Barbara J. Risman - Adónde nos llevará la generación millennial

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La juventud adulta de hoy en día ¿es rebelde respecto al género o está volviendo a la tradición? Barbara J. Risman nos revela las diversas estrategias que utiliza esta generación para negociar la revolución de género actual. Apoyándose en su teoría del género como estructura social, analiza las historias de vida de un conjunto diverso de «millennials» y sus identidades de género, sus ideologías y sus esperanzas y sueños para el futuro.

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El género en tanto que estructura social

Si queremos entender lo que es el género para la generación millennial , primero debemos estar de acuerdo en cómo conceptualizamos la idea de género. 1En este capítulo presento una forma de pensar el género que va mucho más allá de la identidad personal, me refiero al género en tanto que estructura social . Empezaré con un recorrido sobre cómo se ha entendido el género en el pasado, principalmente desde el punto de vista de la investigación en ciencias sociales. Mi contribución pretende sintetizar las aportaciones anteriores. Empiezo con una explicación de las teorías e investigaciones previas sobre género, para integrarlas después en una versión revisada del marco teórico sobre el que he trabajado durante la mayor parte de mi carrera.

Para iniciar este recorrido, haremos un breve repaso tanto de las primeras teorías biológicas que buscaban explicar las diferencias sexuales, como de aquellas que se encuentran en desarrollo. Después nos centraremos en las teorías que, desde la psicología, conceptualizan el género como un rasgo de la personalidad, fundamentalmente como algo que es propio de los individuos. Después de ello nos proponemos intentar comprender la pugna entre las diversas teorías sociológicas que se desarrollaron para cuestionar la presunción de que el género es simplemente una característica individual. Con este bagaje previo, me aproximo a los enfoques integrativo e intersectorial, que emergieron hacia finales del siglo pasado, incluido el mío propio. A pesar de la interdisciplinariedad –a menudo contradictoria– de las investigaciones publicadas en las últimas décadas, es posible identificar una narrativa coherente que da cuenta de una comprensión cada vez más sofisticada del género y de la desigualdad sexual. La investigación en género constituye, en muchos sentidos, un estudio de caso que ilustra el método científico. Cuando la investigación empírica no confirmaba las premisas teóricas, estas se revisaban, se contextualizaban e incluso a veces se descartaban, lo que daba origen a nuevas teorías. En este capítulo trazaremos ese recorrido. Finalizaré aportando mi propia contribución, un enfoque integrador y multinivel que entiende el género en tanto que estructura social con consecuencias para los sujetos individuales, para las expectativas que se generan en la interrelación con las otras personas, así como para las instituciones y organizaciones (Risman, 1998; 2004; Risman y Davis, 2013). Usaremos mi marco teórico a lo largo de este libro para intentar entender adónde podría llevarnos la generación millennial .

LA EVOLUCIÓN DE LAS TEORÍAS BIOLÓGICAS SOBRE LAS DIFERENCIAS SEXUALES

Las endocrinólogas, profesionales de la medicina especialistas en la producción y regulación de las hormonas, han mantenido durante mucho tiempo que la masculinidad y la feminidad eran resultado de las hormonas sexuales (Lillie, 1939). William Blair Bell, ginecólogo británico, fue el primero en explicitar este supuesto en 1916, cuando escribió: «… la psicología normal de toda mujer depende del estado de sus secreciones internas, y a menos que sea impulsada por la fuerza de las circunstancias –económicas y sociales–, no tendrá deseo propio por abandonar su esfera normal de acción» (Bell, 1916: 129). Esta afirmación, al igual que otras sostenidas en aquella época, se centraba en las hormonas como factores limitantes solo de la vida de las mujeres, como si los hombres no fueran también seres biológicos. Con el auge de la ciencia, las conductas de género empezaron a ser justificadas por las hormonas sexuales en vez de por explicaciones religiosas (Bem, 1993), pero entonces la investigación reveló una mayor complejidad al demostrar que la mera existencia de hormonas sexuales en el cuerpo no permitía distinguir a los hombres de las mujeres, ya que ambos sexos segregaban estrógenos y testosterona, aunque en cantidades diferentes (Evans, 1939; Frank, 1929; Laqueur, 1927; Parkes, 1938; Siebke, 1931; Zondek, 1934). No es solo que los hombres y las mujeres tengan estrógeno y testosterona corriendo por sus venas, sino que estas hormonas tienen efectos mucho más allá del sexo o el género, ya que se encuentran, aunque no solo, en el hígado, los huesos y el corazón (Davis et al., 1934). La posibilidad de que las hormonas sexuales fueran la causa directa de las diferencias sexuales y solo de las diferencias sexuales empezó a ponerse en duda.

