AAVV - Emmanuel Lévinas

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En noviembre de 2006, celebrando el centenario de su nacimiento, tuvo lugar el congreso internacional Lévinas, la Filosofía como Ética. Organizado conjuntamente por el MUVIM y la Universitat de València; este volumen recoge las actas de dicha reunión acedémica. Un recorrido a través del pensamiento de Lévinas: su posición dentro y fuera de la filosofía, la torsión del concepto tradicional de ética o de lenguaje, la convergencia o divergencia de la ética y la política, así como las raíces judías de su pensamiento. Hay algo de arriesgado en la celebración del congreso; son escasos los investigadores que estudian a este filósofo, por lo que un congreso que los reúna a prácticamente todos constituye un acontecimiento en los estudios sobre Lévinas, al mismo tiempo que un libro que contenga las conferencias de dicho acto deviene un hito filosófico en lengua castellana.

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Como Georg Simmel señaló en su comparación fundamental entre las relaciones diádicas y triádicas, «la característica decisiva de la díada es que cada uno de los dos miembros debe encargarse de algo y que, en caso de fracasar, sólo queda el otro, no una fuerza supraindividual, como prevalece en un grupo incluso de tres». Esto, insiste Simmel, «le da a la relación diádica una coloración muy marcada y específica (...), pues el elemento diádico suele enfrentarse con más frecuencia al todo o nada que un miembro de un grupo mayor». 4Es fácil ver por qué la relación diádica tiende naturalmente al «encuentro moral de los dos» (incluso es idéntica), y por qué tiende a ser un hábitat natural (casi una nodriza) de la «incondicionalidad de la responsabilidad» o del «silencio de la demanda ética» que probablemente no surgiría ni arraigaría de otro modo; no brotaría espontáneamente ni sería sostenida por grupos más amplios en los que prevalecen las relaciones mixtas sobre las relaciones inmediatas, cara a cara, y proporcionan, por tanto, una matriz para muchas alianzas y divisiones alternativas. También es fácil ver por qué una entidad pensante/sentiente crecida en el confinamiento seguro de la díada es sorprendida y se siente fuera de su elemento cuando se encuentra en una situación en la que hay un tercero. Es fácil ver por qué las herramientas y los hábitos desarrollados en una relación diádica han de ser examinados y complementados para que una tríada sea viable.

Hay un parecido notable entre el intenso, pero al final inconcluso y frustrante intento de Levinas para devolver al Yo moral al mismo mundo de cuyas trazas ha tratado de purificarlo durante toda su vida, y el exorbitante, incluso hercúleo, aunque igualmente frustrado y frustrante intento del anciano Husserl para regresar a la intersubjetividad desde la «subjetividad trascendental», que había tratado de limpiar durante toda su vida de adulteraciones «interpuestas». La pregunta es si la capacidad y aptitud moral, hecha a la medida de la responsabilidad por el Otro como el Rostro, será lo bastante capaz y potente, y estará suficientemente dispuesta y será lo suficientemente vigorosa para acomodarse y llevar una carga completamente distinta de responsabilidad por el «Otro como tal», otro indefinido y anónimo, otro sin rostro (disuelto en la multitud de «otros otros»). ¿Podrá una ética nacida y cultivada en el seno del encuentro moral de los dos trasplantarse en la «comunidad imaginada» de la sociedad humana y, más allá, en la comunidad global imaginada de la humanidad?

Para decirlo de una vez: ¿prepara la educación moral recibida en el seno del encuentro moral de los dos a sus miembros para vivir en el mundo?

Antes de que el mundo, obstinada y vejatoriamente inhospitalario para la ética, se convirtiera en su principal y obsesiva preocupación, Levinas lo visitó en relativamente pocas ocasiones, breve y cautelosamente, y casi nunca por propia iniciativa, sino urgido por acuciantes. En «La moralidad empieza en casa, o el empedrado camino hacia la justicia» doy cuenta de esas visitas desde «Le moi et la totalité» de 1954 hasta «De l’unicité», publicado en 1986. 5

Conforme pasó el tiempo, el espacio y la atención dedicados a las oportunidades del impulso moral que pone a prueba, en el amplio escenario social, «la amabilidad que lo engendró y lo mantiene con vida», 6crecieron gradual, pero imparablemente. El mensaje más elaborado hacia el final de la vida de Levinas fue que el impulso moral, aunque sea soberano y autosuficiente en el seno del encuentro moral de los dos, es una pobre guía una vez se aventura fuera de sus límites. La frustrante infinidad e incondicionalidad de la responsabilidad moral, o (como el gran filósofo danés de la ética Knud Løgstrup diría) el nocivo silencio de la demanda ética que insiste en que hay que hacer algo, pero rechaza obstinadamente especificar el qué, no se sostiene cuando el «Otro» aparece en plural, como él o ella lo hacen en la sociedad humana. En el mundo densamente poblado de la cotidianidad humana, el impulso moral necesita códigos, leyes, jurisdicción e instituciones que los dispongan y supervisen: al ser proyectado en la gran pantalla de la sociedad, el sentido moral se reencarna en, o vuelve a procesarse como, justicia social.

