Charles Taylor - El futuro del pasado religioso

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Este libro recoge el ensayo «El futuro del pasado religioso» junto con otros trabajos en los que Charles Taylor profundiza en las tesis más relevantes de su obra «La era secular», lo que permite una aproximación directa y sistemática a su filosofía de la religión. En clara oposición a la teoría clásica de la secularización del mundo occidental, Taylor desarrolla un conjunto de narrativas para dar cuenta de aquellos vectores que, desde un pasado religioso, se prolongan y transforman hasta nuestro presente. Solo rastreando estas características y líneas de acción será posible comprender la pervivencia de la religión y sus formas presentes y futuras. A partir de este desarrollo, Taylor plantea los principales retos a los que se enfrenta la religión en la actualidad: el aparente declive de la creencia en cualquier forma de trascendencia, el auge de los fundamentalismos y su conexión con la violencia categórica, la comprensión de la razón religiosa como modo deficitario de razonamiento, la pérdida de significados y el impulso al reencantamiento, la tensión entre ética, política y religión en la era democrática o el peligro del moralismo que acompaña al humanismo exclusivo. Para estos y otros problemas ofrece Taylor sus propias claves interpretativas en la búsqueda de una mejor comprensión y de posibles soluciones, configurando una ágil filosofía de la religión con clara vocación práctica.

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Dije antes que el hecho de tener creencias apropiadas no es una solución a estos dilemas. La transformación de ideales superiores en prácticas brutales se demostró en la cristiandad, mucho antes de que el humanismo moderno entrara en escena. Así que, ¿hay alguna salida?

No es una cuestión de garantías, solo de fe. Pero está claro que la espiritualidad cristiana apunta hacia una posible salida. Se puede describir de dos maneras: ya sea como un amor o una compasión incondicionales —es decir, no basados en lo que el destinatario ha hecho de sí mismo—, ya sea como un amor basado en lo que se es más profundamente, un ser hecho a imagen y semejanza de Dios. Obviamente explican lo mismo. En cualquier caso, el amor no está condicionado por la dignidad que se realiza en un individuo o, incluso, en la que es realizable por un individuo. Estar hecho a imagen y semejanza de Dios, como rasgo de cada ser humano, no es algo que se pueda caracterizar simplemente por referencia a un único ser. Nuestro estar hechos a imagen y semejanza de Dios es también nuestro estar junto a los otros en la corriente del amor, que es esa faceta de la vida de Dios que tratamos de captar, muy inadecuadamente, al hablar de la Trinidad.

Ahora bien, hay una gran diferencia si se cree que este tipo de amor es una posibilidad para los seres humanos. Yo creo que lo es, pero solo en la medida en que nos abrimos a Dios; lo que significa, de hecho, superar los límites establecidos en teoría por el humanismo exclusivo. Si uno cree, tiene algo muy importante que decir en los tiempos modernos, algo que atañe a la fragilidad de lo que todos nosotros, creyentes y no creyentes, más valoramos en la actualidad.

¿Podemos intentar hacer balance de esta primera etapa en nuestro extraño viaje de traer a Ricci al presente? El viaje obviamente no se ha completado. Acabamos de ver algunas facetas de la modernidad: la defensa de los derechos como universales e incondicionales, la afirmación de la vida, la justicia universal y la benevolencia. Importantes como son, hay claramente otros —por ejemplo, la libertad y la ética de la autenticidad 16 , por mencionar solo dos—. Tampoco he tenido tiempo de examinar otros oscuros rasgos de la modernidad, como su impulso hacia el control y la razón instrumental. Pero creo que el examen de estas otras facetas mostraría un patrón similar. Así que me gustaría tratar de definir esto con más detalle.

En cierto sentido, nuestro viaje ha sido un fracaso. Imitar a Ricci implica tomar distancia de nuestro tiempo, sintiéndonos extraños en él como se sentía Ricci en China. Pero lo que observamos como hijos de la cristiandad fue, en primer lugar, algo terriblemente familiar —ciertas imitaciones del Evangelio, llevadas a una extensión sin precedentes—; y, en segundo lugar, una negación plana de nuestra fe, el humanismo exclusivo. Pero, aun así, como Ricci, estábamos desconcertados. Tuvimos que luchar para hacer un discernimiento, igual que lo hizo él. Ricci quería distinguir en la nueva cultura, por una parte, aquellas cosas que provenían del conocimiento natural que todos tenemos de Dios y que deberíamos afirmar y extender, y, por otra parte, aquellas prácticas que eran distorsiones y que debían cambiarse. Del mismo modo, hemos sido desafiados con un difícil discernimiento, tratando de ver qué refleja en la cultura moderna el progreso del Evangelio y qué el rechazo de lo trascendente.

