AAVV - El deler per les paraules

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    El deler per les paraules
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Este volumen reúne importantes contribuciones críticas de especialistas que analizan, contextualizadas, las aportaciones más significativas de Germà Colón, maestro de la filología valenciana, a la filología románica. Se puede apreciar y comprender la inmensa tarea del ilustre filólogo en varios campos, la importancia de sus estudios en la etimología catalana y castellana, su faceta como romanista y como editor de textos, su trabajo como lexicógrafo en las dos lenguas, sus conocimientos dialectológicos, la colaboración con el mundo cultural valenciano, el estudio del léxico francés e italiano, las aportaciones a los diccionarios hispánicos y en concreto al de Nebrija, su aportación al conocimiento del español y la metodología investigadora que sigue. Es el primer libro que, en conjunto, nos acerca a su obra, y la sitúa dentro de la evolución de la filología románica e hispánica

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2. El principio inverso, de traducibilidad o de transitividad, requiere en cambio la invención de la filosofía política –si podemos decirlo así– puesto que se trata de pensar axiológica o normativamente el paso de una a otra, de dialectizar las transiciones y, en todo caso, de poner en relación la razón y la política, el sujeto y la comunidad, de traducir y traicionar a uno y a otro, al uno con el otro. 13Moralizar la política o politizar la moral, he ahí, en toda su profundidad, las modulaciones retóricas y morales a las que da lugar este traspaso, particularmente en el humanismo. Una observación de pasada: se trata todavía ahí de la relación entre la filosofía y la política –y Levinas también puede enseñarnos algo al respecto–. Quizá convendría conocer la justa medida de lo que podríamos llamar la finta de los filósofos en su relación con los príncipes, la finta de la filosofía en su relación con la política. Pienso más en Pascal que en Leo Strauss:

No nos imaginamos a Platón y a Aristóteles más que con grandes togas de pedantes. Eran personas honradas que, como las demás, reían con sus amigos. Y cuando se divirtieron en hacer sus Leyes y sus Políticas lo hicieron bromeando. Era éste el aspecto menos filosófico y menos serio de sus vidas; el más filosófico consistía en vivir simple y sencillamente. Si escribieron de política, fue con la intención de poner orden en un manicomio [subrayado mío, G. B.]. Y si han dado la impresión de hablar de algo importante, es porque sabían que los locos a quienes se dirigían pensaban que eran reyes y emperadores. Admitían sus principios para modelar su locura de la mejor manera posible. 14

Platón, Aristóteles y los demás, hasta Heidegger, ¿han dado «la impresión» de hablar y escribir de política como para «poner en orden un manicomio, asumiendo los principios» de locura de los reyes y de los príncipes para «rebajarlos al menor mal posible»? Medir esta finta implica tener en cuenta una locura muy distinta, la locura de la que habla Levinas, la locura de aquellos que «no se someten» a la lógica, a la «locura» lógica de los dominantes. Medir el posible disimulo de los filósofos exige entonces preguntarse minuciosamente sobre lo que significa «la entrada en el principio» según Pascal y Levinas, según la astuta finta o la exigencia de justicia de los terceros, atendiendo a la «traición» de aquello que, en la finta o en la llamada, se «traduce» en la política de los filósofos. Es «la entrada» la que constituye el problema, tanto en el sentido estricto de Levinas como en las palabras de Pascal, que también marca la imposibilidad de una mera y simple transitividad; imposibilidad que requiere, no obstante, una posible práctica de sí misma. No se trata entonces –y esto es lo que podemos retener de Levinas– de hacer entrar la ética en una relación de derivación, de deducción, en una relación dialéctica con la Justicia. Se trata más bien de pensar hasta el final (¿pero cómo?) la intraducibilidad de lo extraordinario filosófico (la ética) al orden político.

La política, según la proposición Levinasiana, es la instancia de una interrupción necesaria y beneficiosa de la ética, la instancia de una medida común bajo la «entrada» (del tercero) que, para Levinas, es siempre «permanente». Querer o tratar de hacer una traducción de la ética a «valores» que conformarían una «acción» sería reabsorber la ética en un conjunto lógico, lógico-político, de relaciones. Sería reintegrarla en la «alianza» sacrosanta y olvidar, a fin de cuentas, que toda política, incluso la más universal y democrática, abandonada a sí misma, conlleva, según una importante formulación de Totalidad e Infinito, 15la tiranía. En otros términos: todo pensamiento de una relación de tipo transitivo entre la ética y la política, entre la filosofía, las ontologías del ser social o político y la historia, corre el riesgo del desastre o se expone, como mínimo, al peligro de una posible catástrofe. Basta evocar aquí, como caso extremo, el embrutecimiento heideggeriano de la analítica existencial puesta al servicio de una política, así como el compromiso político que le siguió.

