Jesús experimentó traición por parte de los que Le habían jurado lealtad y habían declarado su amor por Él. Él entiende cómo se siente eso.
JESÚS FUE DIFAMADO
Imagínate un momento el juicio fingido de Jesús. Jesús está en el medio, abucheado, escarnecido y acusado falsamente por mentirosos que tenían puestas ropas sacerdotales. En el Antiguo Testamento, Dios instituyó a los sacerdotes para que hablaran al pueblo en Su nombre y Le ofrecieran sacrificios en favor del pueblo. Usaban ropas hermosas, diseñadas por y para el Sacerdote supremo, Jesucristo (Éxodo 28:31–35). ¡Hablando de lobos vestidos de ovejas! Incluso mientras torturaban y asesinaban al Mesías prometido, esos hombres tenían puestas Sus vestimentas sacerdotales. Sacrificaban corderos en el templo de Dios incluso mientras planeaban asesinar al Cordero de Dios en la cruz de un delincuente.
Las personas que Jesús amaba y a las que vino a salvar lo llamaron blasfemo —mentiroso, falso maestro y difamador de Dios—. Dijeron que estaba loco. Le dijeron borracho. Le pusieron todos los rótulos menos el que le pertenecía: el del Mesías prometido amoroso y paciente.
Yo no he sido acusada sin razón ni condenada injustamente por mi propio pueblo en un tribunal, pero sí fui golpeada en el salón donde mi familia leía la Biblia y oraba. Sé cómo se siente que te digan loca y mentirosa, y que aseguren que tú fuiste la que provocó el pecado de tu abusador.
Jesús sabe cómo se siente eso, cómo se siente que digan mentiras de ti, ser víctima de falsedades y rumores despiadados, que ciertas personas egoístas y poderosas destruyan tu reputación.
JESÚS FUE DESATENDIDO
Sería un ejercicio interesante contar las veces en que Jesús fue malentendido, malinterpretado o ignorado. Quizás sea más fácil contar las veces en que sí lo entendieron.
Muchas veces y de diversas maneras, Jesús dijo que Él era el Hijo de Dios. Muchas veces, predijo que iba a morir por nuestros pecados y resucitar de los muertos. Rara vez lo entendieron y con frecuencia pensaron que estaba loco o poseído por demonios.
Incluso en el huerto de Getsemaní, mientras Jesús lloraba y oraba, anticipando Su tortura y muerte, Sus discípulos se durmieron desconsideradamente. Jesús dijo: «Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo» (Mateo 26:38).
Ahora, si un amigo me dijera «Mi alma está muy triste, hasta la muerte», eso me preocuparía. Tengo la esperanza de que dejaría todo de lado para consolarlo y llorar y orar con él, incluso si no entendiera cuál es el problema.
Los amigos de Jesús no hicieron eso.
De niña, a veces traté de contarles a algunas personas sobre la vida en mi hogar. Todas esas veces me malinterpretaron. Supongo que pensaron que estaba hablando de lo que es normal en la disciplina paternal o quizá de un incidente puntual y extraño. Les dije que me estaban golpeando y, para peor, en mi propia casa, pero no se dieron el tiempo de escuchar ni de entender. De igual manera, los discípulos tuvieron una reacción totalmente inadecuada ante el sufrimiento de Jesús. En lugar de orar con Él, secarle el sudor de la frente y llorar por Su angustia, se echaron en el césped y se durmieron (v. 40, 43–44). Y eso no ocurrió una sola vez. Jesús les dijo tres veces a Sus discípulos que Su corazón estaba partiéndose, pero en lugar de preocuparse, tomaron una siesta.
¡Qué pasividad! ¡Qué indiferencia! ¿Cómo pudieron ser tan ciegos y apáticos? Sin embargo, cuando me acuerdo de las muchas personas a las que intenté contarles de mi sufrimiento, a las que traté de alertar sobre lo que me estaba haciendo mi padre, la reacción de los discípulos se vuelve muy creíble. Quizás estamos programados para hacer lo más fácil en lugar de lo mejor. Quizás el instinto humano es bloquear lo que resulta incómodo o inexplicable. Quizás todos por naturaleza preferimos ser negligentes con las personas cuando lidiar con su sufrimiento afectaría la manera en la que estamos viendo la vida o arriesgaría las relaciones o la reputación de las que gozamos.
