—Está bien, muchacho. Escoge tu cuarto y ayúdame a cortar leña. Bienvenido a mi nueva casa, sólo Dios sabe por cuánto tiempo.
—Gracias, padre... digo, papá.
Un piquete de soldados que vigilaba el tramo de Puebla a México le cerró el pasó a la elegante diligencia que se acercaba. Los caballos resoplaron frenando su polvoriento avance, nivelando poco a poco su agitada respiración al ser detenidos abruptamente. El teniente que dirigía al pelotón se acercó al carro para saludar al cochero.
—¡Buenas tardes, amigo! Soy el teniente Rodolfo Montoya, y estoy a cargo de la seguridad de este tramo del camino hacia la capital. Necesito saludar a tus importantes pasajeros.
—¡Adelante teniente! Estamos a sus órdenes.
El cochero descendió del carro y explicó por la ventanilla a sus pasajeros lo que ocurría. La puerta del carromato fue abierta y el que parecía el dueño de la diligencia, descendió decidido para encarar al teniente. Los otros tres hombres que acompañaban al distinguido líder se quedaron en el interior del carromato.
—¡Buenas tardes teniente! Mi nombre es Crisanto Giresse y estoy a sus órdenes. Los hombres que me acompañan trabajan para mí y yo respondo por ellos.
El teniente Montoya saludó a aquel elegante hombre, de gran personalidad, cercano a los treinta años de edad y con un atractivo varonil muy singular. La brillante cabellera negra, contenida en una larga cola de caballo, le daba un toque de revolucionario francés.
—Un gusto saludarlo, señor Giresse. Esta es sólo una inspección de rutina para combatir el bandidaje por esta zona.
—¿Le parezco un bandido, teniente?
—Para nada señor, Giresse. Es sólo una revisión para conocer a los importantes viajeros de este camino y así protegerlos mejor.
—Entiendo teniente. Le repito que yo soy Crisanto Giresse y vengo de regreso de un largo viaje a Francia. También le puedo decir que recorro constantemente este camino porque vendo tabaco de Veracruz en la capital y el Bajío.
Crisanto sacó una caja de habanos y la obsequió al sorprendido teniente. Montoya la olió, reconociendo la calidad del tabaco que comerciaba este hombre.
—Huele muy bien, don Crisanto. Se nota que son habanos de calidad.
—¿Quiere ver mi permiso para comerciar tabaco en la Nueva España?
—De ninguna manera, don Crisanto. Usted es un honorable comerciante y ahora ya lo conozco. Puede usted continuar su viaje y le reitero mis disculpas por haberlo importunado con mi innecesaria inspección.
—Ninguna molestia, teniente. Estamos a diez minutos del mesón de don Ceferino Reyna y me encantaría invitarlo a comer.
—Siendo así, es un honor al que no me puedo negar. ¡Vayamos y continuemos nuestra plática!
—Encantado teniente.
En el elegante mesón de don Ceferino Reyna se encontraron con el capitán Félix María Calleja, quien también se dirigía a la capital y gustaba comer en aquel oasis español en el camino a la capital.
—Capitán Calleja. No esperaba encontrarlo por aquí —comentó Rodolfo, haciendo un saludo militar a su superior.
—Me voy para el norte Rodolfo. Hoy fue mi último día en Puebla.
El capitán Félix miró amable al hombre que acompañaba a Rodolfo, y éste de inmediato lo presentó para evitar una descortesía entre ambos.
—Capitán, le presento a Crisanto Giresse, comerciante franco hispano de habanos.
Crisanto estrechó su mano amistoso. El capitán Calleja, con su rostro felino, sonrió amable hacia el singular invitado del teniente.
—Su rostro se me hace conocido, señor Giresse. Siento como que lo he visto en algún lado antes.
—Podría ser en algún evento en Valladolid o en la capital, capitán Calleja. También viajo seguido a España y Francia, quizá en algún barco no habremos cruzado.
