Llamó a su hermano desde allí para decirle lo que su madre le había contado y estuvieron un rato charlando. Jesús prometió llamar a su madre a diario, a ver si así dejaba un poco de incomodar a Alba con sus amargas palabras. Ellos quedaron en mandarse e-mails para contarse los avances. Jesús lo tenía un poco difícil para escaparse a España. La competencia les estaba quitando mucho trabajo y ellos tenían que luchar por seguir arriba. Alba lo entendió, no le presionó. Sabía que a su hermano le encantaba su trabajo y era muy bueno en él. Le apenó saber que no estaría de vuelta tan pronto como ella hubiera querido, pero ahora que ya había podido ver a su padre estaba un poco más tranquila.
El día se le pasó volando y cuando se quiso dar cuenta eran casi las cinco. Apagó su ordenador después de hacer sus copias de seguridad, ordenó sus papeles para el día siguiente y volvió al hospital.
Su madre la recibió igual que la despidió, mirando por la ventana y sin volverse. Alba la convenció de que se marchara a casa. Llevaba todo el día allí y ahora ella se quedaría hasta que acabara el horario de visitas. Pensó que diría que no, pero se sorprendió cuando, cogiendo la chaqueta del armario de la habitación, le dijo:
—Gracias. Tienes razón, me iré a casa. Estoy cansada. Ha sido un día muy largo.
«¡Qué curioso!», pensó Alba. Para ella había sido muy corto, había estado muy entretenida.
—Descansa, mamá. Mañana te recojo a la misma hora, ¿de acuerdo?
—Bien, hasta mañana. ¡Ah! Tu hermano me ha dicho que no cree que pueda venir todo lo pronto que él querría. Uno de los encargados se ha caído y está de baja y hasta que no encuentre a alguien que se pueda hacer cargo del trabajo se tiene que quedar.
—Lo siento. Sé las ganas que tienes de que venga.
—Sí, claro. Tener un hijo tan lejos no es fácil, pero qué le vamos a hacer. Bueno, hasta mañana.
Cuando su madre se marchó y Alba se convenció de que no volvería, se dirigió al baño y vio lo que la enfermera le había prometido, una pequeña palangana y un par de toallas. Llenó la palangana de agua caliente y, cogiendo los artículos de afeitado que llevaba en su maletín, se dispuso a afeitar a su padre. Mientras lo hacía, tarareaba una canción que a su padre y a ella les gustaba mucho, Aprendiz, de Malú:
—… De ti aprendió mi corazón. No me reproches que no sepa darte amor. Me has enseñado tú. Tú has sido mi maestro para hacer sufrir. Si alguna vez fui mala, lo aprendí de ti. No digas que no entiendes cómo puedo ser así. Si te estoy haciendo daño, lo aprendí de ti…
Cuando por fin acabó, besó a su padre en la mejilla. Estaba contenta y orgullosa del hombre que estaba inconsciente en esa cama. Recordó todas las veces que había llorado con él, sintiéndose rechazada por su madre, contándole a su padre todos sus miedos, sus sueños, sus secretos.
Todo volvería a ser como era. Cuando su padre despertara, tendrían mucho tiempo para hablar y por fin le contaría el motivo real de su ruptura con Israel. Aunque imaginaba que su padre sabría el porqué, decidió que merecía saberlo. Él lo entendería y respetaría su decisión.
Pocas personas sabían los motivos de su ruptura con Israel, solo su hermano, Sonia y Óscar, pero sabía que su padre había atado cabos y escuchado comentarios y tenía su propia realidad. Ya era hora de contársela de primera mano. Habían pasado casi dos años desde entonces y no habían vuelto a cruzarse ni una palabra. Aunque coincidieron en varias ocasiones, era como si fueran extraños.