En presencia del Tercero –dice Levinas en una conversación con François Poirié– abandonamos lo que yo llamo el orden de la ética, o el orden de la santidad o el orden de la misericordia, o el orden del amor, o el orden de la caridad, donde el otro ser humano me concierne con indiferencia del lugar que ocupa en la multitud de seres humanos, e incluso con indiferencia de nuestra condición compartida de individuos de la especie humana; me concierne como alguien cercano a mí, como el primero en llegar: es único. 7

Simmel añadiría que «el punto esencial es que, en una díada, no hay mayoría sobre el individuo. Esa mayoría, sin embargo, es posible con la mera adición de un tercero. Pero las relaciones que permiten que el individuo sea gobernado por una mayoría devalúan la individualidad». Devalúan, por tanto, la unicidad y la privilegiada cercanía, y las prioridades incontestadas, y las responsabilidades incondicionales de la primera piedra de la relación moral.

*

La repetida afirmación de que «Éste es un país libre» (queriendo decir que cada uno decide qué clase de vida desea llevar, cómo vivirla y escoge las opciones que hacen posible esa decisión, de modo que no sea culpa de otro si las cosas no salen como esperábamos) sugiere la alegría de la emancipación que se mezcla inseparablemente con el horror de la derrota. «Un hombre libre –diría Joseph Brodsky– no culpa a nadie cuando fracasa» 8(salvo a sí mismo...). Por poblado que esté el mundo, no hay nadie a quien atribuir mi fracaso. Como Levinas diría, repitiendo a Dostoievski: «Somos culpables de todo y por todos los hombres, y yo más que nadie», añadiendo: la responsabilidad es mi cometido. La reciprocidad es el suyo. «El Yo siempre tiene una responsabilidad más que los otros». 9

Obtener la libertad se considera un acto de emancipación exultante, sea de obligaciones estrechas e irritantes prohibiciones, o de monótonas y empobrecedoras rutinas. Poco después, la libertad se convierte en el pan de cada día y una nueva clase de horror, no menos estremecedora que los terrores de los que nos hemos librado gracias a la libertad, hace que los recuerdos del pasado empalidezcan: el horror de la responsabilidad. Las noches que siguen a los días de rutina obligatoria están llenas de sueños de libertad de las constricciones. Las noches que siguen a los días de opciones obligatorias están llenas de sueños de libertad de la responsabilidad.

Es algo, por tanto, que merece destacarse, pero apenas resultará sorprendente que los dos ejemplos más poderosos y persuasivos de la necesidad de la sociedad (es decir, de un sistema comprehensivo, sólidamente establecido y eficazmente protegido, de constricciones y reglas) aducidos por los filósofos desde el inicio de la transformación moderna provengan del reconocimiento de las amenazas físicas y de las cargas espirituales endémicas a la condición de la libertad.

El primer caso, articulado por Hobbes y elaborado con detalle por Durkheim y Freud, y a mediados del siglo XX convertido en la doxa de los filósofos y científicos sociales, presenta la coerción social y las constricciones impuestas por la regulación normativa a la libertad individual como medios necesarios, inevitables y, en última instancia, saludables y beneficiosos de protección de la unidad humana contra «la guerra de todos contra todos» y de los individuos humanos contra la «vida que es odiosa, sucia y breve». El cese de la coerción social, defienden los partidarios de este caso (si ese cese fuera posible o concebible), no liberaría a los individuos; por el contrario, sólo los haría incapaces de resistir a las enfermizas presiones de sus propios instintos, esencialmente antisociales. Los haría víctimas de una esclavitud aún más horrible que la de todas las presiones que la realidad social firme pudiera producir. Freud presentó la coerción socialmente ejercida y la limitación resultante de las libertades individuales como la esencia misma de la civilización: puesto que «el principio del placer» (como el impulso a buscar gratificaciones sexuales o la innata inclinación humana a la pereza) guiaría, o más bien desorientaría la conducta individual hacia la tierra baldía de la asociabilidad o sociopatía, a menos que fuera constreñido, atado y contrarrestado por «el principio de realidad», ayudado por el poder y ejercido en nombre de la autoridad, la civilización sin coerción es impensable.

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