Justo Serna - Héroes alfabéticos

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Los personajes literarios nos ayudan a pensar en los demás. Son nuestros héroes alfabéticos: por delegación nos muestran qué deseamos o qué tememos. Con ellos vivimos e incluso hablamos: forman una populosa demografía de tipos admirables o ruines con los que tratamos. Este libro empieza con los Adúlteros de novela y acaba con los Vampiros de cuento: de Bovary a Drácula. Los capítulos son ensayos ordenados alfabéticamente: una crónica personal, la del historiador que lee ciertas novelas como documentos culturales. Sin duda se trata de un elenco subjetivo, aunque no arbitrario: también pasan por aquí los Espías, los Licántropos, los Monstruos, etc. Viven en algunas de las novelas que más nos han conmocionado, aquellas que expresan un contexto al tiempo que lo rebasan. Ese hecho los convierte en materia de historia cultural, pero también en objeto de disfrute.

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Quien se ha entregado con fruición y con exceso al deleite de las ficciones no añora el mundo exterior, no envidia la aventura real que acelera el pulso y el riesgo cierto que lo lleva al borde de la muerte, ahíto como está de experiencias, de paraísos artificiales y de infiernos virtuales. Leer, en efecto, sirve para recorrer un espacio potencial, abundantemente poblado por tipos odiosos y por personajes entrañables, por monstruos y por ángeles o, mejor, por ángeles en los que anidan monstruos y por bestias en cuyo interior es probable que se albergue un ser bondadoso. Fijémonos, por ejemplo, en Raskólnikov, el personaje de Crimen y castigo. En esa novela que tantos han leído y conocen se narran las tribulaciones y zozobras de un estudiante que reside en San Petersburgo, alguien que trata de auparse por encima de la miseria en la que vive. Raskólnikov, el menesteroso, está obsesionado por la libertad a la que tendría derecho el hombre cultivado y superior que cree ser. Un acto, un solo acto, define y cambia su vida, transforma su existencia y le lleva a la tortura interior, a la vergüenza y la imposibilidad de reparación. Decide asesinar a la usurera que le procuraba algo de dinero y, convencido de su meta, consuma el crimen. Desde ese mismo día, Raskólnikov vivirá su propia persecución, convirtiéndose su yo en un juez implacable, en una aguda y cruel conciencia de sí mismo que le tortura sin descanso. El delirio y el temor a ser descubierto lo acecharán hasta hacer de él casi un despojo humano, un desecho. Como se sabe, no acaba aquí la novela, por supuesto. Hay una pesquisa policial y hay un vagabundeo del propio Raskólnikov. Pero eso, lo que viene después, lo que acaece y lo que queda implícito, lo que corroe la conciencia y lo que le lleva a confesar, lo dejaremos a ese lector activo que no se conforma y que interviene dando sentido e incorporando lo que el narrador no proporciona; a ese lector que se evalúa tomando al personaje como hechura posible de sí mismo, un compendio de sus propios y probables sentimientos homicidas que no quiere ejecutar en la vida real. Veamos ejemplos. Examinemos ciertos tipos de lector.

RETRATO DEL LECTOR ADOLESCENTE

No hay que esperar la llegada de la Feria o del Día del Libro. Las fechas siempre son propicias para hablar de la lectura, para festejar las novelas y los cuentos, para celebrar la narración, la literatura: lo que significa escribir y leer cuando queremos ensanchar esa vida siempre alicorta. En principio, podemos convenir en que el arte por el arte no nos conmueve ni atrae, justamente por considerarlo ajeno a la existencia urgente de nuestros días, distante, aquejado de anemia y de agostamiento.

Para que la narración logre sus objetivos, el creador ha de dejar una parte de sí mismo, de su vida, trozos del interior; ha de arrancarse jirones y comprometerse con un cierto desgarro, incluso con desamparo, mientras todo se le vuelve inestable y menos seguro, sin asideros fi rmes, agotándose en ese ejercicio o en ese acto. Eso lo pueden sentir así aquellos novelistas exaltados, insomnes, que entregan a su obra con furia. Concédaseme, sin embargo, que algo similar llegan a experimentar los lectores, al menos aquellos lectores para quienes no son menores la delectación o el derroche o el libramiento.

