Abel Gustavo Maciel - Navegando los ocasos paganos

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A mediados de marzo del año 2020, la pandemia surgió sin previo aviso esgrimiendo la sombra de muerte colectiva y el miedo ancestral a la extinción.El encierro y aquietamiento de la vida exterior tienen su correspondencia en el mundo interno de las personas. Y así fue como estos textos abrieron las puertas de mi corazón a esos espacios donde los senderos transitados se vuelven único camino.Los poemas que componen este libro palpitan entre la visión interior y metafísica, la reminiscencia de experiencias personales, la belleza de los Jardines Floridos, el amor como energía surgente y viñetas tangueras que me transportan a espacios de un tiempo pasado y a su vez atemporal en las connotaciones de sentimientos y experiencias.

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Mi barca, presta a transportarme por estos mares de paisajes cambiantes, fue transmutando su estructura, acompañando la sutileza de las aguas por donde el mapa oculto la obligó a navegar.

Al principio, como nos sucede a todos los visitantes de estos puertos, el cuerpo de mi barca ocupó el espacio determinado por las paredes de mi casa paterna. Vivienda de origen humilde, no escatimaba en proteger a sus navegantes con el cálido calor de una estufa a querosene en los inviernos y un viejo ventilador para paliar las inclemencias de aquellos estíos intensos.

Pisciano de nacimiento, tal vez haya sido esta condición de pertenencia a un signo de agua la que mantuvo mi conexión con los mundos sutiles en este viaje de experiencias en los Jardines Floridos. De todas formas, jamás he sido un seguidor ferviente de la bitácora astrológica. Sin embargo, debo reconocer haber sentido en circunstancias cierta identificación con el arquetipo indicado en ese misterioso tablero cósmico.

Por ejemplo, y solo a título de indicar algunas particularidades de mi niñez, me gustaban realizar algunos experimentos de sutileza sensorial entre los ochos y los once años de edad. Por supuesto, como todo loco en las gateras, realizaba estas acciones en total soledad. El mundo y sus “protocolos de cordura” suelen prestar atención malintencionada con respecto a los actos que no encajan en sus estanterías previamente diseñadas.

Uno de estos “experimentos” consistía en caminar, en forma paralela, a escasos centímetros de la pared que dividía la cocina del baño de casa con los ojos cerrados. A partir de una sensación interior, todavía despierta por entonces, intentaba “sentir” mediante ciertas vibraciones el cambio producido por la discontinuidad de la pared y el inicio de un pasillo que conducía al cuarto paterno. A veces lo percibía con claridad meridiana, en otras un vacío de silencio me embargaba.

Por entonces realizaba las primeras experiencias literarias. A los ocho años comencé a desarrollar mi primera novela con total desparpajo. Rubén, mi hermano mayor, me proveía la trama y situaciones por las que debía transitar el personaje. Él era buen compinche en estas aventuras. Con sus siete años de diferencia en edad, poseía el arte de la comunicación para hacerme sentir un escritor de oficio y, de manera exagerada y noble a la vez, me incitaba a continuar con esas obras infantiles.

A los once años, me atrapó la lectura. Recuerdo que en esos tiempos precisamente Rubén se había suscripto a dos colecciones literarias que se remitían por correo, auspiciadas por una editorial conocida en la época. Una se llamaba “Capítulo” y difundía en sus fascículos el desarrollo de la literatura nacional a través de sus principales exponentes. Llenaban esas páginas las biografías y obras de Manuel Mujica Láinez, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga, Julio Cortázar.

Cada emisión de publicación mensual era acompañada por un libro de uno de los autores. Recuerdo haberme sumergido a pleno en la lectura de aquellos próceres de las letras. Mi barca, entonces, construyó sus velas con el papel de los libros que me transportaban a esos mundos de paisajes paganos y gran atractivo para mi espíritu aventurero.

En aquel período de mi vuelo en los Jardines, emergió desde mi mundo interno un poder fascinante: transportarme en mente y cuerpo (sutil, por supuesto) a los escenarios palpitantes que precipitaban las narraciones, una proyección envolvente que asumí como natural desde mi visión juvenil. Con el paso de los años la fui comprendiendo como cierta particularidad de mi persona.