Esto no es fácil. La mejor manera para lograrlo es tomar al menos cierta distancia relativa no solo en la historia, sino también en la geografía. El peligro es que no estamos lo suficientemente desconcertados, que pensamos que lo tenemos todo resuelto desde el principio, que sabemos qué afirmar y qué negar. Y, de este modo, a continuación, entramos sin problema en la corriente dominante de un debate que ya está ocurriendo en nuestra sociedad sobre la naturaleza y el valor de la modernidad. Como ya he señalado 17 , este debate tiende a polarizarse entre «detractores» y «defensores», los que condenan y los que reivindican la modernidad en bloque, perdiendo de vista lo que realmente está en juego aquí, a saber, cómo rescatar ideales admirables para que no se deslicen hacia modos humillantes de realización.

Desde el punto de vista cristiano, el error correspondiente es caer en una de las dos posiciones insostenibles: o bien recolectamos ciertos frutos de la modernidad, como los derechos humanos, y los defendemos, pero luego condenamos todo el movimiento de pensamiento y prácticas subyacentes, en particular la ruptura con la cristiandad (en variantes anteriores, incluso los frutos fueron condenados); o bien, en reacción a esta primera posición, sentimos que tenemos que unirnos a los defensores de la modernidad y convertirnos en compañeros de viaje del humanismo exclusivo.

Pero yo diría que, después del desconcierto inicial (que, seamos realistas, aún continúa), poco a poco podríamos encontrar mejor nuestra voz dentro de los logros de la modernidad, podríamos medir el grado humillante por el que algunas de las más impresionantes extensiones de una ética evangélica dependieron de una ruptura con la cristiandad y, desde dentro de estas ganancias, podríamos intentar aclararnos a nosotros mismos y a los demás sobre los tremendos peligros que surgen. Tal vez no sea casual que la historia del siglo XX pueda leerse desde una perspectiva de progreso o desde un horror creciente. Tal vez no sea casual que este sea el siglo tanto de Auschwitz y Hiroshima como de Amnistía Internacional y Médicos sin Fronteras. Como con Ricci, el mensaje del Evangelio tiene que responder tanto a lo que refleja la vida de Dios en esta época y sociedad como a las puertas que se han cerrado hacia esta vida. Y al final, no es más fácil para nosotros que para Ricci discernir ambos correctamente, aunque por razones opuestas. Entre nosotros, los católicos del siglo XX, tenemos nuestras propias variantes de la controversia de los ritos chinos. Recemos para hacerlo mejor esta vez.

*Conferencia impartida el 25 de enero de 1996 en la Universidad de Dayton con motivo de la concesión del Marianist Award.

1.«Por tanto, id, y enseñad a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mateo 28, 19). [ N. de la T. ]

2.Esto no significa que no podamos afirmar que, en ciertas áreas, hemos ganado conocimiento y hemos resuelto algunas de las cuestiones que preocupaban a nuestros antepasados. Por ejemplo, somos capaces de ver claramente que la Inquisición fue un error. Pero esto no significa que no tengamos mucho que aprender de edades anteriores, incluso también de personas que cometieron el error de apoyar la Inquisición.

3.Hemos respetado las diferentes expresiones que Taylor utiliza en cada momento a lo largo de su discurso — transcendental (trascendental), the transcendent (lo trascendente) y transcendence (trascendencia)—, sin entrar a valorar su pertinencia y/o adecuación. Pero es preciso aclarar que el uso de la expresión «trascendental» remite a «aquello que trasciende» y que, en este contexto, no tiene las connotaciones del término kantiano que viene siendo habitual en la filosofía y, especialmente, en la epistemología contemporánea. [ N. de la T. ]

4.La expresión human flourishing pude traducirse como prosperidad o crecimiento humano; sin embargo, hemos decidido mantener la fórmula más literal «florecimiento humano» dada la importancia que este concepto tiene en la filosofía del autor. La evolución en el significado del término, así como la comprensión del bien humano implícito en cada momento, es uno de los ejes vertebradores del análisis de la era axial. Véase el capítulo 8, «¿Qué fue la revolución axial?», infra . [ N. de la T .]

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