Charles Taylor - El futuro del pasado religioso

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Este libro recoge el ensayo «El futuro del pasado religioso» junto con otros trabajos en los que Charles Taylor profundiza en las tesis más relevantes de su obra «La era secular», lo que permite una aproximación directa y sistemática a su filosofía de la religión. En clara oposición a la teoría clásica de la secularización del mundo occidental, Taylor desarrolla un conjunto de narrativas para dar cuenta de aquellos vectores que, desde un pasado religioso, se prolongan y transforman hasta nuestro presente. Solo rastreando estas características y líneas de acción será posible comprender la pervivencia de la religión y sus formas presentes y futuras. A partir de este desarrollo, Taylor plantea los principales retos a los que se enfrenta la religión en la actualidad: el aparente declive de la creencia en cualquier forma de trascendencia, el auge de los fundamentalismos y su conexión con la violencia categórica, la comprensión de la razón religiosa como modo deficitario de razonamiento, la pérdida de significados y el impulso al reencantamiento, la tensión entre ética, política y religión en la era democrática o el peligro del moralismo que acompaña al humanismo exclusivo. Para estos y otros problemas ofrece Taylor sus propias claves interpretativas en la búsqueda de una mejor comprensión y de posibles soluciones, configurando una ágil filosofía de la religión con clara vocación práctica.

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2. Pero hasta el más exigente y noble sentido de la autoestima tiene limitaciones. Me siento digno al ayudar a la gente, al dar sin restricciones. Pero ¿qué hay de digno en ayudar a la gente? Es obvio: como seres humanos tienen cierta dignidad. Mi sentimiento de autoestima conecta intelectual y emocionalmente con mi sentido del valor de los seres humanos. Aquí es donde el moderno humanismo secular parece tentando a felicitarse a sí mismo. Al reemplazar la imagen humillante de los seres humanos como pecadores depravados, inveterados, y al articular el potencial de los seres humanos para la bondad y la grandeza, el humanismo no solo nos ha dado el coraje de actuar para la reforma, sino que también explica por qué esta acción filantrópica merece tan inmensamente la pena. Cuanto más alto es el potencial humano, mayor es la empresa de realizarlo y mayor ayuda merecen los portadores de este potencial para lograrlo.

Sin embargo, la filantropía y la solidaridad impulsadas por un humanismo noble, al igual que las impulsadas por altos ideales religiosos, tienen otro rostro de Jano. Por un lado, en abstracto, nos sentimos inspirados para actuar. Por otro lado, ante las inmensas decepciones de la actuación humana y frente a la infinidad de modos en que los seres humanos reales y concretos no alcanzan, ignoran, parodian y traicionan este magnífico potencial, experimentamos un creciente sentimiento de ira y futilidad. ¿Realmente estas personas merecen todos estos esfuerzos? Quizá frente a toda esta estúpida actitud recalcitrante, abandonarles no sería una traición al valor humano o a la propia valía —o, quizá, lo mejor que podemos hacer es obligarles a cambiar—.

Ante la realidad de las deficiencias humanas, la filantropía —el amor al ser humano— puede llegar a investirse gradualmente de desprecio, odio y agresión. La acción se rompe o, peor aún, continúa; pero ahora, investida de estos nuevos sentimientos, se vuelve progresivamente más coercitiva e inhumana. La historia del socialismo despótico (es decir, el comunismo del siglo XX) está repleta de este trágico giro, brillantemente previsto por Dostoyevski hace más de cien años («Partiendo de la libertad sin límites llego al despotismo ilimitado» 15 ) y repetido una y otra vez, con una fatal regularidad, desde regímenes de un solo partido a nivel macro hasta una serie de instituciones «de ayuda» a nivel micro, desde orfanatos hasta internados para aborígenes.

El último paso lo dio Elena Ceauşescu en su última declaración antes de su ejecución a manos del régimen sucesor: el pueblo rumano había mostrado no merecer los inmensos e infatigables esfuerzos realizados por su marido.

La trágica ironía es que cuanto más elevado es el sentido de potencial, más gravemente fallan las personas reales y más severa es la revolución que se inspira en la decepción. Un humanismo noble postula altos estándares de autoestima y una magnífica meta a la que aspirar. Inspira las grandes empresas del momento. Pero, por esta misma razón, anima a la fuerza, al despotismo, a la tutela, al desprecio y, en última instancia, a una cierta crueldad en la formación del material humano refractario —curiosamente, los mismos horrores y por las mismas causas que la crítica ilustrada había denunciado en las sociedades e instituciones dominadas por la religión—.

