Ella me hizo lo peor que una persona puede hacerle a otra: hacerle creer que la ama y la desea para luego mostrarle que todo era una farsa.
(Agatha Christie, El espejo se rajó de lado a lado)
¿Mi papá me abusó? Ni siquiera estaba segura. Algunos amigos de mi familia se enfurecieron y dijeron que era un monstruo. Otros parecían pensar que estaba mintiendo o mentalmente desestabilizada. Empecé a cuestionarme todo, incluso mi propia percepción. Mi visión de la paternidad, el matrimonio y la masculinidad estaba errada. Mi visión del amor, la familia y la moralidad estaba torcida. Y consideré que, si había estado tan engañada antes, ¿quién era yo para decir que no estaba engañada ahora? Estaba desorientada. Abrumada.
Recuerdo el primer libro que leí sobre «cómo recuperarse del abuso». Mi plan era comparar mis experiencias con las historias del libro para ver dónde cabía mi abuso en la escala de «leve» a «severo». Mi esperanza era sentirme mejor si podía decir: «Mi abuso no fue tan malo; por lo tanto, no soy una víctima». Pensaba que minimizar mis experiencias minimizaría mi dolor.
Estaba equivocada.
Estudiar casos de abuso extremo tratando de hacerme sentir mejor al pretender que el mío fue intrascendente resultó contraproducente. Me hizo sentir estúpida, hasta loca. En esas páginas, había relatos de delitos horribles, muchos de ellos totalmente distintos a mis propias experiencias. Comencé a preguntarme si mi trauma era injustificado, si debía ser capaz de aguantarlo, pero era muy débil para hacerlo.
Incluso me pregunté si en verdad había sido abusada. Un pastor me dijo: «A menos que te haya dado golpes de puño, es un asunto legal», y «el abuso emocional y el abandono no son delitos». ¿Quizá las cosas por las que pasé no califican como incorrectas?
No es fácil admitir ante una misma —ni mucho menos ante los demás— que has sido abusada. Si creciste de una determinada manera o amas al abusador porque es tu cónyuge o un miembro de tu familia, es particularmente difícil aceptar lo que pasó. Cada vez que el abusador cruza una línea más, modificamos nuestra definición del abuso y lo convertimos en algo un poco más extremo. Vemos a alguien que está peor y pensamos: «Para mí las cosas no son tan malas como para esa persona, así que no debería quejarme».
Sin embargo, la victimización no es una competencia para ver quién ha sufrido más o merece expresar más traumas. Las complejidades de las emociones y la espiritualidad humana no pueden contenerse ni siquiera en todos los libros de una biblioteca. Una persona puede experimentar violencia severa y aun así sentirse plena. Otra puede sufrir años de palabras hirientes y sentir como si estuviera barriendo perpetuamente los pedazos de su corazón roto en el piso de su alma.
Para complicar aún más las cosas, puede resultar difícil distinguir entre un abusador y alguien que tiene problemas con el pecado, pero está genuinamente arrepentido. He descubierto que es sumamente doloroso asumir el hecho de que alguien que amo ama más su pecado que lo que me ama a mí. Es agonizante reconocer que una persona que admiraste es narcisista, sociópata o terca y voluntariamente disfuncional. Confrontarla con su pecado o sacarla de nuestras vidas se siente como cortarse el brazo derecho. Es desgarrador y aterrador, y todos nuestros instintos gritan contra esa idea.
Creo que esa es, en buena parte, la razón por las que las mujeres maltratadas a veces se quedan con los hombres violentos. Aman a su esposo, a su padre, a su novio o a su hermano. Es fácil pensar: «¿Y qué si logra cambiar? Quizá no va a volver a hacerlo. Parece arrepentido. De seguro va a ser mejor si me quedo con él y soy buena con él».
