Cuando promediaban mis estudios de Ingeniería, me crucé con el amor de mi vida: Laura. Laurita, mi verdadero complemento. Y supe entonces que todo sueño personal adquiere verdadera trascendencia cuando es genuinamente compartido.
La vida de pareja, los proyectos, los hijos, el desarrollo profesional y las experiencias fruitivas del mundo fueron ocupando la superficie de aquella búsqueda, sumergiendo la pulsión inicial a las profundidades marinas. Allí nos visitaron los otros compañeros de viaje, nuestros hijos: Pablo, Soledad, Sofía y Milagros. Con los años, de ellos emergieron los nietos y la vida continuó sembrando.
Mi barca, entonces, disfrazó su apariencia con ropajes de familia intentando mostrarse consecuente con los requerimientos de la época. Sin embargo, para quienes tenemos activa esa chispa aventurera a flor de piel, resulta imposible sosegar el impulso de recorrer los Jardines tras la llamada interior.
Tal fue el deleite que pude percibir en mis años de docencia. Previamente a ellos, debí navegar las aguas espesas del universo materialista. Como sucede en el océano de la Ignorancia, la impronta fue impuesta por la necesidad de atravesar esa sensación de deseo de poder; ocho años de mi vida viviendo el infierno del ideal capitalista, y a toda máquina, como deben ser las cosas cuando uno se sumerge a la experiencia de aquello que quiere conocer.
En esos tiempos fui director de una sociedad anónima, accionista de otras dos y sometí mi “ego” a distintos tipos de anarquías existenciales. Conocí la hipocresía, la falsedad y el escarnio. Al final de aquel sendero, sentí una enorme sequía espiritual y estaba dispuesto a transgredir la frontera que yo mismo me había impuesto. En medio de la bruma material había un niño clamando por costas impolutas.
La docencia fue el viento que impulsó mi barca renovada, tanto en apariencia como en proyecto de vida. A pesar de aquello que no alcanzamos a comprender y denominamos “pesar” o “mal”, la vida es bella.
Volqué en mi actividad docente el arte que transforma un oficio en una conexión trascendente. Navegué los nuevos paisajes paganos en mares rodeados de costas hermosas y soleadas. Mi barca se disfrazó de alumnos y contenidos pedagógicos que permití me atravesaran buscando derramarme en esa impronta. La poesía, la literatura, la música, las matemáticas, las ciencias físicas, mi pasaje por el materialismo duro, la docencia, todo, amigos míos, “hace obra”…
Recién ingresado en mi década de los cuarenta, tuve la oportunidad de regresar a la actividad musical. Menhires. Los mismos integrantes. Más viejos, por supuesto. Algunas nieves en la azotea, pero el sueño de juventud a flor de piel. Otra oportunidad para cumplir un camino que se sentía trunco.
Mi barca retomó su bandera con el emblema de guitarra. El paisaje dibujó costas de corcheas, acordes y poemas vibrando en los ensayos. Durante ocho años logramos volar alto con la música y sus vestes nobles que te conectan con otra realidad, virtual a los ojos pero tan genuina como palpable a la vez.
En esos años llevamos nuestro rock sinfónico y el blues por distintos escenarios de zona norte del gran Buenos Aires. Realizamos principalmente recitales en teatros y grabamos dos CDs en estudio con nuestros temas. En esa época dedicaba mi tiempo a la docencia, a componer canciones, a la poesía y las narraciones. Mi familia participaba de aquellos sueños y con los viejos amigos logramos entregar eso que esperaba acechando en los corazones. El arte es un oficio que logra su clímax cuando busca un lugar en el mundo.
Y una vez derramado el contenido, la “serpiente emplumada” busca de nuevo refugio en el sosiego de la inacción. Sin ser conscientes de la fuerza que regula los movimientos, Menhires regresó a su ostracismo y cada cual siguió el sendero en su barca personal. Según los alquimistas, el mercurio es una criatura extremadamente lábil como para resistir las jaulas que acostumbramos a construir. Pero la transformación de plomo en oro sigue su curso en el alma de los navegantes.