Aquí la diferencia de creencias no es fundamental. Esta fea dialéctica corre el riesgo de repetirse dondequiera que la acción hacia los ideales superiores no sea templada, controlada y, en última instancia, envuelta en un amor incondicional hacia los beneficiarios. Y, por supuesto, solo tener las creencias religiosas adecuadas no garantiza que esto suceda.

3. Un tercer patrón de motivación, que hemos visto repetidamente, ocurre en el registro de la justicia, más que en la benevolencia. Lo hemos visto con los jacobinos y los bolcheviques, con la izquierda políticamente correcta y con la llamada derecha cristiana. Luchamos contra las injusticias que claman al cielo venganza. Nos mueve una indignación llameante contra el racismo, la opresión, el sexismo o los ataques izquierdistas contrarios a la familia o a la fe cristiana. Esta indignación se alimenta del odio hacia quienes apoyan y permiten estas injusticias, las cuales, a su vez, se alimentan de nuestro sentido de superioridad. Nosotros no somos como ellos, no somos cómplices del mal. Pronto nos cegamos ante la destrucción que nos rodea. Nuestra imagen del mundo ha localizado el mal, con total seguridad, fuera de nosotros. Las mismas energías y el odio con los que combatimos el mal nos demuestran su exterioridad. No debemos renunciar nunca, sino, por el contrario, doblar nuestra energía, competir con los otros en indignación y denuncia.

Otra trágica ironía se enreda aquí. Cuanto más fuerte es el sentido de la injusticia (a menudo correctamente identificada), más poderosamente se puede arraigar este patrón. Nos convertimos en centros de odio, generadores de nuevos modos de injusticia a mayor escala, a pesar de que empezamos con el más exquisito sentido del mal y la mayor pasión por la justicia, la igualdad y la paz.

Un amigo budista de Tailandia, después de visitar brevemente el partido de Los Verdes alemanes, me confesó estar completamente desconcertado. Pensaba que entendía los objetivos del partido: la paz entre los seres humanos, y una postura de respeto y amistad hacia la naturaleza. Lo que le sorprendió fue la ira, el tono de denuncia y el odio hacia los partidos establecidos. No veían que el primer paso para alcanzar su objetivo debía ser calmar su propia ira y agresividad. Mi amigo no podía entender lo que estaban haciendo.

La ceguera es típica del moderno y secular humanismo exclusivo. Este humanismo se enorgullece de haber liberado energía para la filantropía y la reforma. Al deshacerse del «pecado original», de una imagen humilde y humillante de la naturaleza humana, nos anima a llegar a lo más alto. Por supuesto, hay algo de verdad en esto, pero también es terriblemente parcial e ingenuo. Nunca se ha enfrentado a la pregunta que estamos planteando aquí: ¿qué puede impulsar este gran esfuerzo hacia la reforma filantrópica? Este humanismo nos da un elevado sentido de autoestima para evitar que retrocedamos, una idea superior sobre la dignidad humana para inspirarnos hacia adelante, y una indignación llameante contra el mal y la opresión para vitalizarnos. No puede apreciar cuán problemáticos son todos estos; la facilidad con la que pueden deslizarse hacia algo trivial, feo o francamente peligroso y destructivo.

Un genealogista nietzscheano tendría mucho trabajo aquí. Nada le dio mayor satisfacción a Nietzsche que mostrar cómo la moralidad o la espiritualidad están realmente impulsadas por su opuesto directo —por ejemplo, que la aspiración cristiana al amor está motivada, en realidad, por el odio de los débiles a los fuertes—. Al margen de la opinión que tengamos de este juicio sobre el cristianismo, está claro que el humanismo moderno está lleno de potencial para estas desconcertantes inversiones: de la dedicación para con los otros a las respuestas autoindulgentes, de un noble sentido de la dignidad humana al control impulsado por el desprecio y el odio, de la plena libertad al despotismo absoluto, de un ardiente deseo de ayudar a los oprimidos a un incandescente odio hacia todos los que se interponen en el camino. Y cuanto más alto sea el vuelo, mayor será la potencial caída.

Tal vez, después de todo, es más seguro tener pequeñas metas en vez de grandes expectativas y ser algo cínico desde el principio acerca de la potencialidad humana. Esto es indudablemente cierto, pero también nos arriesgamos a no tener la motivación suficiente para emprender grandes esfuerzos de solidaridad y combatir las injusticias. Al final, la cuestión se convierte en una máxima: cómo tener el mayor grado de acción filantrópica con la mínima esperanza en la humanidad. Una figura como la del doctor Rieu en La peste de Camus es una posible solución a este problema. Pero esto es ficción. ¿Qué es posible en la vida real?

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