Lo triste es que cuando por fin nos damos cuenta de que no quiere ser bueno y no está dispuesto a cambiar, es posible que le tengamos demasiado miedo como para abandonarlo. Para empeorar las cosas, admitir que nuestra relación fue una total mentira es humillante, perturbador y abrumador. Parece poco natural buscar ayuda o abandonarlo. Es más fácil pretender que las cosas no son tan malas. Le bajamos el perfil a algo realmente importante.
Muchas veces, los abusadores son hábiles para culpar a los demás, en especial a sus víctimas. Son maestros de las excusas. Engañan a la gente para que sientan lástima por ellos. Es posible que se quejen de su propia niñez traumática o eludan la responsabilidad diciendo: «Ese no fui yo. El alcohol, los demonios, el estrés del trabajo o las cuentas que pagar me hicieron hacerlo». Incluso pueden negar que los eventos ocurrieron.
Recuerdo que una vez mi padre me pidió disculpas cuando era niña, y fue porque mi mamá lo amenazó con acusarlo a nuestro pastor por dejar hematomas con forma de mano en todo mi cuerpo de 11 años. Al comienzo de mi matrimonio, me pidió disculpas por muchos traumas del pasado, pero después actuó como si no recordara que hubieran ocurrido ni tampoco que me hubiera pedido disculpas. El juego psicológico era tan evidente, y tan angustiante para mí, que Jason le dijo a mi padre que no volviera a dirigirme la palabra.
La violencia no es la única clase de abuso. Hay abusadores que no te lastiman físicamente, pero pueden transformar tu vida en un infierno. Los abusadores emocionales desarrollan juegos psicológicos complejos: te manipulan e intentan enloquecerte hasta que ya no puedes distinguir tus propios pensamientos de sus mentiras. Los abusadores verbales insultan y degradan de forma sistemática hasta que perdemos toda esperanza de sentir gozo. Los narcisistas calumnian y difunden mentiras: publican tus secretos personales y hacen acusaciones falsas por despecho. Te humillan y buscar deteriorar tus relaciones con tu cónyuge, tus amigos, tu iglesia o tu empleador, pues cuando su víctima está aislada e insegura, es más fácil de manipular y controlar.
Como todas las personas, los abusadores son mucho más complejos que un diagnóstico médico o un rótulo psiquiátrico. Las emociones primarias de mi padre eran el enojo y la depresión. Para él, el amor era sexo y el sexo era odio. Alimentaba su odio con pornografía sádica, abuso infantil, juegos psicológicos y ataques de ira violentos. Pero también tenía buenas cualidades. En sus mejores días, amaba a los animales, tenía un doctorado en biología y era profesor universitario. Comprendía más teología académica que muchos pastores que he conocido, pero su corazón no lograba entender un concepto sencillo como el de la compasión.
También conocí a una narcisista que, luego de ser abusada toda la vida, estaba orgullosa de sus lesiones y las exhibía como si fueran plumas en su sombrero. Transformaba todas las situaciones en una conspiración compleja para perseguirla y se aprovechaba del sufrimiento de sus propios hijos para obtener atención y hacerse la víctima. Era abusadora y también víctima.
He conocido gente que hace regalos generosos, pero luego se voltea y roba objetos insignificantes o quiebra cosas a propósito y luego pretende que fue un accidente. Incluso hay personas que te halagan a la cara, pero después te insultan y te calumnian. A veces, la amabilidad es un camuflaje, la bondad, una fachada, y esas virtudes superficiales permiten que los abusadores infiltren familias, iglesias y los corazones de los inocentes.
ES COMPLEJO
Los sobrevivientes también son complejos. Ninguno de nosotros es perfecto. Nuestras vidas tienen cicatrices de pecados y errores. Mi propia vida le ha dejado poco espacio a la ingenuidad. Acribillados por el dolor y afectados por experiencias oscuras, es posible que parezca que actuamos de forma imprudente o ilógica, pero lo hacemos movidos por la pena o el miedo en lugar de la malicia y el egoísmo. Lo que parece no tener sentido puede cobrar sentido cuando el dolor es rastreado hasta su fuente.
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