Irene Rodrigo - Tres lunas llenas

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Premio València Nova 2021 Alfons el Magnànim de Narratva
Cada treinta días, Helena recibe con desasosiego la sangre que le indica que su última relación sexual con un hombre sin nombre y sin rostro no ha dado su fruto. Nadie sabe que quiere ser madre: Helena esconde su mayor anhelo tras una coraza que la aleja de los demás, y, sobre todo, de sí misma. A medida que su secreto crece y se ramifica, la intuición y la creatividad de Helena menguan. En lugar de escribir, se dedica a organizar las agendas promocionales de autores a los que no soporta. Todo empieza a cambiar cuando conoce a Inés Caparrós, una escritora que le descubrirá los significados ocultos del deseo y la creatividad, así como la fuerza que otorga llevar una vida acorde con esos instintos que, por mucho que nos llamen a gritos, solemos ignorar.Tres lunas llenas es una novela sobre el poder de la creación. Sobre cómo la vida creativa puede salvarnos de caer en un abismo de oscuridad y culpa en el que las decisiones no se toman por deseo, sino por convención o simple curiosidad. A través del personaje de Helena, Irene Rodrigo reflexiona sobre las maternidades que incluyen hijos y las que no; sobre cómo las mejores respuestas a menudo no necesitan una pregunta que las preceda; sobre la relación que las mujeres establecemos con nuestros cuerpos, nuestra menstruación y nuestra fertilidad, y cómo esta implica mucho más que parir seres humanos.

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—Ya tengo hasta la faja pensada —le he dicho—. Ponme en copia cuando le escribas, por favor.

Cuando estudiaba piano en casa, mi madre solía sentarse en uno de los dos sillones azules, a metro y medio de mi banqueta, y leía. Le fascinaba la mitología, en especial la clásica: era la única materia que despertaba en ella un verdadero interés. Poco a poco había conformado su propia biblioteca diferenciada de la de mi padre, con sus libros dispuestos en las tres baldas inferiores de la estantería más cercana al piano de pared. En ellas atesoraba obras divulgativas, novelas históricas ambientadas en civilizaciones antiguas y relatos sobre los primeros arqueólogos que se adentraron en las pirámides de Egipto o sobre los estudiosos que descifraron la piedra de Rosetta. Pero, por encima de todo, mi madre sentía devoción por los manuales y los tratados que mi padre manejó en su etapa universitaria. Los había manoseado más que él mismo, y los subrayados eran todos suyos. Mi padre aceptó esa costumbre sin rechistar, pese a que él no había realizado ni una pequeña marca con lápiz en aquellos libros.

Una tarde, yo estaba practicando escalas de espaldas a mi madre. Las notas se mezclaban con el pasar de las páginas de su libro. Estoy casi segura de que era El rey de las hormigas , en una edición rarísima que mi padre le había comprado en una librería de segunda mano. Yo abordaba la escala de mi menor cuando noté un vuelco en el bajo vientre, como si una vasija de barro se hubiese roto dentro de mí, liberando un líquido que de repente mojaba mis bragas. Me levanté como un resorte de la banqueta y miré asustada a mi madre.

—Me ha pasado algo raro —le dije.

Ella despegó la vista del libro, pero no lo cerró. Sus piernas permanecieron cruzadas. Con la mano derecha acentuaba la forma de uno de sus rizos.

—¿Qué? —me preguntó sin que su rostro perdiera un ápice de concentración. Recuerdo haber pensado que, en ese momento, Áyax estaba más cerca de mi madre que yo misma.

—Algo en la tripa. Un calambre, no sé. Voy al baño a ver.

Mi madre murmuró algo así como Ahora me dices y siguió leyendo. En el baño me bajé los pantalones y las bragas. Pegada a ellas había una pasta elástica que formaba un círculo marrón. Con cuidado, introduje un poco de papel higiénico entre las nalgas y luego lo miré, primero asqueada y luego con una mezcla de alivio y preocupación. No estaba manchado: aquello tenía que haberme salido por delante. Llamé a mi madre.

Cuando entró en el cuarto de aseo, yo estaba de cara a la puerta, con las piernas flexionadas y las bragas por debajo de las rodillas. Ella me examinó en silencio desde arriba: de repente me pareció mucho más alta y espigada. Sostenía su libro en la mano derecha. Tardó unos segundos en hablar.

—Te ha bajado la regla. ¿Sabes lo que es?

No lo sabía. Tenía nueve años.

Mi madre se acercó a mí y, desde sus nuevas medidas de gigante, se asomó al círculo marrón que empastaba mis bragas de algodón amarillo. En su rostro no había ninguna emoción: ni alegría, ni asco, solo una cansada impasibilidad.

Rebuscó en un cajón del armario del baño y extrajo un paquetito fino y cuadrado de plástico verde. Yo observaba sus movimientos sin cambiar de posición: bragas bajadas, piernas flexionadas en dirección a la puerta.

Me alargó el paquetito.