—Podría ser, Crisanto. Le verdad es que no tiene la menor importancia. ¿Les importa si los acompaño a comer?
—De ninguna manera, capitán. La verdad es que se nos adelantó. Ya se lo iba a proponer. Por favor pasemos a una mesa.
En ese momento fueron abordados por don Ceferino Reyna, quien saludó de abrazo a todos y los condujo a su mesa. El enorme bigote canoso de don Ceferino y su obesidad, lo hacía parecer como una extraña morsa, fuera del agua.
Después de quedar cómodamente instalados, los tres comensales comenzaron su amena plática. Don Ceferino intervenía intermitentemente por tener que estar en varias mesas al mismo tiempo.
—¿Y cómo va el negocio del tabaco, Crisanto? —preguntó don Félix, tomando un caracol con salsa de la charola de botana.
—En auge, capitán. Fumar es un negocio en todo el mundo y la hoja del tabaco es muy versátil y se da casi en cualquier entorno con buena humedad. El gobierno nos regula mucho y desea estar al tanto de cualquier nuevo sembradío, lo cual es imposible, debido a la enormidad de este país.
Los ojos de gato de Calleja se clavaron en los de Crisanto. La belleza varonil de este hombre causaba admiración en el capitán español, quien interiormente lo aceptaba, sin tener una apreciación homosexual en su juicio. Crisanto le parecía un galán de obra de teatro francesa, y punto. No era común ver hombres tan diferentes en la Nueva España.
—Quizá algún día me interese en ese negocio y te busque, amigo. —Estoy abierto a nuevos socios, capitán.
—Llámame Félix. Ni a Rodolfo le permito que me diga capitán
fuera del trabajo. Aquí somos amigos y todos iguales. —Gracias, Félix.
—El capitán... perdón, Félix fue promovido por el segundo Conde de Revillagigedo a un puesto más alto y diferente —intentó explicar Rodolfo.
Calleja sonrió halagado por la oportuna intervención del hombre que tomaría su lugar en el regimiento de Puebla.
—Digamos que me convertiré en un investigador del norte de la Nueva España. Necesito encontrar oportunidades de negocio y expansión para la corona. El norte está extrañamente estancado, amigos. No hay crecimiento y yo veo un mundo de oportunidades.
—El peligro del norte son las tribus de indios salvajes, Félix.
—Los indios y la maldita nueva república del norte que amenaza nuestra integridad con sus ideas atropelladas de libertad y expansión.
—Los Estados Unidos, Félix. Apoyados por Francia, mi otro país que llevo adentro.
—Esos malditos franceses han puesto a Europa al borde de la guerra. España e Inglaterra son monarquías y jamás comulgarán con las libertades republicanas del nuevo gobierno francés.
Don Félix notó que se había extralimitado con su insulto hacia los franceses, quizá ofendiendo a su nuevo amigo.
—Discúlpame por lo de los malditos franceses, Crisanto. Se me fue la lengua.
Crisanto sonrió sin dar importancia al comentario ofensivo. Con tranquilidad tomó un poco de queso fundido con chistorra, lo untó sobre una tortilla de harina y continuó escuchando la interesante charla.
—Pierde cuidado, Félix. Hace un año estuve presente en París, en la ejecución del rey Luis XVI y créeme que estoy curado de espanto —Don Félix abrió los ojos con admiración, deteniendo el viaje de otro caracol a su boca—. Este nuevo régimen ha conducido a una lluvia de sangre que no sabemos dónde terminara. Las ideas francesas de libertad son lesivas para los intereses españoles en la Nueva España. ¿Qué tal si nosotros seguimos su ejemplo francés y nos independizamos de España, nombrando a alguien como usted rey de México?
—Félix primero de México. ¡Suena bien! —dijo Rodolfo ocurrente.
El rostro gatuno de Calleja les obsequió una sonrisa. Su mano derecha bebió de su copa continuando la interesante charla.
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