Pablo Cea Ochoa - Los hijos del caos

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Los hijos del caos: краткое содержание, описание и аннотация

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El mundo se ha ido a la mierda. La sociedad, tal y como la conocíamos, ha dejado de existir y hay un nuevo orden en el mundo, un orden que consiste básicamente en la mismísima falta de orden. El caos más absoluto se ha ceñido sobre la tierra y esta se ha plagado de monstruos medio-muertos y de todo tipo de criaturas grotescas y peligrosas, comandadas únicamente por ocho gigantes llamados Titánides, que ansían acabar con todos los humanos supervivientes al apocalipsis para ser los nuevos amos del mundo. Antes, si alguien le hubiese hablado de monstruos, gigantes o del fin del mundo, Percy se hubiese reído a carcajadas, pero desde que él y su amiga Natalie descubrieron que son semidioses, hijos directos de los antiguos y olvidados dioses olímpicos, han vivido escondiéndose y huyendo de todo lo relacionado con lo divino; sin embargo, las circunstancias les obligarán a aceptar sus papeles en toda esa historia, y se meterán de lleno en una guerra brutal y sin cuartel en la que se disputará el destino del mundo y de la humanidad.

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Advertí a Kika de que volvería antes de que relevara el turno y después me puse mi abrigo de pieles para deambular sin rumbo por entre los árboles, pensando en cosas que no tenían demasiado sentido, pero que me ayudaban a evadirme de la realidad y de la actual situación entre todos nosotros.

Tras unos veinte minutos de caminar dando vueltas a una zona del bosque decidí pararme y sentarme a los pies de un árbol muy grande y robusto. Yo nunca entendí mucho sobre botánica, pero a simple vista hubiera dicho que era un roble, y uno bastante viejo. Una vez sentado y apoyado en el tronco del centenario árbol cerré los ojos y empecé a sentir todo lo que estaba a mi alrededor, a notar cada movimiento, cada crujido, el revolotear de los búhos y el sutil chismorreo de las ardillas, que saltaban de árbol en árbol tratando de dar esquinazo a las aves rapaces que las perseguían.

Muchas veces pensé que viviendo en los bosques, solo, o en una casita en el campo, acompañado por solo un par de perros, sería feliz, y ahora que podía disfrutar de la naturaleza de esa manera me daban todavía más ganas de cumplir mi fantasía aunque supiera perfectamente que eso no podía ser.

Pero al escuchar el sonido de una respiración y de varias pisadas que se acercaban a mí dejé de fantasear y me centré en la esbelta figura de una mujer que se acababa de materializar a unos cuantos metros de mí.

—Tranquilo, hijo de Hades, no quiero hacerte daño. Si fuera así ya estarías muerto —afirmó la mujer desde la penumbra, con un tono de voz casi angelical, al ver que yo me ponía en pie e involuntariamente le enseñaba los colmillos mientras ella se acercaba poco a poco a mí, con el paso decidido y sin dudar.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —le pregunté mientras seguía mostrando los colmillos—. ¡No te acerques más! —grité cuando conseguí distinguir su rostro, el cual parecía estar casi esculpido por un artista. Aquella mujer desprendía belleza, pero tenía algo en su mirada que me decía que no era precisamente inofensiva.

La mujer se detuvo a varios pasos de mí y me miró de arriba abajo con sus ojos verdes cristalinos, como examinándome, así que yo hice lo mismo. Tenía el cabello corto y castaño, demasiado bien cuidado como para vivir como nosotros vivíamos.

—A lo largo de los siglos me han dado muchos nombres, pero tú, sobrino, puedes llamarme Hera —respondió la mujer sin dejar de mirarme fijamente con sus penetrantes ojos, los cuales me resultaban muy difíciles de mirar directamente, ya que al clavar mi mirada en ellos se me levantaba un tremendo dolor de cabeza.

—¿Hera? ¿A qué has venido? Pensaba que no podíais presentaros físicamente ante nosotros sin los colgantes —repliqué rápidamente.

—Solo he venido a hablar contigo, sobrino, para avisarte de lo que está por venir y para ayudar en lo que pueda —explicó ella, omitiendo la respuesta a mi última pregunta. Pero al escuchar esas palabras yo me relajé y dejé de estar en tensión, escondí mis colmillos y volví a ponerme mi abrigo, el cual había arrojado al suelo.

—Háblame pues —le pedí cuando relajé mi postura y apoyé la espalda en el roble, pero sin llegar a sentarme para evitar que lo interpretara como una falta de respeto.

—Bien, no voy a andarme con rodeos. Como ya sabrás, en unos días tendrá lugar una gran reunión a la que asistirán todos los semidioses de vuestra generación con sus correspondientes séquitos.

—Sí, lo sé. Al menos eso es lo que nos ha dicho tu hijastro —contesté sin titubear.

