La visita multitudinaria y poco controlada del gran público ha puesto en riesgo de desaparición aquello que despierta el interés de los visitantes. Ante esta situación alguno de estos yacimientos se ha tenido que cerrar al público, o reducir drásticamente el número de visitantes, afectadas las pinturas y grabados de sus paredes de hongos, musgos, líquenes u otros organismos que, incluso, han llegado a hacer peligrosa la presencia humana en alguna de esas cuevas, como es el caso de Lascaux. La alternativa a la hora de dar respuesta al interés por estas obras no ha podido ser otra que la cuidada reproducción de su decoración parietal en centros de acogida y explicación. Las llamadas neocuevas de los tres yacimientos antes citados concitan visitas multitudinarias atraídas por la llamada de imágenes que llegan a remontar en el tiempo a más de mil generaciones. En ocasiones, en los sellos, en los carteles turísticos, incluso en las cajetillas de tabaco de no hace muchos años, se han utilizado figuras del arte rupestre paleolítico. Igual que con el arte griego y romano clásico, o con el mesopotámico y el egipcio, estas imágenes se han incorporado al imaginario de la sociedad contemporánea. El fenómeno, con los medios de comunicación, internet y la globalización, ha alcanzado una dimensión antaño desconocida.
Bien podría pensarse que el valor comunicativo de las imágenes resiste el paso del tiempo y de la cultura de la que forman parte y que esa es la razón por la que despiertan tanto interés, pero no es así. Y no lo es en absoluto. Las imágenes no hablan por sí solas, podemos ser sensibles a la apreciación estética de las formas, puede estimularnos la complejidad de los temas, pero la significación de esas imágenes en el mundo en el que se crearon queda fuera de nuestro alcance, y no solo del gran público, sino también del especialista. En el arte visual confundimos con mucha frecuencia la estética y la forma con el significado. Nada más lejos de la verdad. Como nos dice Descola en la introducción al volumen publicado con motivo de la exposición «La fabrique des images», organizada en París en el año 2010, basta echar un vistazo a la variedad de interpretaciones que ha generado el arte paleolítico desde su descubrimiento, o las vivas controversias que genera su significado entre los especialistas que se dedican a su estudio, para comprender inmediatamente que las imágenes no hablan por sí mismas de su significado. La razón es fácil de entender, las imágenes facilitan una información que se sustenta en la cultura que las produce. Con la experiencia que le proporciona el conocimiento de imágenes propias de grupos cazadores-recolectores de diversos ámbitos del planeta, Descola entrevé con rapidez las diversas interpretaciones que pueden asociarse al dibujo, por ejemplo, de un mamut paleolítico. ¿Hace el animal representado referencia a un episodio de caza? ¿Se trata de una imagen de un mito perdido que evoca un tiempo en el que los humanos y los animales vivían en armonía? ¿Se trata de una imagen vinculada a un ritual que debe favorecer la adquisición de presas en la caza? ¿O se trata de la glorificación de un animal que se considera el origen del grupo humano que lo representó?
Cuando tomamos como elemento de comparación lo que en el campo de la antropología algunos estudiosos han venido a denominar «sociedades simples», caracterizadas por sistemas sociales de pequeña escala y formas de ver el mundo tan distintas de la nuestra, todas esas explicaciones son posibles: el éxito de la caza de un animal peligroso, el fracaso de esa misma acción con las consecuencias negativas para el cazador y el grupo, el mito de origen o de creación. Pero se trata de explicaciones notablemente distintas, unas referidas a la narración de actos cotidianos, otras con un profundo significado metafísico. Y ni siquiera a través de un estudio estadístico detenido, atento a las frecuencias de los temas, sus ubicaciones y las asociaciones en las que se integran las distintas especies representadas, resulta fácil dilucidar cuál de todas esas interpretaciones podría ser la adecuada (Sauvet et al., 2006).
Las imágenes tienen un componente formal y estético, atraen nuestra atención por su aspecto, por su ambigüedad o por su belleza, incluso por el tema que representan, pero su fuerza no está en la forma, sino en lo que comunican o, como propone David Freedberg (1992), en la respuesta que provocan en el espectador. El componente estético –o visual– no hace más que reforzar la capacidad comunicativa porque, como más adelante veremos, la imagen cautiva nuestra atención, hace más llamativo el mensaje transmitido, hace entrar en juego la emoción que facilita el recuerdo y permite que adquiera una dimensión inusual en un contexto no artístico. En las largas etapas del pasado en las que las sociedades eran ágrafas y la memoria constituía la única forma de almacenar información, es fácil entender el valor mnemotécnico de la imagen. Podríamos ampliar estas consideraciones a otros tipos de expresión artística no plástica, pero su documentación en el pasado lejano o es inexistente o está reducida a mínimos insuficientes para su análisis, por lo que quedarán fuera de estas páginas.
Hasta tal punto las imágenes forman parte de nuestra vida que resulta difícil pensar en un tiempo desprovisto de imágenes (Paillet, 2018). Especialmente si pensamos que la imagen visual no se limita al dibujo, sea este figurativo o no, o a la escultura y el modelado, sino que incluye también la decoración personal, ya sea en forma de adornos, pinturas, tatuajes o escarificaciones. Comunicamos con la cultura material que empleamos, y aprovechamos esa fuerza para consolidar relaciones sociales, establecer vínculos con desconocidos y transmitir estados de ánimo o apetencias de todo tipo. El cuerpo humano se convierte en un precioso vehículo de comunicación que las sociedades de organización social a pequeña escala han explotado habitualmente y que nosotros también aprovechamos para transmitir información. Basta echar una rápida mirada a las cifras económicas que mueve la moderna industria del adorno de alta gama y la bisutería, o de la moda, para darse cuenta de la importancia de las imágenes visuales corporales en nuestra actual sociedad.
El origen de la expresión artística, en nuestro caso, al referirnos a la prehistoria, el de las imágenes visuales, es un tema que centra una importante atención en las disciplinas paleoantropológicas o prehistóricas. La presencia del arte visual, en cualquiera de sus formas, se ha considerado como prueba de la existencia de una capacidad cognitiva «moderna», un término que considera nuestra cognición como algo único y netamente diferenciado del conjunto de capacidades de los humanos anteriores a nosotros. Como si la cultura surgiera de pronto, asociada a la cognición y a la capacidad creativa.
Cada vez resulta más frecuente considerar que la cultura y la socialización constituyen dos factores que modelan nuestra evolución biológica, que coevolucionaron mediante la selección natural. Desde esta perspectiva, son los requerimientos de la transmisión cultural, el aprendizaje y fidelidad de la transmisión de la información en la enseñanza, los factores que facilitaron el proceso de aumento cerebral. Y la especial característica de los humanos es, probablemente desde la aparición del género Homo , la de ser una especie social cuyo éxito se debe a la importancia de la cultura. Con estos planteamientos resulta imposible pensar en un proceso evolutivo en el que la cognición pueda considerarse el resultado de un cambio puntual. Por el contrario, todo incita a considerar la idea de que a lo largo de los tres últimos millones de años se produjo un progreso paulatino en las capacidades cognitivas de los humanos, tal y como sugiere el propio proceso de desarrollo cerebral.
Читать дальше