En un simposio celebrado por la New England Psycological Association se abordaron los nuevos avances en la investigación sobre la diferencia sexual (Money, 1965). Entre estos se incluía la sugerencia de que, durante la gestación, las hormonas sexuales generaban diferenciación cerebral. Es decir, que, durante el desarrollo fetal, las hormonas eran las responsables de dar forma a cerebros masculinos o cerebros femeninos; por lo tanto, las hormonas eran también responsables de las diferencias sexuales, aunque indirectamente (véase también Phoenix et al., 1959). Se comenzó a pensar que el cerebro era el responsable de la diferenciación sexual, así como de la orientación sexual y de las conductas de género (ibíd.).

Aunque los argumentos que justifican la diferenciación de los cerebros masculino y femenino se originaron hace mucho tiempo, recientemente asistimos a un resurgimiento de este tipo de investigaciones (Arnold y Gorski, 1984; Brizendine, 2006; Cahill, 2003; Collaer y Hines, 1995; Cooke et al., 1998; Holterhus et al., 2009; Lippa, 2005). A finales del siglo XX (véase el artículo de revisión de Cooke et al.) existía un gran consenso respecto a la diferencia existente entre el cerebro masculino y el femenino, pero no con relación a las consecuencias de esta disparidad. Algunas investigaciones concluyen que la exposición prenatal a andrógenos está fuertemente correlacionada con el comportamiento sexual arquetípico posnatal (Hrabovszky y Hutson, 2002; Collaer y Hines, 1995). En el siglo XXI, las teorías sobre el sexo del cerebro continúan manteniendo que este órgano es el eslabón intermedio entre las hormonas sexuales y la conducta de género. Los metaanálisis han hallado poca evidencia con respecto a la tesis de los hemisferios derecho e izquierdo para explicar las diferencias de sexo (Pfannkuche et al., 2009).

La investigación científica que aborda la diferenciación sexual de los cerebros no está exenta de crítica (Epstein, 1996; Fine, 2011; Fausto-Sterling, 2000; Jordan-Young, 2010; Oudshoorn, 1994). Por ejemplo, Jordan-Young (2010) llevó a cabo una revisión de más de 300 investigaciones sobre la diferenciación sexual del cerebro y entrevistó a algunos de los científicos que las habían coordinado, y sus conclusiones apuntan a que los estudios sobre la dis posición del cerebro son tan deficientes desde el punto de vista metodológico, que no cumplen los estándares mínimos de calidad de la investigación científica. Los estudios no son consistentes en sus conceptualizaciones de «sexo», 2género y hormonas, y cuando se aplican los conceptos de uno de los estudios a otro, los resultados no son replicados.

Una deficiencia importante de las investigaciones sobre las diferencias sexuales en los cerebros humanos es que carecen de fiabilidad y dependen de definiciones y mediciones de los conceptos que no tienen consistencia. Además, muchas de estas investigaciones se basan en animales que, en principio, cabe pensar, tienen menos influencia cultural en sus vidas que la mayoría de las personas. Fine (2011) ha revisado un amplio espectro de estudios y metaanálisis, así como informes, que aportan poca evidencia científica, aunque sus autores afirmen lo contrario. Por ejemplo, cuestiona la afirmación de Brizendine (2006) de que los cerebros femeninos están configurados para mostrar una mayor empatía, y advierte de que la investigación que apoya esta propuesta incluye solo cinco referencias, de las cuales una se ha publicado en Rusia, otra está basada en autopsias y el resto no aportan datos comparativos por sexo. De manera similar, Fine argumenta que mientras que los datos de imágenes cerebrales muestran alguna diferenciación sexual en las funciones cerebrales, no existe ninguna evidencia de que el desempeño real de dichas funciones sea diferente. Muchas investigaciones sugieren que la mayoría de las diferencias respecto al sexo son específicas de grupos raciales o étnicos particulares, así como de clases sociales diferentes. Por ejemplo, sabemos que las habilidades que se entiende que presentan diferencias según el sexo, como por ejemplo las matemáticas, a menudo difieren de manera bastante evidente según la etnia y la nacionalidad.

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