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Leila Slimani: En el jardín del ogro

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Leila Slimani En el jardín del ogro

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Adèle parece tener una vida perfecta. Trabaja como periodista, vive en un bonito apartamento en Montmartre con su marido Richard, médico especialista, y con su hijo de tres años, Lucien. Sin embargo, bajo esta apariencia de cotidianidad, Adèle esconde un inmenso secreto, la necesidad insaciable de coleccionar conquistas. «En el jardín del ogro» es la historia de un cuerpo esclavo de sus pulsiones, una novela feroz y visceral sobre la adicción sexual y sus implacables consecuencias. «Da igual, está todo perdido. Desear ya es ceder. Se han levantado las barreras. No serviría de nada contenerse. ¿Para qué? Da igual. Ahora piensa como los opiómanos, los ludópatas. Está tan orgullosa de haber mantenido a raya la tentación unos cuantos días que se ha olvidado del peligro.» De la autora de Canción dulce, Premio Goncourt 2016.

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—Puedes acabar mi plato, si quieres. Me siento incapaz de seguir comiendo.

Empuja su plato hacia Richard. Él pide un café.

—¿Estás segura de no querer algo más? —Richard acepta el armañac que el dueño insiste en ofrecerle, y sigue hablando de los hijos. Adèle está de mal humor. La cena le parece interminable. Si al menos él cambiara de tema.

En el camino de vuelta al hotel, Richard está algo bebido. Ella se ríe al verlo correr en la calle. Entran en su habitación de puntillas. Richard paga a la canguro. Adèle se sienta en la cama y se descalza lentamente.

No se atreverá.

Y, sin embargo, se atreve.

Sus gestos no engañan. Son siempre los mismos.

Se acerca a su espalda.

El beso en el cuello.

La mano en la cadera.

Y luego, ese murmullo, ese gemido acompañado de una sonrisa suplicante.

Ella se gira, abre la boca en la que su marido hunde la lengua.

Ningún preámbulo.

Acabemos de una vez, piensa, mientras se desnuda, sola, de su lado de la cama.

Regresar a lo mismo. El uno contra el otro. No dejar de besarse, hacer como si fuera verdad. Poner la mano en la cintura de ella, en su sexo. Él la penetra. Ella cierra los ojos.

No sabe qué es lo que le gusta a él. Con qué se siente bien. Nunca lo ha sabido. Hacen el amor sin sutilezas. Los años no han dado paso a más complicidad, no han atenuado el pudor. Los gestos son precisos, mecánicos. Van derecho al objetivo. Ella no se atreve a tomarse su tiempo. No se atreve a pedir. Como si la frustración pudiera ser tan violenta que la ahogaría.

No hace ruido. Lamentaría despertar a Lucien, y que los sorprendiera en esa situación grotesca. Pega su boca a la oreja de Richard, gime un poco para quedarse con buena conciencia.

Ya ha acabado todo.

Él se vuelve a vestir enseguida. Inmediatamente recupera la normalidad. Enciende la televisión.

Nunca ha parecido que le preocupara la soledad en la que abandona a su mujer. Ella no ha sentido nada. Nada. Solo ha oído unos ruidos de ventosa, de torsos que se adhieren, sexos que se encuentran.

Y, luego, un inmenso silencio.

Las amigas de Adèle son guapas. Tiene la sensatez de no rodearse de mujeres menos atractivas que ella. No quiere estar pendiente de llamar la atención. Conoció a Lauren en un viaje de prensa a África. Acababa de incorporarse al periódico y era la primera vez que acompañaba a un ministro en viaje oficial. Estaba nerviosa. En la pista de la base aérea de Villacoublay, donde les esperaba un avión de la República Francesa, enseguida se fijó en Lauren, en su metro noventa de estatura, su melena canosa y ondulada, su rostro de gato sagrado egipcio. Lauren era ya entonces una aguerrida fotógrafa, experta en África, que se había recorrido todas las ciudades del continente y vivía sola, en un estudio en París.

Eran siete en el avión. El ministro, un tipo sin mucho poder pero cuyos vaivenes políticos, asuntos de corrupción y de faldas habían bastado para convertirlo en un personaje importante. Un consejero técnico risueño, sin duda alcohólico, siempre dispuesto a contar alguna anécdota subida de tono. Un guardaespaldas discreto, una jefa de prensa demasiado rubia y demasiado charlatana. Un periodista flaco y feo, fumador empedernido, riguroso, ganador de varios premios por sus artículos en el diario para el que trabajaba.

