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Leila Slimani: En el jardín del ogro

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Leila Slimani En el jardín del ogro

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Adèle parece tener una vida perfecta. Trabaja como periodista, vive en un bonito apartamento en Montmartre con su marido Richard, médico especialista, y con su hijo de tres años, Lucien. Sin embargo, bajo esta apariencia de cotidianidad, Adèle esconde un inmenso secreto, la necesidad insaciable de coleccionar conquistas. «En el jardín del ogro» es la historia de un cuerpo esclavo de sus pulsiones, una novela feroz y visceral sobre la adicción sexual y sus implacables consecuencias. «Da igual, está todo perdido. Desear ya es ceder. Se han levantado las barreras. No serviría de nada contenerse. ¿Para qué? Da igual. Ahora piensa como los opiómanos, los ludópatas. Está tan orgullosa de haber mantenido a raya la tentación unos cuantos días que se ha olvidado del peligro.» De la autora de Canción dulce, Premio Goncourt 2016.

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La mujer, rubia y mal peinada, vestida con un short a pesar de que es invierno, agarra al niño de la mano y lo conduce adonde está la madre. Lucien tiene el vaquero remangado hasta las rodillas rellenitas. Sonríe, tímido. Adèle sigue sentada cuando la señora le dice con marcado acento inglés:

—Creo que este hombrecito quería bañarse.

—Gracias —responde Adèle, humillada y nerviosa. Querría tumbarse en la arena, taparse la cara con el abrigo y darse por vencida. Ni siquiera le quedan fuerzas para regañar al niño que tirita de frío y la mira sonriente.

Lucien es una carga, una imposición a la que le cuesta adaptarse. Adèle no consigue saber dónde anida el amor por su hijo en medio de tantos sentimientos confusos: pánico de entregárselo a otras personas que lo cuiden, molestia de vestirlo, agotamiento al subir una cuesta empujando la sillita que se resiste. El amor está presente, de ello no tiene duda. Un amor sin pulir, víctima de la rutina cotidiana. Un amor sin tiempo para sí mismo.

Tuvo un hijo por el mismo motivo por el que se casó. Para pertenecer al mundo y protegerse de cualquier diferencia con los demás. Al convertirse en esposa y madre, se rodeó de un aura de respetabilidad que nadie puede arrebatarle. Se construyó un refugio para las noches de angustia y un retiro cómodo para los días de desenfreno.

Le gustó quedarse embarazada.

Exceptuando los insomnios y las piernas pesadas, un ligero dolor de espalda y las encías que le sangraban, el embarazo fue perfecto. Dejó de fumar, no bebió más de una copa de vino al mes, y esa vida sana la llenaba. Por primera vez en su vida, tenía la impresión de ser feliz. Su vientre picudo le hacía arquear la espalda con cierta gracia. El cutis le resplandecía e incluso se había dejado crecer una melena que peinaba hacia un lado.

En la 37ª semana de embarazo, la postura acostada le resultaba muy incómoda. Esa noche le dijo a Richard que saliese sin ella. «No bebo alcohol, hace calor. De verdad que no pinto nada en esa fiesta. Ve a divertirte y no te preocupes por mí.»

Se acostó. Las persianas seguían abiertas y veía a la gente caminar por la calle. Acabó levantándose, cansada de intentar conciliar el sueño. En el cuarto de baño se refrescó la cara con agua fría y se miró largamente. Bajaba los ojos hacia su vientre y de nuevo observaba su cara en el espejo. «¿Volveré a ser algún día lo que fui?» Tenía la aguda sensación de su propia metamorfosis. No habría podido decir si ello la alegraba o si sentía cierta nostalgia. Pero sabía que algo moría en ella.

Creyó que un hijo la curaría. Se había convencido de que la maternidad era la única salida a su trastorno, la única solución para cortar por lo sano con aquella huida hacia adelante. Se había arrojado a los brazos de la maternidad como el paciente que acaba aceptando un tratamiento indispensable. Había concebido ese hijo, o, más bien, le habían hecho ese hijo sin oponer resistencia alguna, con la loca esperanza de que sería beneficioso para ella.

No necesitó hacerse la prueba de embarazo. Lo supo enseguida y no se lo dijo a nadie. No quiso compartir con nadie su secreto. Su vientre crecía y seguía negando sin inmutarse la llegada de un hijo. Temía que los que la rodeaban estropearan la situación, por la trivialidad de sus reacciones, la vulgaridad de sus gestos, manos tendidas hacia la parte baja de su vientre para sopesar la redondez. Se sentía sola, sobre todo ante los hombres, pero esa soledad no le pesaba.

