la playa más solitaria de Buenos Aires
Pocos llegan aquí, y los que lo hacen, es por recomendación, siguiendo las indicaciones en un papel o simplemente, atraídos por descubrir el corazón al desnudo del mar Argentino. Cuesta abarcar tanta inmensidad, tanto cielo. La Chiquita es la playa más bella, silenciosa y solitaria del litoral marino bonaerense. Su encanto se difunde de boca en boca y algunos soñadores han tenido la visión y se han hecho algunas casas en este paraíso patagónico donde la presencia humana es escasa y la magia natural domina.
Un pequeño caserío recostado en los médanos advierte la presencia del pueblo, por llamarlo de alguna manera. Son pocos los que se les han animado al viento y la soledad. La Chiquita, que es un suspiro alentador para la visión, está en el partido de Villarino, en el km 780 de la mítica ruta nacional 3, que conecta el país de norte a sur, siguiendo una serpenteante huella de 70 kilómetros, se llega a este edén de finas arenas y mansos médanos alfombrados con suculentas que florecen con mil colores. El camino atraviesa el llano, que termina en las cristalinas aguas del mar Argentino; se trata de un espacio agreste donde es común la presencia de animales salvajes. Como en la luna, hay pocas huellas humanas en estos médanos.
¿Cómo traducir en palabras la imagen de estas solitarias playas, la experiencia de caminar acompañados por tímidos cangrejos que nos siguen en lenta procesión, o describir el nacimiento de la luna mientras en el otro extremo de la playa está cayendo, fascinante, el sol? La Chiquita es un desafío para los sentidos, que deben reconsiderar las sensaciones y buscar nuevas maneras de expresar sentimientos. El embrujo del mar impacta y se recuesta en la calma de las olas, que llegan mansas a la orilla. En suave desnivel, la playa es un refugio para recuperar fuerzas y aislarse del mundo. La naturaleza, cuando creó este lugar, se tomó algo más de tiempo. El color del cielo, la temperatura del agua, los aromas marítimos, se acomodan en una postal idílica que se puede disfrutar caminando hasta donde nace el horizonte. Por la noche, la promisoria luz de un faro alimenta el misterio y las historias. “En un comienzo venía a pescar, cuando no había nada”, me cuenta Alcides Stach, quien, junto con Carina Rabanedo, sintieron el llamado del mar. Decidieron hacer su casa, un refugio para poder abrazar el sueño de vivir dentro de este enigma de ser partícipes de la creación de un poblado en el silencio. Tardaron un año en hacer la vivienda, que ofrecen como hospedaje para que otros puedan disfrutar de este solar. La construcción no fue fácil, hubo que buscar el agua a 20 kilómetros, en un canal. “Ser pioneros es algo que vivimos naturalmente, estamos formando un pueblo, es lindo”, resume Alcides.
La Chiquita es un pueblo mínimo en formación, por año tiene cuatro o cinco habitantes estables que han negociado con Neptuno y viven de lo que el mar ofrece. En el verano, jamás hay mucha gente y se puede disfrutar de una soledad inusual para una playa perfecta. Hay una proveeduría que vende lo básico para vivir en un lugar donde se necesita poco y nada. Una sociedad de fomento trabaja para que la pequeña aldea tenga lo justo y necesario para que nada falte: “El camino está bueno, logramos que el viernes, sábado y domingo haya ambulancia, enfermera, servicio de guardavidas, y presencia policial”, comenta Carina. La gracia de lugares así es que visitarlos implica dejar de lado las comodidades, incluso las básicas, para sentir el espíritu de la aventura y entregarse a una sensación que va desapareciendo: la imprevisibilidad. Lo que pase, lo deberemos solucionar con nuestras propias manos.
La Chiquita nació en 1980, cuando un grupo de hombres y mujeres querían una salida al mar para Villarino, un distrito que por razones incomprensibles no la tenía. El mar para el ser argentino es un enigma: a veces hay pueblos que lo tienen a pocos kilómetros pero carecen de una huella para llegar hasta él. Parece que el horizonte pampeano nos tirara de un lazo fuerte. Este grupo, con mucho esfuerzo, instancias judiciales, y gestiones de todo tipo, logró tener 129 hectáreas que lotearon para tener fondos y poder abrir el camino y darle forma al sueño de ver el mar. Pasaron los años y poco a poco la comarca marítima se bocetó. Beto, quien es hijo de uno de esos pioneros vive todo el año aquí. “Acá soy feliz, estoy solo, y me gusta”, me cuenta mientras pierde su vista en uno de esos médanos que contiene a las casas del viento del mar del sur. Él y su padre viven en La Chiquita, representan la mitad de la población que abandonó la humanidad y se refugió en este mundo donde el encendido de la luz del faro El Rincón, en la próxima península Verde, es la única rutina permitida. Ese faro ilumina a estos náufragos terrestres.