La primera noche en Bamako, Adèle se acostó con el guardaespaldas, quien, ebrio y exaltado por el deseo de ella, se había puesto a bailar con el torso desnudo en la discoteca del hotel, con la pistola Beretta bien encajada en el cinturón de su pantalón. La segunda noche en Dakar le hizo una mamada al consejero de la embajada de Francia, en los lavabos donde se ocultaron huyendo de un cóctel aburridísimo, en el que los expatriados franceses, pasmados de admiración ante el ministro, intentaban acercarse a él mientras engullían canapés.

La tercera noche, en la terraza del hotel a orillas del mar en Praia, se pidió una caipiriña y se puso a bromear con el ministro. Cuando estaba a punto de sugerir un baño de medianoche, Lauren fue a sentarse a su lado. «Mañana tengo que salir a hacer fotos de unos espléndidos paisajes, ¿te vienes? Te inspirarían para tu artículo. ¿Ya lo has empezado? ¿Has elegido cómo enfocarlo?» Lauren le propuso que la acompañara a su habitación para mostrarle algunas fotos, y Adèle se imaginó que se acostarían juntas. Se dijo a sí misma que no quería hacer el papel de hombre, que no le lamería el sexo, que se limitaría a abandonarse a los deseos de la fotógrafa.

Los senos. Podría acariciarle los senos, parecían suaves y sedosos; sí, y delicados. No rechazaría probarlos. Pero Lauren no se desnudó. Tampoco le enseñó sus fotos. Se tendió en la cama y se puso a hablar. Adèle se tendió a su lado y Lauren le acarició el pelo. Con la cabeza recostada en el hombro de la que se estaba convirtiendo en su amiga, se sintió agotada, totalmente vacía. Antes de quedarse dormida, tuvo la intuición de que Lauren acababa de salvarla de una enorme desgracia, lo que la colmaría de gratitud hacia ella.

Esta noche, Adèle espera en el Boulevard Beaumarchais delante de la galería que expone las fotos de su amiga. La había avisado: «Hasta que tú no llegues, yo no entro».

Se ha obligado a salir. Le hubiera gustado quedarse en casa pero sabe que Lauren se lo reprocharía. Hace varias semanas que no se ven. Adèle anuló cenas con ella en el último momento, encontró excusas para no salir a tomar una copa. Se siente culpable, sobre todo porque le pidió varias veces a su amiga que cubriese sus aventuras. Le envió SMS en plena noche para avisarla: «Si Richard te llama, no se te ocurra contestar. Se cree que estoy contigo». Lauren no contestaba, pero Adèle sabe que está harta del papel que le hace cumplir.

En realidad, Adèle la está evitando. La última vez que se vieron, en el cumpleaños de Lauren, se había propuesto comportarse bien, ser la amiga perfecta y generosa. La ayudó a organizar la fiesta. Se encargó de la música e incluso compró unas botellas de la marca de champán que le encanta a Lauren. A medianoche, Richard se fue, excusándose. «Uno de nosotros tendrá que sacrificarse para que la canguro pueda marcharse.»

Adèle se estaba aburriendo. Iba de un cuarto a otro, dejando a la gente con la palabra en la boca, incapaz de estar atenta. Se puso a bromear con un hombre elegantemente vestido y le pidió, con los ojos chispeantes, que le sirviera una copa. Él empezó a titubear, mirando, nervioso, a su alrededor. Adèle no entendía su turbación hasta que vio a la esposa acercarse, furiosa, y, en un tono vulgar, dirigirse a ella: «Vale ya, ¿no? Te estás pasando. Este hombre está casado». Soltó una carcajada burlona y le contestó: «¿Y qué? Yo también estoy casada. No tienes por qué preocuparte». Se alejó, temblando, helada, intentando disimular con una sonrisa el mal rato que le había hecho pasar esa mujer encabritada.

Fue a refugiarse en el balcón donde Matthieu se estaba fumando un cigarrillo. Matthieu, el gran amor de Lauren, su amante que lleva diez años engatusándola con ilusiones y con el que sigue pensando que algún día se casará y tendrá hijos. Adèle le contó el incidente con la mujer celosa y él le contestó que entendía que se pudiera desconfiar de ella. A partir de ese momento no dejaron de mirarse durante la fiesta. A las dos de la madrugada, Matthieu la ayudó a ponerse el abrigo. Le había propuesto acompañarla en coche, y Lauren dijo, en un tono de decepción: «Es verdad, sois vecinos».

Recorridos unos pocos metros, Matthieu estacionó en una calle adyacente al Boulevard Montparnasse y la desnudó. «Siempre tuve ganas de hacer esto». La sujetó por las caderas y posó su boca en su sexo.

Al día siguiente, Lauren la llamó por teléfono. Le preguntó si Matthieu había comentado algo de ella, si le había dicho por qué no se había quedado a dormir en su casa. Adèle le contestó: «No habló más que de ti. Sabes muy bien que está obsesionado contigo».

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