—Ábrela y te la pegas en las bragas. Tendrás que cambiártela de vez en cuando. En el armario hay más.

Mi madre seguía en el sillón azul cuando regresé al piano arrastrando los pies y acomodándome las bragas cada dos pasos. Sentía como si un barco navegase a la deriva entre mis piernas.

Continué con la escala de mi menor. La toqué veinte o treinta veces, aumentando la velocidad con cada repetición. Detrás de mí, mi madre pasaba las páginas de El rey de las hormigas .

Esta vez el rojo tarda unas horas más en llegar. En el trayecto en autobús a la oficina, me siento la poseedora de un secreto incierto y frágil. La juventud de la universitaria que ocupa el asiento de al lado me provoca una extraña apatía que se esfuma en cuanto aparto la vista de su piel tersa y su cabello brillante. Lo mismo me sucede con el conductor, con toda su caterva de años consumidos al volante. Hoy me es grato habitar mi cuerpo y sé que no quiero modificarlo ni sustituirlo por el de la mujer que empuja un carrito por la acera o el de aquella que lo saca de un portal con la ayuda de un atento vecino.

En la oficina leo el correo de Inés Caparrós en el que se disculpa por la tardanza y asegura que su disponibilidad para reunirse con los editores es absoluta. Ha tenido la deferencia de acordarse de pulsar el botón de «responder a todos» para que su correo me llegase a mí también. Fantaseo con escribirle, pero solo a ella, para revelarle que el desengaño al que mi cuerpo me somete cada mes lleva tres horas de retraso. I. C.: también firma los correos con sus iniciales.

Me acuerdo del camarero barbudo, imagino su simiente abriéndose paso en mi interior. A Natalia le diré que estábamos borrachos y que se corrió antes de que yo pudiera decirle que saliera de mi cuerpo. El riesgo me pareció tan improbable que ni siquiera consideré la opción de la pastilla del día después. Natalia, mi primer pensamiento ha sido abortar, pero luego me he dicho que mañana cumplo treinta años, ¿y si dentro de unos meses me enamoro de alguien y en seguida nos ponemos a intentarlo? Lo voy a tener, no le diré nada al camarero bardudo y tú me ayudarás, serás su tía, ¿verdad que sí?

Alguien entra a la oficina dando un portazo. Levanto la cabeza por encima de la pantalla del ordenador y veo al secretario, que se guarda un mechero en el bolsillo interior de la cazadora. Un halo caliente que empieza como un punto se extiende por mi entrepierna y la abraza. Olfateo como un gato, a contracciones rápidas, secas, y un olor concentrado y familiar, como de leña quemada, asciende hasta mi nariz. Me viene a la mente el cuadro de la pitia que inhala los vapores de la tierra quebrada.

En el baño compruebo que la mancha ha traspasado las bragas y ha alcanzado los vaqueros. No me he puesto pantalones negros, tampoco he traído la copa, esta vez lo había creído de verdad. Le pido un tampón a la diseñadora. Una nueva no-existencia se trenza entre las fibras sintéticas, las vuelve rojas. Perece. Se estanca. Otra predicción fallida de mi oráculo averiado.

Dormir sin bragas era mi pequeño y alegre placer. La noche siguiente a mi primera mancha, cuando ya había tirado a la basura cinco compresas cada vez más rojas, me senté al lado de mi madre, que veía los informativos en el sofá después de cenar, y le pregunté:

—¿Entonces a partir de ahora tendré que ponerme bragas para dormir?

Lo dije bajito para que no me oyera mi padre, que corregía exámenes en la mesa del comedor.

—¿Por qué lo dices? —preguntó ella al cabo de unos segundos.

—Por la regla. —La palabra regla me sonó incómoda y ajena en mi voz, me asustó oírme pronunciarla—. ¿Tendré que dormir siempre con bragas para no mancharme el pijama?

Mi madre se rio, subió el volumen del televisor y me atrajo hacia ella. Mi oreja derecha quedó pegada a su pecho. Sentí un calor similar al que me recubría el sexo, un calor líquido que irradiaba su cuerpo y que ahora también emitía el mío. Nuestros calores se fusionaban en un perímetro compartido, en un campo magnético que creábamos entre las dos y que nos envolvía, excluyendo todo lo demás.

—No, cariño —me dijo, y me dio un beso en la cabeza—. Esto es solo unos días al mes. Luego puedes volver a dormir sin bragas otra vez.

Deseé que nos quedáramos abrazadas todo el informativo, sumiéndonos en un calor que yo acababa de descubrir y que intuía que a mi madre le era conocido. Pero cuando la periodista dio paso a la siguiente noticia, ella me separó con cuidado de su cuerpo y desapareció por el pasillo. La oí abrir la nevera y servirse un vaso de agua. Cuando volvió al salón apagó la tele, se sentó en uno de los sillones azules, abrió El rey de las hormigas y, con los ojos fijos en las páginas y el índice de la mano derecha enrollado en un rizo, me mandó a dormir.

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