Mi barca retomó el estandarte de las letras y aquel mercurio despierto a los ocho años de edad me sumergió por completo en los mares tumultuosos de la literatura. La música resignó su trono a un acompañamiento personal de mi guitarra acústica, amiga fiel en la intimidad.
En esos tiempos, mi compañera Laura emprendió un vuelo importante en las artes plásticas. Incursionó en distintos espacios de la pintura, el dibujo, la caricatura, el surrealismo, el cubismo, el hiperrealismo, el arte pop y diferentes territorios donde le permitió a su alma expresarse con libertad. Esta circunstancia nos unió más aún. Y nuestro vínculo encontró una resonancia común.
Sentía una fuerza ejerciendo presión en mi mundo interno. En realidad, siempre había estado allí, más ahora insistía en sus reclamos.
En los últimos quince años tuve la compulsión de navegar aguas que la cultura popular considera separadas. Experimenté la novela, la poesía en sus distintas estructuras, la dramaturgia, el ensayo y el cuento. Desde la periferia de mi círculo existencial fui sumergiéndome a las vivencias interiores sintiendo la correspondencia con aquello que se ofrece a los sentidos. Las pinturas de Laura me ayudaron en ese intento de hacer del mundo externo y del interno una sola Sustancia–Fuerza– Conciencia. Proceso largo, muy largo, donde el arte es el instrumento para tallar esa correspondencia.
En los últimos años acompañaron mi periplo los hermanos de letras —aventureros gentiles en la misma resonancia que me impulsaba en el viaje—, el Movimiento de Autores Locales de Pilar, la ciudad donde recalé hace más de tres décadas y donde la vida fue cobrando lentamente su sentido y propósito. Junto a ellos, los proyectos literarios fueron encontrando su expresión entre la gente y la difusión de nuestras obras adquirió una medida sorprendente.
Y entonces sobrevino la pandemia, con su crudeza movilizadora y proponiendo la necesidad del retiro a nuestros refugios personales. Encerrado junto a Laura en el hogar, ahora sosegado y en estado introspectivo, la búsqueda continuó desplazándose en las aguas virtuales. El encuentro con uno mismo es el propósito de esta espera. El arcón y su tesoro está próximo, como sucede cuando las calamidades llaman a la puerta.
Ahora, mi barca navega aguas tranquilas. Dejé de luchar contra el impulso del viento y la aceptación de las cosas me permite contemplar el sendero recorrido en ese “volver la vista atrás” que mencionaba Antonio Machado.
Veo a ese niño realizando en solitario sus experimentos sensitivos y la extraña fuerza que lo guiaba, el tiempo tempranero donde ese duende literato se introdujo en mi cuerpo, el esfuerzo nocturno en el cuarto por lograr en los dedos los “callos de la guitarra”, los primeros tiempos tumultuosos de Menhires en los escenarios “under”, la visión de Laura y su cabello ensortijado en aquella noche de encuentro, los estudios de Ingeniería, las derivadas, las ecuaciones diferenciales, el sendero materialista destilando las oscuridades de mi alma, la docencia y la vida espiritual, el retorno a los escenarios musicales, la búsqueda homogénea en los géneros literarios dispersos y, en el medio del tumulto, la búsqueda, siempre esa búsqueda de completamiento…
Por supuesto, como todo navegante de puertos disímiles he realizado descubrimientos en este viaje. Mi barca me ha llevado por “lejanas lejanías”. Y las formas diferentes de un universo que se muestra heterogéneo a los sentidos externos encierran una verdad simple y a la vez sorprendente.
Los Muchos existen por la unidad que los sostiene. Y lo Uno se expresa a partir de su diversidad aparente en los Jardines. Cuando contemplamos los paisajes y a los compañeros de viaje, en realidad, contemplamos Aquello que Somos. Y ese es el gran secreto de la Vida en el universo cuya semántica adquiere Forma según el grado evolutivo de la conciencia. El mío, a merced de las tormentas y los días soleados, recién comienza a despertar a esta realidad. La búsqueda tiene un sentido de completamiento y es el de redescubrir esas habitaciones de un hogar que jamás hemos abandonado.
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