Aún son pocas las casas que tienen luz eléctrica. Como se trata de un pueblo que todavía está en su cascarón, todo se debe racionalizar o haber sido previsto antes de llegar. La telefonía móvil, felizmente, no ha hecho su aparición aquí, la separación con el mundo actual es total. “Es un lugar agreste, difícil, es paz, serenidad, tiene encanto propio, se disfruta el silencio acompañado con la naturaleza”, resume Carina. “Acá no me suena el teléfono, tomamos mates a la tardecita mirando el mar”, afirma Alcides, con la voz serena del que sabe que está en su lugar en el mundo. En La Chiquita, la soledad se comparte.
Más al sur, a un kilómetro de Pedro Luro está el Hotel Descanso Ceferiniano. “Fue construido hace décadas para albergar a peregrinos y fieles que visitaban el lugar, muchos de ellos siguiendo las huellas del beato Ceferino Namuncurá, cuyos restos descansaron aquí por más de 85 años”, cuenta Noelia Sensini, guía de turismo, quien trabaja en el hotel. Aún se conservan muchos de los vestigios que significó su descanso aquí, como una de sus vértebras exhibidas en una cripta instalada en un altar dentro del majestuoso templo de estilo románico. Las habitaciones son muy cómodas. La fe y su consagrada compañía, claves en este destino único. Desde aquí se pueden conocer el Santuario, la gruta de Lourdes, el Fortín Mercedes y el Museo Padre Vecchi. Un plus: la costa solitaria del río Colorado. Un camping argumenta la posibilidad de ser feliz con muy poco. Las playas son vírgenes y el agua del río, que nace en la cordillera de los Andes, baja limpia y fresca. + info:ruta nacional 3, km 808, @hoteldescansoceferiniano
Infaltable para completar un picnic, para acompañar la aventura o para pensar cualquier comida viajera al costado de la ruta. Propia de la zona. Una panadería de Hilario Ascasubi la hace de la manera más tradicional. Imposible pasar por el pueblo sin llevarse un kilo. La panadería La Primera se inauguró en 1947 y fue la primera del pueblo, hoy es atendida por la familia Stach Rabanedo. El corazón de Ascasubi late en su horno. + info:panadería La Primera, Ingeniero Urgoiti y San Martín.
Los Ángeles,
Reserva Natural de la Humanidad
Uno viaja a Los Ángeles para no poder olvidarlo jamás: el hechizo es simple –muy poderoso– y dura hasta regresar. Aislado entre la pampa y los médanos, es para la mirada sensible una reserva natural de senderos solitarios y atardeceres íntimos con toda la paleta de colores del cielo cayendo en el horizonte, donde se desarrollan historias increíbles y caminatas apacibles. Está habitado por hombres y mujeres que ofrecen su vida al mar y a mantener intacta esta pequeña aldea marina, donde las liebres saltan caprichosas entre las dunas, los pescadores artesanales negocian con las mareas y las vacas tienen la posibilidad de pastar mirando las olas. Es difícil llegar a Los Ángeles, el camino de tierra suele anegarse cuando hay lluvia. A 30 kilómetros de Necochea, el resplandor de esta ciudad-balneario se divisa a la noche; si no fuera por esto, se podría asegurar que aquí se está en otro mundo. Son veinte los habitantes estables que permanecen durante todo el año; el pueblo aún está en gestación. No hay calles, solo senderos que siguen el dibujo de los médanos. A nadie le interesa que esto se desarrolle, conserva aún ese espíritu de que cada pequeña cosa que se haga es pionera. Protegida entre altos médanos, está la Escuela N.º 29 Antártida Argentina, a la que asisten menos de diez alumnos. Hay más liebres que seres humanos en Los Ángeles; van y vienen por las huellas, a veces perseguidas por los perros, acortando grandes distancias en pocos segundos. El mar, el inmenso y magno mar, se oye en todo momento y es el centro de la vida y las charlas. Se nos dirá que todos los días el mar dice algo diferente, todos los días la marea traerá algo a la costa y que cuando las olas están cruzadas no se puede navegar. El Vasco Oscar Zapiain es uno de los primeros pobladores que llegaron a Los Ángeles cuando ni siquiera había huellas ni casas; con su padre se hicieron cargo de la pulpería que hoy es el punto de encuentro de los que viven aquí y de aquellos que, buscando el Médano Blanco (a unos kilómetros), se pierden por los caminos y encuentran reparo en el techo y la amable atención de este hombre que ha hecho todo con sus propias manos. A lo largo de su vida, ha abierto caminos y levantado casas, y todavía atiende todos los días la pulpería olorosa a sal.
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