Nos multiplicamos con personajes y con relatos que sin ser nuestros nos interpelan y nos conmueven. Como antes decía, creo que leer puede ser un acto tan creador y esforzado como el de escribir, porque cuando lees y lees con denuedo, con perseverancia, con exaltación ávida y adolescente, te nutres, te expresas de manera vicaria, te rehaces con las experiencias de otros para adensarte interiormente y para hacerte más rico y más expansivo.

Quizá sea la nuestra una época poco favorable para el desarrollo de la gran literatura. ¿Por qué razón? Porque en parte hemos perdido la fuerza del relato oral, ese relato que nos remitía al origen de los tiempos o, al menos, a una época ya prescrita, cuando el escritor y el lector aún no eran urgentes ni resabiados. El problema de muchas novelas actuales, de esa novela anémica tan corriente en nuestros días, es que algunos de sus usuarios dicen estar saciados y viven con prisa y como decadentes en el recuerdo y en la nostalgia de unas narraciones que ya no regresarán, con el vislumbre de su artificio: como oficiantes de una operación literaria en la que todos estamos envueltos y de la que seríamos conscientes. Sin embargo, hay aún ciertas obras en las que el destinatario se nutre copiosamente y experimenta la impresión de una inocencia temprana, esa sugestión adolescente de cuando contábamos y contábamos sin parar. Es un error muy actual contenerse, creer que se puede decir más con pocas palabras, imponerse una dieta verbal. Las mejores creaciones de hoy todavía son lo contrario: siguen diciendo mucho y con muchas palabras, como antes, como siempre, con esa caudalosa expresión que está en el origen mismo del arte de narrar, de contar, de leer abundantemente, con riqueza. ¿Cómo lograr ahora el encanto que produce un relato que oímos por primera vez y cuyos artificios ignoramos o aceptamos ignorar?

Aún hay en ciertos narradores esa ilusión, esa seducción relatora, esas palabras cuidadosamente escogidas que se desbordan, que manan, que nos llegan y que anegan el mundo externo y en el que personajes heroicos, derrotados y dignos bracean o sobreviven proponiéndose empresas justas, alucinadas; acometiendo iniciativas imposibles y hazañas malogradas, tipos que se hacen a sí mismos en la acción y cuyos avatares son relatados sin hacer alarde del artificio y de la convención. Aún se da en ciertos novelistas el goce del relato puro, el placer estricto y exacto de una historia que se nos libra y que nos aturde y nos conmueve con una sucesión vertiginosa de peripecias y de individuos, de gestas y de fracasos. Todavía hay narradores que describen y observan el mundo con furia, con la convicción firme de estar abarcando precisamente las dimensiones de lo real. Hay escritores en cuyas historias aún se aprecia la nostalgia de los viejos maestros, de esos grandes creadores dotados de riqueza inmaterial y capaces de reconstruir la dimensión exacta del mundo, de hacer el depósito de su imaginación.

¿Qué debemos pedir a los novelistas? Que no se contengan, que no hagan de sus relatos un género anémico en el que se cuente con pocas voces y sin aliento. No hay hartura de palabras. Hablando de Guerra y paz decía Eduardo Mendoza que la lectura adolescente de esa novela fue para él una experiencia arrebatadora, febril. «Durante el período necesariamente dilatado que duró la lectura (de la obra de Tolstói) –aclara– tuve la sensación inequívoca de que el mundo real era el que me presentaba el libro, mientras que el otro, el que me rodeaba, era algo vago e impreciso, como una ficción. No veía, como suele decirse, los escenarios y episodios que se iban desarrollando a lo largo de la novela, sino que vivía inmerso en aquel

Los mejores relatos y el esfuerzo creativo, incontenible, rico, de ciertos escritores son de esa naturaleza y de esa índole y provocan efectos similares en nosotros, los atolondrados lectores que desde la adolescencia aspiramos a hacernos una idea del mundo. Hay una estirpe de novelistas que tuvieron y tienen por propósito dar a manos llenas, saciar; hay un linaje de autores que aspiran a denunciar los vicios y a combatir el aburrimiento de un mundo tan frecuentemente odioso. A esos escritores les adeudamos todo, un festín, la imaginación fértil y el conjuro contra la incultura, esa calamidad. A ellos se deben quienes empezaron como lectores solitarios y menesterosos. De ellos recibieron el alimento y la defensa que oponer a la jactancia y a la vulgaridad de tanto rico desenvuelto que se muestra inculto, ahíto y arrogante. Pero no hay sólo jóvenes destinatarios; hay también lectores ancianos...

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