Hoy es mi cumpleaños. Tal y como predije, no he sabido sacar tiempo para planificar una fiesta que reúna a mis compañeros de universidad, mi única amiga de la adolescencia —Natalia—, el personal de la oficina y los diversos conocidos que se reparten entre talleres de escritura, becas y precarias experiencias profesionales anteriores. Quizás es que no me apetecía celebrarlo, y ya está. Mi paso a los treinta será tan poco memorable como casi todos mis cumpleaños anteriores, a excepción de alguna fiesta sorpresa que ni pedí ni deseaba. Unos cincuenta contactos de Facebook me felicitarán en abierto, lo que denota que, más que aprovechar el cumpleaños como una excusa para intercambiar unos cuantos mensajes privados en los que quien felicita y quien recibe la felicitación nos ponemos vagamente al día, lo que le interesa a la gente es quedar bien frente a los posibles amigos en común, demostrar el esfuerzo volcado en rascar treinta segundos a sus ajetreadas existencias para leer la notificación que avisa de los cumpleaños del día y publicar una felicitación estándar en mi muro. Calculo que de diez a quince personas me enviarán un wasap, entre ellas Natalia y el editor número uno. La mayoría de mis contactos no me escribirán y, por supuesto, tampoco me llamarán. No sé si Ignasi me felicitará. El único que me deseará un feliz cumpleaños en persona será mi padre, porque me he autoinvitado a comer a su casa.
Es sábado y hace calor. Una vez pasado el tradicional simulacro climatológico anual, la primavera ha llegado definitivamente y disemina su luz sobre las fachadas y las copas de los árboles, que se aclaran como el pelo de los niños en verano. Desde la ventana veo que la calle se llena de parejas recién formadas que acompañarán su enamoramiento con un desayuno completo y de hombres y mujeres mayores fumándose el primer cigarrillo del día o leyendo titulares en el móvil mientras pasean al perro. De vez en cuando un corredor peina la acera en quince segundos y se salta el semáforo en rojo porque los coches que podrían atropellarlo todavía dormitan en los garajes. La vecina de los gin-tonics mordisquea la aceituna de su vermú en la terraza de la chocolatería. Son las diez de la mañana. Decido alejar el teléfono y sentarme a escribir hasta que llegue la hora de ir a casa de mi padre. Me bebo un café sin Espidifen. Ayer me tomé el último.
Un revoltijo amenaza con desencadenar una tempestad en mi bajo vientre, pero yo asumo que he cumplido treinta años y que ya no soy la preadolescente que se quedaba en la cama los dos primeros días de regla, de tan insoportable que era el dolor, retorciendo tronco, piernas y brazos hasta perder de vista la ubicación de la tripa, para que así el suplicio se repartiera entre otras zonas del cuerpo con más callo, más acostumbradas a las caídas infantiles y a los batacazos en el patio del colegio.
Cojo el cuaderno que me regaló Natalia en mi cumpleaños del año pasado. Hace siete meses que no lo abro. La última entrada data de cuando a Ignasi y a mí nos quedaba una semana de convivencia. El cuaderno vive perenne sobre la mesa pequeña del salón: quizás por eso mismo ya ni lo veo.
Me pongo música, Sufjan Stevens, por ejemplo. Me siento ante el cuaderno con un bolígrafo de tinta líquida y escribo unas líneas:
Hoy es mi cumpleaños. Cumplo treinta. Qué lejos los veía cuando tenía veinte, y ya están aquí. Dentro de nada cumpliré cuarenta.
Bajo el volumen. Escribo unas cuantas líneas más:
Como predije, no he sabido sacar tiempo para planificar una fiesta que reúna a mis compañeros de universidad, mi única amiga de la adolescencia —Natalia—, el personal de la oficina y los diversos conocidos que se reparten entre talleres de escritura, becas y precarias experiencias profesionales anteriores. Quizás es que no me apetecía celebrarlo, y ya está.