Simultáneamente comenzaron a llegar los fascículos de la otra colección complementaria, de nombre “Capítulo Universal”. Estas entregas incluían ejemplares de literatura histórica y mundial de los últimos dos siglos de evolución europea y estadounidense. Allí tomé contacto con León Tolstoi, Feedor Dostoievsky, Jean Paul Sartre, Walt Wytman, Edgar Alan Poe, Emile Sola, Emerson y otros nombres por entonces extraños para mí. Ellos fueron adquiriendo cuerpo en la medida en que aprendía a navegar en esas aguas.

Finalmente, en mi adolescencia lo descubrí a Ray Bradbury, el prodigioso escritor de Illinois que me condujo a territorios interplanetarios y misteriosos. Sin mediar causa aparente, a los quince años, mi barca atracó en el maravilloso puerto de la poesía. Fiel al oficio instalado en aquellos años en mi espíritu, escribía encerrado en mi cuarto intentando seguir los consejos de mis maestros bibliográficos.

En esas épocas otro dios pagano se hizo presente en mi vida con furia inusitada: la música. A los doce años, un amigo del barrio, con quien compartíamos afinidades por el rock y el blues instalados en el “under” cultural, me enseñó a tocar una guitarra acústica. No recuerdo bien cómo apareció ese noble instrumento en mis manos, pero lo sentí como maná del cielo.

Deslumbrado por esas nuevas energías recorriendo mi superficie, dediqué gran tiempo en ese entonces a perfeccionarme en el instrumento con gran velocidad. En el año 1970 y recién cumplidos los quince años, junto a compañeros de la escuela secundaria, formé una banda de rock y blues duro que llamamos Menhires, como esas piedras duras y milenarias perdidas en la bruma de la arqueología británica. Nunca supe bien el motivo de ese nombre dado a la banda.

Durante seis años realizamos presentaciones en zona norte del Gran Buenos Aires en colegios, clubes y cuevas “under” bastante abundantes por cierto en la época, antros de atmósferas irrespirables debido al humo de los porros y los sahumerios de aromas variados. Eran frecuentados por los jóvenes de entonces para escaparle al clima social ya impregnado en sangre y fuego a punto de desbordar.

Mi barca navegó las aguas de la poesía en conjunción con la música, siguiendo el llamado de libertad espiritual que los años jóvenes reclaman con gran impunidad. Fue un tiempo delicioso en mi vida de la que los recuerdos, dulcemente, se entremezclan con la psicodelia de las vivencias a borbotones. En paralelo, el país experimentaba con uno de sus períodos más oscuros de la historia: violencia institucional, gobiernos de facto, desaparecidos, torturas y muerte; la intolerancia a flor de piel.

Luego sobrevino el giro mental típico de la edad de la razón, un puerto de connotaciones desérticas y renunciamientos a libertades espirituales. Estudios universitarios y trabajo bajo los protocolos convencionales de horarios y proyectos afines a la materialidad de la vida corpórea. Sin embargo, el duende interior travieso y aventurero permaneció al frente del timón y mi barca, sumergida en aguas ocultas, continuó navegando en la búsqueda de su tesoro.

Algún arcón debía esperar enterrado en una de esas islas perdidas en los océanos de mis mundos interiores. El mapa, por supuesto, se iba construyendo en la medida que los caminos se precipitaban frente a mis ojos inquietos.

Cuando ingresé en los áridos territorios de la razón las aguas de la música se aquietaron por un tiempo, unos veinte años…

Las matemáticas, la física y la electrónica asumieron el comando y me sumergí de pleno al estudio de las ciencias fácticas, intentando descubrir en esos mares el arcano que incentivaba mi navegación. Mi barca enarboló la bandera con la insignia del átomo y el triángulo pitagórico.

Allí me fascinaron la geometría analítica, la interpretación virtual de esta realidad espacio–temporal donde desarrollamos el Juego, las ecuaciones diferenciales, las derivadas e integrales y ese lenguaje simbólico y abstracto donde sentía la presencia de un secreto trascendente a la existencia.

Por supuesto, continué escribiendo furtivamente durante las noches y en mi cuarto, en soledad, como buen practicante del oficio. En esas épocas intentaba experimentar con la novela, un campo literario que requiere paciencia y concentración si se desean logros compactos que satisfagan las expectativas del mismo escritor.

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