Nació Lucien. Enseguida volvió a fumar, a beber, casi de modo instantáneo. El niño estorbaba su pereza y, por primera vez en su vida, se veía obligada a ocuparse de alguien distinto de sí misma. Quería a ese niño. Sentía por el bebé un amor físico intenso pero, a pesar de ello, insuficiente. Los días en la casa se le hacían interminables. A veces lo dejaba llorar en su cuarto y se tapaba la cabeza con la almohada para intentar dormir. Sollozaba ante la trona del bebé manchada de alimentos, ante un niño triste que no quería comer.

Le gusta abrazar su cuerpo desnudito, antes de meterlo en el baño. Le encanta acunarlo y observarlo mientras se va quedando dormido, ebrio de su cariño. Desde que cambió de la cuna de barrotes a la cama, ha cogido la costumbre de dormir con él. Abandona en silencio el dormitorio conyugal y se desliza en la cama de su hijo que la recibe gruñendo. Hunde la nariz en su cabello, en su cuello, en la palma de la mano y respira su aroma ácido. Desearía tanto que todo ello la llenase.

El embarazo ha estropeado su cuerpo. Se siente fea, flácida y envejecida. Se ha cortado el pelo y le parece que ahora la cara está surcada de arrugas. A sus treinta y cinco años, sin embargo, no ha dejado de ser una mujer guapa. Con la edad ha adquirido fortaleza. Se ha vuelto más misteriosa, más imponente. Sus rasgos se han endurecido, pero su mirada apagada ahora tiene viveza. Está menos histérica, menos sobrexcitada. Años de tabaco han atemperado la voz aguda de la que se burlaba su padre. Su palidez se ha intensificado y se podría casi dibujar, sobre un papel de calco, los meandros de las venas que recorren sus mejillas.

Salen de la habitación del hotel. Richard tira del brazo de Adèle. Se quedan unos minutos inmóviles ante la puerta cerrada y oyen los gritos de Lucien suplicándoles que regresen. Con el corazón encogido, se dirigen al restaurante en el que Richard ha reservado mesa. Adèle quiso arreglarse más de lo habitual pero luego desistió. Al regresar de la playa, tenía frío. No le apetecía desnudarse y ponerse el vestido y los tacones que se había traído. Después de todo, solo están ellos dos.

Caminan a paso ligero por la calle, el uno junto al otro. No se rozan. Se besan poco. Sus cuerpos no tienen nada que decirse. Nunca han sentido atracción el uno por el otro, ni siquiera cariño, y, en cierto modo, esa falta de complicidad carnal los reconforta. Como si con ello demostrasen que su unión está por encima de las contingencias del cuerpo. Como si ya hubieran hecho el duelo de algo a lo que las demás parejas solo renuncian a regañadientes, entre lágrimas y gritos.

No recuerda la última vez que hizo el amor con su marido. Quizá fue en verano. Una tarde. Se han acostumbrado a esos tiempos muertos, a acostarse un día tras otro deseándose las buenas noches y dándose la espalda. Pero la incomodidad y la acritud siempre acaban aflorando. Entonces siente la obligación de quebrar ese ciclo, de conectar de nuevo con el cuerpo de él para de nuevo arreglárselas sin él. Piensa en ello durante varios días como si fuera un sacrificio ineludible.

Esta noche reúne todas las condiciones. La mirada de Richard es impúdica y, a la vez, tímida. Los gestos, torpes. Le comenta que está muy guapa. Ella propone pedir un buen vino.

En cuanto entran en el restaurante, Richard retoma la conversación interrumpida a mediodía. Entre un bocado y otro, le recuerda las promesas que se habían hecho mutuamente, nueve años atrás, cuando se casaron. Disfrutar de París tanto como les permitieran su juventud y sus medios, y, luego, con la llegada de los niños regresar a provincias. Al nacer Lucien, Richard le concedió una prórroga. Ella le dijo: «Dos años». Hace tiempo que han pasado, y ahora él no va a ceder. ¿Acaso ella no ha repetido muchas veces que quería irse del periódico, dedicarse a otra cosa, quizá a escribir, a su familia? ¿Acaso no estaban de acuerdo en que les cansaba el metro, los atascos, la carestía de la vida, el ir continuamente acelerados? Ante la indiferencia de Adèle, que calla y apenas ha probado lo que tiene en el plato, Richard insiste. Juega su última carta.

—Me gustaría que tuviéramos otro hijo. Una niña, sería maravilloso.

Adèle, a quien el alcohol ha cortado el apetito, siente ahora ganas de vomitar. El vientre parece que le va a estallar de lo hinchado que está. Lo único que la calmaría sería acostarse, no hacer ningún gesto más y dejarse invadir por el sueño.

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