Mirando atrás se dio cuenta de todo el tiempo que había perdido al lado de alguien de quien no estaba enamorada. Al principio sí se creyó enamorada; le parecía imposible que alguien como Israel se fijara en alguien como ella. Nunca sintió lo que decía la gente que se sentía, esas maripositas que te mueven el estómago. Israel era un hombre muy guapo, que se llevaba a cualquiera de calle, y ella cayó a sus pies, encantada de que se hubiera fijado en ella, alguien que no destacaba en nada, que era muy normal. Pero no sentía ninguna emoción especial cuando se besaban o hacían el amor. Al principio Alba sintió algo parecido, pero no esa pasión que te hace perder la cabeza. Le encantaba sentirse querida o por lo menos deseada. Como mujer que era, le gustaba que Israel la piropeara y le dijera lo preciosa que estaba o lo bien que le sentaba tal o cual prenda. Al principio era cariñoso, pero poco a poco mostró al verdadero Israel, al que de verdad era.
Israel era abogado, se conocieron una de las pocas veces que Alba fue a los juzgados. Acababa de empezar a trabajar en el bufete y acompañó a Suárez para que se fuera empapando del trabajo de campo, como a él le gustaba llamarlo. Israel estaba también allí; le había contratado el mejor bufete de todo Madrid y era su primer caso importante el que había ido a defender.
Chocaron en la puerta al entrar los dos a la vez y la sonrisa de Israel descolocó a Alba por un momento, pero enseguida se recompuso y con una sonrisa y una tímida disculpa entró delante de él. Después de acabar la vista del juzgado, Alba salió y se dio cuenta de que Israel estaba en la puerta. La abordó y, sin ninguna vergüenza y muy seguro de sí mismo, se presentó y la invitó a tomar algo para celebrar varias cosas, el trabajo del día y el haberse conocido. A Alba le hizo mucha gracia y se sintió halagada. Aceptó la invitación y, un vino por aquí y una caña por allí, empezaron a verse a menudo.
Le gustaba, la hacía reír y la trataba muy bien, siempre pendiente de ella. Poco a poco fueron viéndose casi a diario y podía incluso decirse que eran pareja. Todo marchaba bien hasta que Alba decidió que no quería seguir ejerciendo. Israel no lo entendía. Discutieron, pero en eso Alba se mantuvo fuerte. Era su decisión y tendría que respetarla. Estuvieron varios días sin llamarse ni verse y fue Israel el que la llamó por fin y se vieron para hablar. Él se las daba de gran abogado, estaba en el mejor bufete de la ciudad y eso se le subió un poco a la cabeza. Aunque siguieron viéndose, la relación que tenían se fue deteriorando por los comentarios despectivos y humillantes de que era objeto Alba cuando acompañaba a Israel en alguna cena de abogados. Ella también era abogada, pero como no ejercía Israel la ridiculizaba en cualquier ocasión. La humillaba delante de cualquiera sin importarle el daño que le pudiera causar y ella, por no montarle ningún numerito, se callaba. Después se lo reprochaba y discutían a menudo por ese motivo. Él se burlaba de ella, se sentía superior por haber tenido la suerte de trabajar donde estaba. Se le había subido a la cabeza. Ella no era tonta y cada vez se daba más cuenta de que su trabajo les acabaría separando, como así fue.
Poco a poco empezó a ponerle excusas, faltaba a las citas. Ya no le apetecía que Alba le acompañara y empezó a acudir solo a las cenas con otros abogados y a ponerle impedimentos para que ella no fuera a ninguna reunión o cualquier otro evento. Alba supo que se estaba viendo con una de las hijas de su jefe. Fue cuando se dio cuenta de que no estaba enamorada. Le dolía la indiferencia y la actitud que Israel tenía con ella, pero no estaba enamorada.
En uno de los viajes en los que vino Jesús a España, Alba le contó lo que pasaba, todas las humillaciones por las que había pasado, que sabía que estaba con otra mujer y que ella ya no le quería, pero que no quería ser el hazmerreír de sus compañeros. Después de sincerarse con su hermano y darse cuenta de cómo se sentía, decidieron acabar con ese asunto de una vez por todas.
Alba se enteró por la secretaria del bufete donde trabajaba Israel de que había quedado con unos clientes muy importantes en un restaurante muy pijo del centro. Se vistió lo más elegante que pudo y, junto con su hermano, se presentó en el restaurante para cenar. Había hecho la reserva y se aseguró de que su mesa estuviera justo al lado de la mesa donde cenaba Israel. Este no conocía personalmente al hermano de Alba y, como físicamente no se parecían, a ojos de los demás pasaban por una pareja más en una cena romántica.
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