Una vez, conocí a un hombre que tenía problemas para expresar sus sentimientos porque asumía la responsabilidad de la depresión de su hija menor. Prefería creer que era un agresor de niños antes que admitir que su madre, la abuela de la niña, la había lastimado. En un esfuerzo innecesario por evitar lastimar a alguien más, se cerró en el plano emocional.
He hablado con hombres y mujeres que, luego de ser violados o sufrir abusos sexuales, se fueron de juega, juergas temerarias en que dormían con extraños que conocían en el bar y participaban en fiestas desenfrenadas. Algunos recurrieron al alcohol, la cocaína o la marihuana para adormecer su intensa agonía emocional. Despertaban la tarde siguiente sin saber con quién habían dormido ni qué habían hecho.
He conocido a hombres que los demás calificaban erróneamente de misóginos o sexistas, pero en realidad tenían tan poca autoestima que solo se valoraban en función a su salario, su sexualidad o su apariencia externa. Eran violentos con las mujeres, pues suponían que ellas los juzgaban y los rechazaban, pero al trabajar para superar sus defensas, se volvieron compasivos y llegaron a estar muy agradecidos.
A pesar de su sufrimiento, todas estas personas llegaron a arrepentirse de su pecado. Se lamentaron por su quebranto y lucharon para vencer. Puede que haya sido un proceso de años, incluso de décadas, pero lenta y constantemente llegaron a entender su trauma, reconocer sus faltas y cambiar.
Sin embargo, a pesar de nuestras buenas intenciones, a veces no es saludable que nos rodeemos de otra víctima. A veces nosotros tampoco le hacemos bien a esa persona. Es posible que reflejemos los sufrimientos de la otra parte y activemos mutuamente nuestros traumas. El hecho de que alguien más sea un sobreviviente no significa que debas permitir que sus problemas te destrocen. A veces, lo más amoroso que podemos hacer es encomendar a esa persona a Dios, reconociendo que forma parte del campo misionero de alguien más. No puedes impedir que otra persona se ahogue si permites que también te arrastre a ti hacia el fondo del agua.
La Biblia es clara en enseñar que todos los humanos son capaces de hacer grandes bondades y de hacer grandes maldades. Como dijo de forma poética el profeta Isaías: «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino» (Isaías 53:6).
Dios no participa en juegos psicológicos ni pierde el tiempo suavizando los hechos. Nos confronta con nuestra inclinación natural hacia la transgresión. Y aunque ese concepto no es agradable, creo que en el fondo todos sabemos que es cierto. Sabemos que perdemos los estribos. Sabemos que actuamos de forma precipitada. Sabemos que decimos y hacemos cosas increíblemente estúpidas. Nos mentimos a nosotros mismos y les mentimos a los demás. No vivimos a la altura de nuestros propios estándares, ni mucho menos a la de los de Dios.
Todos somos pecadores. No todos son abusadores. Desenmarañar todo esto es complejo porque nosotros somos complejos. Los patrones pecaminosos y las adicciones pueden añadir capas de complejidad al desafío de la restauración, que de por sí es complicado.
A la larga, tuve que preguntarme: ¿cómo puedo discernir quién es digno de confianza? ¿Cómo puedo estar segura de que no me convertiré en abusadora? ¿Es seguro que tenga hijos? ¿Y qué si mi padre decía la verdad, qué si su pecado fue culpa mía o yo me lo imaginé todo? ¿Qué si mi padre me heredó la inclinación a abusar, como si se tratara de una enfermedad espiritual hereditaria?
GRACIADORES Y ABUSADORES
Me parece que es útil hacer la distinción entre el abusador y la persona a la que yo llamo «graciador». Esta es la diferencia: los abusadores alimentan su pecado, mientras que los graciadores luchan contra él. El graciador puede actuar mal, incluso horriblemente mal, pero lo admite, busca que lo perdonen y, en consecuencia, cambia activamente sus pensamientos, palabras y acciones (solo como aclaración, no estoy diciendo que el «graciador» es necesariamente cristiano. Dios otorga lo que comúnmente llamamos «gracia común», que restringe a las personas para que no tomen malas decisiones y las influencia para que decidan bien, aun si no lo reconocen a Él ni a Su actividad. Por ejemplo, todos nosotros tenemos una conciencia dada por Dios [Romanos 2:14–16]).