Esta intraducibilidad política de la ética creo que constituye un punto importante, el elemento clave de (o para) un pensamiento de lo político que podemos encontrar en Levinas o extraer de su ética. Este principio que hemos llamado de intransitividad no es ciertamente la ausencia de un pensamiento de la política. Un pensamiento de lo político y de la política es, al contrario, muy necesario dada la idea de la «entrada» de los terceros, es decir, de la entrada en la política. Tan cierto es que en Levinas no hay filosofía política como que su filosofía no es un apoliticismo. La radicalidad «antipolítica» 16del pensamiento lévinasiano de lo político procede de un desengaño de la política, de la constatación de un desencantamiento de sus poderes, que no se acompaña, sin embargo, de la resignación o de una despolitización del pensamiento y de la ética. La fórmula citada de Levinas así lo indica. «No abandonar la política a sí misma» proviene de un rechazo de toda autonomización ontopolítica, pero implica, al mismo tiempo, un actuar, un actuar negativo o quizá vacío; en todo caso, el decidido rechazo de todo abandono de la política «a sí misma», pues entonces el Estado se volvería siempre y constantemente, según palabras de Brecht, causa del Estado, causa sui tiránica.

Nuestra cuestión se concreta: ¿cómo no abandonar la política a sí misma sin hacerla pasar por la traducción o la transición dialectizada ni tener que moralizar su ejercicio o sus contenidos?

Con Levinas, estamos obligados a pensar esta relación (la ética, la política) como una no-relación o, más exactamente, como una serie desigual, discontinua, desajustada, de relaciones inestables, de relaciones que «sobrepasan» las relaciones, como –con Pascal y Levinas– el hombre «sobrepasa» infinitamente al hombre o la justicia a la justicia. La ética, en el sentido extraordinario de Levinas, designa una estructura pre-original de la subjetividad que compromete a ésta más allá de sí misma, en una respuesta pre-original y an-árquica, en una inmemorial antecedencia a sí misma. Esta estructura asimétrica está regida por un entrelazamiento complejo entre pasividad absoluta, «más pasiva que toda pasividad», y la urgencia instantánea de tener que responder a la llamada que viene antes de mí. ¿Cómo comprender esta «pasividad» si se le conmina a una acción, podríamos decir, ético-práctica? Para empezar, subrayaría que la respuesta ética no es ni del orden de la voluntad ni del orden de la obediencia. No proviene de una actividad cuyo antónimo sería la pasividad, de un querer que manifestaría la centralidad viril de un sujeto dueño de sus acciones. Por otro lado, esta «pasividad» de la escucha no viene a obedecer pasivamente una orden. En efecto, se obedece una ley, una institución, a un superior jerárquico, una función y jamás a una persona, pues ésta no queda incluida en la acepción de obediencia en la medida en que depende del consentimiento previo a un código de conducta sustancial. La responsabilidad ética describe, antes bien, un tipo de situación en la que los límites de la norma y el marco de la prescripción deben ser desbordados por el sujeto que responde, incluso aunque éste no lo quiera. Le es necesario inventar en el mismo instante de actuar la regla de sus actos o, más exactamente, le es necesario actuar, como dice Levinas, «atrapado», adelantándose a toda norma. Es lo que podríamos llamar el instante o la instantaneidad éticos. El instante ético, el instante de la respuesta, significa ser concernido por un tiempo diacrónico, por una inmediatez, por un tiempo que pasa y se pasa antes de toda toma de conciencia, antes de toda presencia del espíritu: el instante en el que, sin preparación previa, sin saber, sin poder, sin querer, un hombre se deja trastornar por la trascendencia de otro, por su irrupción inesperada, que exige imperativa e imperiosamente una respuesta de responsabilidad, una exposición del sujeto a un acontecimiento que lo atraviesa, obliga y arrastra –o que, al contrario, lo inhibe–. Esta figura, la del instante ético, es evocada por Rousseau en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, cuando describe la situación en que asesinan a un hombre bajo las ventanas de un filósofo que prefiere taparse las orejas y «argumentar un poco» mientras el «populacho», antes de dar cualquier razón, viene en su auxilio. 17

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