde el día de hoy. Me dedico a comercializar habanos.
Los ojos de Miguel de la Grúa se clavaron inquisitivos en los de Crisanto. La belleza varonil del franco hispano lo confundía.
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