Cuando el graciador reflexiona, admite sus faltas y se arrepiente de verdad: cambia el curso de su actitud y sus acciones. El abusador, en muchos casos, es demasiado orgulloso y engañador como para pedir perdón de verdad. Si llega a pedir disculpas, es porque lo descubrieron, quiere conseguir una confianza que no merece o pretende jugar con tu cabeza.
El graciador trabaja con humildad para mejorar. El abusador no lo hace. Puede mostrar un cambio aparente o una mejoría temporal, pero a la larga vuelve a sus sendas abusivas. Es como la persona que Jesús describe en Lucas 11:24–26, que, luego de ser librada de un espíritu inmundo, asea su alma con sus propios méritos y orgullo, pero después vuelve a ser poseída y cae en un estado aún peor que el de antes. De la misma manera, el abusador puede limpiar su actuar por un tiempo, para después reincidir en pecados peores que los de antes. El libro de Proverbios nos advierte que «Como perro que vuelve a su vómito, así es el necio que repite su necedad» (Proverbios 26:11), y esa clase de necedad repetitiva tiene consecuencias catastróficas.
En contraste, el graciador no insiste en limpiarse de su actuar por sí mismo. Sacrifica su orgullo y acepta ayuda para reparar la relación. Los abusadores rara vez tienen la humildad suficiente para buscar consejería, pues eso sería admitir debilidades o fallas. Recalcan que no tienen ningún problema o afirman que se pueden arreglar a sí mismos.
La diferencia entre el graciador y el abusador no siempre es tan clara como la del héroe versus el villano, la de la luz versus la oscuridad o la de un jedi versus un sith. Puede que encuentres a un graciador tatuado en un bar a las 2 de la madrugada y a un abusador sentado en la banca de la iglesia el domingo en la mañana.
Entonces, ¿cómo podemos empezar a distinguirlos? Gálatas 5 describe «el fruto del Espíritu», que es el conjunto de atributos que Dios cultiva en Su pueblo. Pero en este contexto, también es esclarecedor para ayudarnos a distinguir, de modo general, entre las personas que tienden al pecado crónico y las que tienden hacia la gracia.
Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley.
(Gálatas 5:22–23)
Es fascinante notar que los abusadores a menudo presentan comportamientos que son totalmente opuestos a estos.
El amor vs. la apatía y el odio
El abusador no ama en el sentido bíblico y abnegado. Aunque afirma amar, su forma de relacionarse conlleva niveles tóxicos de elementos como la manipulación, el control, la obsesión, la adicción, el engaño, la culpabilización, el narcisismo, el orgullo y el egocentrismo. Es posible que no incorporen todas esas características negativas, pero estas personas escogen algunos vicios y los perfeccionan de forma magistral.
El graciador ama a los demás más que su pecado y su orgullo. Está dispuesto a sacrificarse por los demás en vez de exigir constantemente que los demás se sacrifiquen por él. Hace esfuerzos activos por mantener relaciones positivas y evita herir los sentimientos de los demás. No dicta las aspiraciones y los objetivos de los demás, sino que promueve los talentos y deseos saludables que Dios les ha dado, y los influencia en la dirección correcta.
El gozo y la paz vs. la insatisfacción
Para el abusador, resulta difícil gozarse en cosas que no satisfacen sus necesidades. Se muestra insaciable, descontento, siempre anhelando cosas inalcanzables. Mientras más intentas complacerlo, más sube la vara. Tu amor nunca será suficiente, no por alguna falta tuya, sino porque es un hoyo negro en el plano emocional que siempre aspira, pero nunca se llena.
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