—Hércules ya está viejo. Tuvo su época, pero ahora os toca a vosotros hacer lo que él ya no puede. Yo tampoco le aguanto, pero hazle caso, fue un gran guerrero en sus tiempos. Bueno, a lo que íbamos. En esa reunión no podéis fiaros de nadie. Tenéis todos los mismos propósitos, cada cual tiene sus propios métodos y, según el oráculo del Olimpo, es inevitable que haya confrontaciones entre vosotros. Y tú eres uno de los más susceptibles a los enfrentamientos directos. Y si tú pierdes los papeles en la reunión, el plan para devolverlo todo a la normalidad se irá al garete, os separaréis y los titánides os cazarán uno a uno —me comentó con la arrogancia típica de los dioses—. Por eso estoy aquí, para evitar que eso ocurra. Así que ten, tómate esto cuando sientas que vas a perder los papeles. —Sacó un pequeño frasco con un líquido amarillento de su túnica. Yo lo cogí y lo examiné. Olía fatal y seguramente sabría peor.

—Gracias, supongo —respondí guardándome el frasco en uno de los bolsillos del pantalón—. Aunque esto no sería necesario si mi padre me quitara de encima la maldición que él mismo creó —dije imitando la arrogancia con la que ella me acababa de hablar.

—Sabes que eso no puede ser. Solo él puede anular la maldición. Y, según él, no es una maldición, sino un don. Así que imagínate el entusiasmo que le causó saber que su hijo era licántropo —contestó ella comprensiva.

—Ya. Digamos que no estoy muy al día de los sentimientos de mi padre para conmigo. Gracias de todas formas —repliqué y después hice una extravagante reverencia para despedir a la diosa, la cual se había dado la vuelta para marcharse.

Me quedé mirando su figura fijamente hasta que la vista se me empezó a difuminar y un destello de luz azul me empujó hacia atrás, haciendo que me tropezase con las raíces del roble, las cuales sobresalían por todas partes en un radio de tres metros alrededor del árbol. Cuando recuperé la vista Hera ya no estaba frente a mí y me encontraba tumbado en el suelo sin poder moverme, completamente indefenso. Pasé así un buen rato hasta que alguien me agarró del hombro y pegó un fuerte tirón, el cual hizo que me pusiera en pie de golpe.

—¡Percy! ¡Percy! —me gritó Kika cuando estábamos frente a frente y yo dejé de tambalearme—. ¿Estás bien? —preguntó preocupada.

—Sí, gracias. ¿Qué haces tú aquí? ¿No estabas de guardia? —respondí confundido, aunque algo indiferente con su posible respuesta.

—Sí, estaba. Pero has estado fuera varias horas, Percy. Natalie se ha levantado para hacer tu guardia y que yo pudiera ir a buscarte. Nos tenías preocupadas —explicó ella, aún agitada.

—Ya, bueno, necesitaba despejarme un poco. Se me ha ido el tiempo, lo siento mucho —contesté para tranquilizarla mientras me llevaba la mano al bolsillo del pantalón para asegurarme de que el frasquito seguía allí. Y así era.

—Entiendo. Bueno, solo he venido para ver si estabas bien. Si quieres te dejo solo —dijo ella entrecortadamente cuando se le pasó el sofoco que llevaba encima.

—Bueno, si quieres podemos dar un paseo antes de irnos a dormir —le respondí al ver que estaba cabizbaja.

Al decirlo vi que se le iluminó la cara y asintió con la cabeza, así que los dos nos abrochamos los abrigos y fuimos caminando en silencio siempre en la misma dirección, alejándonos del campamento. Nos limitábamos a mirar las estrellas en el cielo, como hacíamos en los campamentos, y respirando el frío aire de esa noche mientras escuchábamos cómo el viento agitaba las copas de los árboles con suma violencia.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo ella cuando pasó un buen rato.

—¿Si te dijera que no se te quitaría de la cabeza el hacérmela? — respondí irónicamente, procurando poner una pequeña sonrisa en mi cara para que mi respuesta no pareciera tan dura.

—Pues no —reconoció ella, sonriendo también—. ¿Qué sientes con todo este tema de ser licántropo? —La pregunta me dejó algo descolocado, ya que yo esperaba que fuese una cuestión relacionada con Natalie. Aparte, hasta el momento todo el mundo había hecho suposiciones sobre el tema, pero nadie me había preguntado directamente qué era lo que sentía yo al respecto. Ni siquiera Natalie cuando no estaba tan distante—. ¿Y bien? Puedes responder a eso, ¿no? ¿Cómo te sientes? —volvió a decir, poniendo especial énfasis en la última de sus tres preguntas. Kika siempre había sabido cómo acercarse debidamente a la gente, aunque a mí me gustaba pensar que conmigo le costaba algo más que con los demás.

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