En este libro he intentado capturar la sabiduría colectiva de algunos de los mejores profesores de los Estados Unidos, para registrar no sólo lo que hacen, sino también lo que piensan, y, sobre todo, para comenzar una caracterización de sus prácticas. El estudio incluyó inicialmente sólo a un puñado de profesores de dos universidades, pero al final logró abarcar profesores de dos docenas de instituciones –desde facultades de libre acceso a universidades volcadas en la investigación y fuertemente selectivas–. Algunos daban clases casi siempre a estudiantes con las mejores credenciales académicas; otros trabajaban con estudiantes con expedientes escolares por debajo de la media. En total, mis colegas y yo observamos las prácticas y la forma de pensar de entre sesenta y setenta profesores. Estudiamos extensivamente casi tres docenas de ellos, y menos exhaustivamente a los demás. Unos cuantos de los sujetos fueron ponentes en alguno de los ciclos anuales que organizaba en las universidades Vanderbilt y Northwestern en los que se invitaba a profesores de otras instituciones que han conseguido resultados docentes más allá de lo normal. Los sujetos procedían de facultades de medicina y de departamentos de grado de distintas disciplinas, incluidas las ciencias naturales y sociales, las humanidades y las artes escénicas. Unos pocos venían de programas de postgrado de gestión, y dos de ellos de facultades de derecho. Queríamos saber lo que hacen y piensan los profesores extraordinarios que pueda dar cuenta de sus logros. Más importante aún, queríamos saber si las lecciones que nos proporcionan podían instruir la docencia de otras personas. He dirigido este libro a la gente que enseña, pero sus conclusiones pueden ser también de interés para los estudiantes y para sus padres.
DEFINIR LA EXCELENCIA
Para empezar este estudio tuvimos que definir lo que entendíamos por profesores extraordinarios. Esto resultó ser un asunto bastante sencillo. Todos los profesores que elegimos para colocarlos bajo nuestro microscopio pedagógico habían logrado un gran éxito a la hora de ayudar a sus estudiantes a aprender, consiguiendo influir positiva, sustancial y sostenidamente en sus formas de pensar, actuar y sentir. Lo que realmente hacían los profesores en las aulas no nos importaba; dado que no causaban daño alguno a sus estudiantes (ni a nadie) en el proceso, no nos preocupaba demasiado cómo conseguían sus resultados. Estilos deslumbrantes en clases magistrales, animadas discusiones de aula, ejercicios basados en problemas y proyectos o populares investigaciones de campo podían o no contribuir al fin último de la buena docencia. Su presencia o ausencia no dictó nunca qué personas decidimos investigar. Elegimos a los profesores porque conseguían resultados educativos muy buenos.
¿Qué tomamos como evidencia de que un profesor ayudaba y animaba en gran medida a sus estudiantes para que consiguieran un aprendizaje relevante e intenso? Este asunto demostró ser bastante más complejo. No hubo ninguna clase de evidencia que funcionara para todos los casos. Sencillamente, buscábamos pruebas sobre la excelencia de un docente, y si las encontrábamos, incluíamos a esa persona en el estudio. Algunas veces la evidencia llegaba en paquetes claramente identificados; otras, teníamos que recogerla de diversos frascos sin etiquetar y recomponer sus piezas a la manera de los antropólogos cuando buscan una civilización perdida. Los tipos de evidencia disponibles dependían tanto del individuo como de la disciplina.
Jeanette Norden de la facultad de medicina de la Vanderbilt University y Ann Woodworth del departamento de teatro de la Northwestern, ilustran dos patrones diferentes de evidencias. Los estudiantes de medicina de Norden se enfrentan en su aprendizaje a pruebas normalizadas en el Formulario del Departamento Nacional de Examinadores Médicos y el Examen para la Licencia Médica en los Estados Unidos. Los resultados de su grupo en las partes del examen de la especialidad de Norden proporcionan un magnífico indicador del aprendizaje de sus estudiantes. También lo es el testimonio de los estudiantes sobre lo bien que les preparaba sus clases para los turnos de prácticas clínicas en neurología, los Tribunales Nacionales, y el ejercicio profesional de la medicina. También lo son los exámenes que hace en sus clases, instrumentos construidos con rigor y cuidado exquisito, que proponen a sus estudiantes casos específicos que exigen amplios conocimientos, gran capacidad de comprensión y sofisticadas destrezas de razonamiento clínico. Y también lo que sus colegas dicen sobre lo bien que prepara a sus estudiantes para las futuras tareas. Norden ha ganado todos y cada uno de los premios a la docencia promovidos por la facultad de medicina y otorgados por los estudiantes –algunos de los galardones en más ocasiones de lo que la universidad hoy por hoy permite–. Cuando el rector de Vanderbilt dotó cátedras de excelencia docente en 1993, Norden fue la primera en recibir tal honor. A finales del año 2000, la Asociación Estadounidense de Colegios Médicos la galardonó con su premio Robert Glaser a la excelencia docente.