Para la mayoría de la gente, es difícil imaginar que realmente es posible que estén ocurriendo historias de abuso como las que se ven en las noticias en la casa del lado o en su iglesia. Quizás sencillamente es algo demasiado horrible como para creer que es posible. Quizás no quieren saber porque entonces tendría que importarles. Quizás intervenir sería demasiado desastroso o inconveniente. Sin embargo, ya hagan caso omiso por ignorancia e ingenuidad o por irresponsabilidad y negación, la consecuencia que esa actitud tiene en la víctima es una sensación de aislamiento, de falta de atención y de abandono.
Las víctimas de abuso tenemos el temor profundo de que, si rompemos el silencio, nuestras palabras caerán en oídos sordos o desinteresados. Si, al igual que Cristo, le decimos a alguien «Mi alma está abrumada de dolor hasta la muerte, y quiero que sepas por qué», pero encontramos respuestas displicentes como «Deberías orar por eso», «¿Estás segura de que eso fue lo que pasó?», «Estoy seguro de que esa no fue su intención» o «¿Qué hiciste tú para que él te codiciara así?», todos nuestros miedos se ven confirmados. Y eso nos parte el corazón.
A veces, cuando Jesús fue incomprendido, Él quiso que fuera así. Decidió hablar en parábolas para que el significado quedara velado. Sin embargo, muchas veces Jesús habló con claridad, pero encontró ensimismamiento, displicencia o algo aún peor. De igual manera, podemos sentir que estamos hablando un idioma distinto al de todos los que nos rodean o que nadie se preocupa lo suficiente por nosotros como para escucharnos y ayudarnos. El sentimiento de soledad resultante Jesús lo conoce muy bien.
JESÚS FUE ODIADO
Cuando mi papá se enojaba, había un silencio aterrador antes de la tormenta. El rostro se le retorcía, sus ojos adquirían un brillo ausente, y todo su cuerpo se tensaba y tiritaba mientras movía las piernas con nerviosismo. Lo que ocurría después es lo que cualquiera podría imaginarse. Podía quebrar objetos, patear al perro o arrojarme platos, libros o una plancha. Si no tenía nada inanimado a mano, podía empujarme contra la pared, sacudirme o arrojarme. Aunque un observador externo podría pensar «Está descontrolado», yo no creo que haya habido nada de descontrol en mi papá. Pienso que sabía exactamente qué estaba haciendo y tenía pleno control de sí mismo durante sus rabietas. Desde mi perspectiva, sus ataques de ira no eran como los golpes inconscientes y los insultos disparatados de un borracho enojado, sino más bien una explosión de odio y destrucción que disfrutaba a cabalidad. A veces se reía eufórico durante sus ataques de ira.
¿Alguna vez has visto a alguien tan enojado que tiembla y escupe mientras te grita? Es aterrador. Así es cómo me imagino a la multitud iracunda que rodeaba a Jesús mientras el gobernador romano Poncio Pilato, que tenía la última palabra respecto a la vida y la muerte de todos los judíos, se dirigió a ella. Según la tradición de la fiesta judía de la Pascua, un delincuente debía ser librado de su castigo. Pilato dejó que la turba eligiera entre Jesús y Barrabás (Mateo 27:15–17).
Barrabás era un arribista político, un alborotador violento y un asesino. Pilato hizo que la gente escogiera entre ese delincuente extraordinariamente indeseable y un rabino inofensivo, con la esperanza de que eligieran a Jesús y resolvieran así su dilema moral. Sin embargo, los líderes religiosos alborotaron a la multitud y fomentaron el odio hacia Jesús. Cuando Pilato le preguntó a la gente si querían que librara a Cristo, la turba comenzó a corear: «¡Sea crucificado!» (v. 22–23).
Entonces, como puedes ver, Jesús sabe lo que es ser odiado.
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