Me incorporo y cierro el ordenador. La música para de golpe. Si sé que no puedo escribir con música, ¿para qué la pongo? Descubro que, al inclinarme sobre el cuaderno, he corrido la tinta negra con el codo. Las últimas frases son ilegibles y a las anteriores les ha salido un sombreado que estropea la linealidad perfecta que había logrado conferirle al texto. Mi útero me reclama con una contracción breve pero contundente y, al levantar la mirada del papel, me topo con la hiedra que cuelga de una de las baldas de la estantería. Hace más de una semana que no riego las plantas. Soplo sobre la tinta hasta que deja de brillar, cierro el cuaderno, vuelvo a abrir el portátil y me voy a la cocina a por la regadera.
I should have known better, nothing can be changed, the past is still the past, the bridge to nowhere. I should have wrote a letter explaining what I feel, that empty feeling .
Desde el rellano huelo la carne de las albóndigas chisporroteando en el horno. Mi padre me abre ataviado con un delantal verde; cuando voy a abrazarlo, coloca las manos en pinza sobre mis hombros y me da dos besos en las mejillas desde una prudente distancia de seguridad.
—Feliz cumpleaños, hija.
Vivimos a menos de veinte minutos a pie y aun así hace casi tres meses que no nos vemos. Le pregunto por su viaje a Bruselas.
—Lo pasamos muy bien. Bruselas es un poco gris, pero fuimos a Gante y a Brujas, y allí mucho mejor. Y los belgas muy majos, ¿eh? Tú fuiste no hace mucho, ¿verdad?
Viajé a Bélgica y Países Bajos con Natalia hace dos veranos. Logramos que nos coincidieran las vacaciones y recorrimos ambos territorios en tren, yendo de ciudad en ciudad y durmiendo en los sofás de conocidos que acababan másteres en el extranjero o que incluso tenían trabajo, pareja autóctona y un estudio de treinta metros cuadrados en alquiler en el centro de alguna ciudad de lisos canales y aparcamientos en bloque para bicicletas.
En Lovaina nos alojamos en casa de una antigua compañera de trabajo de Natalia. Se había casado con un belga y la empresa la había trasladado a la delegación de Bruselas. Estaba embarazada de cinco meses de una niña que se llamaría Cécile. Tenía veintiséis años, dos menos que nosotras.
Bélgica no me gustó. No me gustó Bruselas, que efectivamente me pareció la ciudad más gris y triste que había visitado, ni Gante ni Brujas, falsas como los decorados de las primeras películas en tecnicolor, y mucho menos Lovaina, demasiado luminosa, demasiado llena de gente y de mercados callejeros y de dulces de colores que nos ponían en el platito de cada café que pedíamos.
No me apetece hablar de Bélgica ni de los belgas con mi padre. Entramos en la cocina. Le pregunto si ha vuelto al instituto.
—Sigo de baja hasta después de Semana Santa —me responde mientras vigila el aspecto de las albóndigas a través de la ventanilla del horno—. Pero no sé, si puedo la alargaré unas semanas más. —Se frota las manos contra el delantal—. Oye, respecto a eso…
—Tranquilo, que yo no he dicho nada a nadie de tus viajes. Además, ¿a quién se lo voy a contar?
Mi padre lleva cuatro cursos encadenando bajas médicas. La primera fue por un esguince. Según él, la inactividad a la que lo sometió la lesión lo deprimió. Desde entonces las bajas han tenido como motivo diversos trastornos de ansiedad y depresiones más o menos profundas. Cuando le dan el alta se reincorpora al instituto, vuelve a memorizar el nombre de sus pocos alumnos de griego y latín, les hace algún control para calibrar su habilidad declinando verbos o analizando etimologías, atiende a un par de padres o madres inquietos por sus hijos —cuyo futuro académico depende en gran medida de las notas de las asignaturas troncales del bachillerato de humanidades, asignaturas que imparte mi padre— y antes de las evaluaciones pide cita con su médico y le explica lo que sea que haya que explicarle para conseguir una baja por depresión o ansiedad. Nunca trabaja más de dos meses seguidos.
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