Ésta es la condición bajo la que, lo sepamos o no, hacemos nuestra historia compartida. Aunque mucho, tal vez todo o casi todo en esa historia depende de las opciones humanas, la condición bajo la que esas opciones se toman no es una opción en sí misma. Al desmantelar la mayoría de límites espaciotemporales que solían confinar el potencial de nuestras acciones al territorio que podíamos examinar, conocer y controlar, ya no podemos encontrar refugio, al llegar al final de nuestras acciones, en la red global de la dependencia mutua. Nada se puede hacer para detener, mucho menos para invertir, la globalización. Podemos estar a favor o en contra de la nueva interdependencia planetaria con el mismo efecto que el de apoyar o condenar el siguiente eclipse solar o lunar. Sin embargo, mucho depende de nuestro consentimiento o resistencia la forma que ha tomado la globalización de las demandas humanas.
Hace medio siglo, Karl Jaspers podía separar con nitidez la «culpa moral» (el remordimiento que sentimos por haber hecho daño a otros seres humanos, por nuestras acciones u omisiones) de la «culpa metafísica» (la culpa que sentimos cuando se daña a un ser humano, aunque el daño no tenga nada que ver con nuestras acciones). Esa distinción ha sido despojada de significado con el proceso de la globalización. Como nunca antes, las palabras de Donne («No preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti») representan la genuina solidaridad de nuestro destino; el asunto es, sin embargo, que la nueva solidaridad de destino no ha sido emulada por la solidaridad de nuestros sentimientos, mucho menos de nuestras acciones.
En un mundo de dependencia global, interconectada, no podemos estar seguros de nuestra inocencia moral mientras haya seres humanos que sufran indignidades, miseria o dolor. No podemos decir que no sabemos, ni estar seguros de que no hay nada que cambiar en nuestra conducta que impida o al menos alivie el destino de los que sufren. Podemos ser impotentes individualmente, pero podemos hacer algo juntos, y estar juntos es algo que tiene que ver con los individuos. El problema es que, como lamenta otro gran filósofo del siglo XX, Hans Jonas, aunque el espacio y el tiempo ya no ponen límite a los efectos de nuestras acciones, nuestra imaginación moral no ha progresado más allá del alcance que tenía con Adán y Eva. Las responsabilidades que estamos dispuestos a asumir no se aventuran tan lejos como la influencia que nuestra conducta diaria ejerce en las vidas de gente aún más distante.
El «proceso de globalización» ha dado lugar a una red de interdependencia que penetra en cada rincón del planeta, pero poco más. Sería groseramente prematuro hablar de una sociedad global o de una cultura global, mucho menos de un curso de acción global o de una ley global. ¿Hay un sistema social global emergente al final del proceso de globalización? Si lo hay, no se parece a los sistemas sociales que hemos aprendido a considerar la norma. Solíamos pensar en los sistemas sociales como totalidades que coordinan y ajustan y adaptan todos los aspectos de la existencia humana, sobre todo los mecanismos económicos, el poder político y las pautas culturales. Sin embargo, en la actualidad lo que solía estar coordinado al mismo nivel y en la misma totalidad ha sido separado y desplazado a niveles radicalmente distintos. El alcance planetario del capital, las finanzas y el comercio, las fuerzas decisivas para el rango de las opciones y la efectividad de la acción humana, para el modo en que viven los seres humanos y para sus sueños y esperanzas, no ha sido emulado por una escala similar de los recursos que la humanidad ha desarrollado para controlar esas fuerzas que controlan a los seres humanos.
Más importante aún, esa dimensión planetaria no ha sido emulada por una escala global similar de control democrático. Podemos decir que el poder «ha huido» de las instituciones desarrolladas históricamente que solían ejercer un control democrático de los usos y abusos del poder en los Estados-nación modernos. La globalización, en su forma actual, significa una progresiva pérdida de poder de los Estados-nación en ausencia de un sustituto efectivo.
Ya se había dado un acto de magia similar de los agentes económicos, aunque obviamente a una escala más modesta que en nuestra época globalizada. Max Weber, uno de los analistas más agudos de la lógica (o falta de lógica) de la historia moderna, advirtió que la partida de nacimiento del capitalismo moderno fue la separación de los negocios de la casa familiar, de la que dependía la densa red de derechos y obligaciones mutuos de las comunidades urbanas, parroquias o gremios de artesanos en la que las familias y los vecinos estaban atrapados. Con esa separación (mejor dicho, de acuerdo con la antigua alegoría de Mennenio Agrippa, «secesión»), los negocios se aventuraron en una genuina tierra fronteriza, una tierra de nadie virtual, libre de concernencias morales y constricciones legales, subordinada sólo al propio código de conducta de los ne gocios. Como sabemos, esa extraterritorialidad moral sin precedentes de las actividades económicas llevó en su momento al espectacular avance del potencial industrial y al crecimiento de la riqueza. Sabemos también, sin embargo, que durante todo el siglo XIX esa extraterritorialidad redundó en la miseria humana, la pobreza y una polarización estremecedora de las pautas y oportunidades de la vida humana. Sabemos que, al cabo, los emergentes Estados modernos reclamaron la tierra de nadie que los negocios consideraban propiedad exclusiva suya. Las agencias normativas del Estado invadieron esa tierra y circunstancialmente, aunque no sin una resistencia feroz, se la apropiaron y colonizaron, colmando así el vacío ético y mitigando las consecuencias menos favorables para la vida de sus súbditos/ciudadanos.
La globalización podría ser descrita como una segunda secesión. Una vez más, los negocios han escapado al confinamiento familiar, aunque esta vez la casa dejada atrás es la «casa imaginada» moderna, circunscrita y protegida por los poderes culturales, militares y económicos del Estado-nación, políticamente soberano. Una vez más, los negocios han adquirido un «territorio extraterritorial», un espacio propio, que puede recorrer libremente apartando los débiles obstáculos locales y eliminando los más difíciles, persiguiendo sus propios fines y relegando otros económicamente irrelevantes y, por tanto, ilegítimos. Una vez más observamos efectos sociales parecidos a los que se suscitaron en la protesta moral con la primera secesión, aunque (como la segunda secesión misma) a una escala global inmensamente mayor.
Hace casi dos siglos, en medio de la primera secesión, Karl Marx imputó el error de la «utopía» a los partidarios de una sociedad más decente, equitativa y justa que esperaban lograr su propósito deteniendo el capitalismo triunfante y volviendo al punto de partida, al mundo premoderno de casas extendidas y talleres familiares. Marx insistía en que no había vuelta atrás, y en este punto al menos la historia le ha dado la razón. Cualquiera que sea la justicia y equidad que arraigue en la realidad social, necesita partir del punto al que las transformaciones irreversibles han llevado a la condición humana. Hay que recordar esto cuando se piensa en las opciones endémicas de la segunda secesión.
Un paso atrás de la globalización de la dependencia mutua entre seres humanos, del alcance global de la tecnología humana y las actividades económicas, es, con toda probabilidad, imposible. Respuestas como formar un círculo con los carros o la vuelta a la tribu (nacional, comunal) no sirven. La cuestión no es cómo remontar el río de la historia, sino cómo combatir su contaminación de miseria humana y encauzar su corriente hacia una distribución más equitativa de los beneficios que depara.
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