Ann Woodworth también llegó con una plétora de premios docentes –incluyendo su nombramiento para ocupar una cátedra dotada en Northwestern para la excelencia docente–. Pero estos reconocimientos, si bien importantes y sustanciales, no nos proporcionaron evidencias directas del aprendizaje de los estudiantes. El campo de Woodworth da mucha importancia a la actuación de los estudiantes, pero no hay medidas normalizadas para los logros dramáticos. ¿Qué nos convenció de que sus enseñanzas merecían un estudio cuidadoso? Primero, obtuvimos un amplio conjunto de testimonios de sus estudiantes, no sólo acerca de lo entretenida o divertida que resultaba, sino también de lo que les ayudaba a conseguir buenos resultados. Quedamos impresionados con la consistencia de los testimonios, con los elogios que hacían los estudiantes («aprenderás más en su clase que en cualquier otra de esta facultad»; «estas clases cambiaron mi vida») y con las puntuaciones perfectas que le daban en respuesta a preguntas sobre el estímulo del interés intelectual y sobre la ayuda prestada a los estudiantes para que aprendieran. Segundo, conseguimos muchas evidencias de lo que enseñaba Woodworth, información que recogimos de sus estudiantes, de su propio relato de los cursos y de la observación de sus clases durante un trimestre completo. Finalmente, vimos las actuaciones de sus estudiantes, tanto en producciones estrenadas como en el trabajo de aula, donde su ayuda convertía a menudo una interpretación sosa en algo mágico.
Sin embargo, por sí solos, los informes entusiastas de estudiantes y colegas resultaban insuficientes. Queríamos tener indicios de varias fuentes para decidir que valía la pena estudiar a un profesor en concreto. Aunque no insistimos en que cada docente presentase la misma clase de evidencias a favor, sí teníamos dos pruebas de fuego que todos los instructores tenían que cumplir antes de que decidiésemos incluirlos definitivamente en nuestros resultados finales.
Primero, insistimos en conseguir evidencias de que la mayoría de sus estudiantes quedaba tremendamente satisfecha con la docencia y se sentía animada a continuar aprendiendo. Esto era algo más que un mero concurso de popularidad; no nos interesaban las personas por el hecho de que agradaran a sus estudiantes. Es más, en lugar de ello pedíamos a los estudiantes indicios de cómo el profesor «había llegado hasta ellos» intelectual y educativamente, y de si los había dejado con ganas de más. Rechazábamos los estándares que un antiguo decano solía describir como «no me importa si a los estudiantes les gustan o no las clases, siempre y cuando aprendan la materia», lo que significa «sólo me interesa ver cuál es su resultado en el examen final». También pusimos interés en los resultados de los exámenes finales de los estudiantes, pero tuvimos que sopesar el gran conjunto de evidencias que demuestran que los estudiantes pueden «conseguir resultados» en muchos tipos de examen sin necesidad de haber cambiado su nivel de comprensión o la forma en que consiguientemente razonan, actúan o sienten. 2También estuvimos interesados en los resultados obtenidos después del examen final. Estábamos convencidos de que si los estudiantes salían del aula odiando la experiencia, era menos probable que continuasen aprendiendo, e incluso que retuvieran lo que supuestamente habían conseguido de las clases. Un profesor puede amedrentar a los estudiantes para que memoricen la materia y la recuerden a corto plazo, amenazándolos con castigos o imponiéndoles tareas excesivamente gravosas, pero esas tácticas también pueden dejar a los estudiantes traumatizados por la experiencia y conseguir que les disguste la asignatura. Cualquier profesor que logra que los estudiantes lleguen a odiar su materia a buen seguro ha violado nuestro principio de no «causar daño».
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