John Hospers - Significado y verdad en el Arte

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Significado y verdad en el Arte: краткое содержание, описание и аннотация

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El recorrido analítico que Hospers nos ofrece en esta obra puede ser muy útil, como punto de discusión, para el análisis de las interpretaciones de los conceptos de significado y verdad en los distintos géneros artísticos (especialmente en la música, la pintura y la literatura) y, por otra parte, para la clarificación y adecuada uso del lenguaje de la estética en sus eficaces y rigurosas aplicaciones al dominio de la crítica de arte. Con 'Significado y verdad en el Arte' (1946), toda la reducción metodológica, la revisión instrumental y el replanteamiento de los propios fundamentos se convierte en algo básico en el desarrollo de cualquier proceso investigador -como el de la estética, en este caso- para poder volver a nuevos intentos reestructuradores y encarar el futuro con más suspicacia analítica y nuevas perspectivas desde la filosofía del lenguaje.

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El sentido de superficie estética resulta más claro por contraste con la segunda dimensión, a la que podemos llamar «forma estética». Esto también puede quedar más claro a través de ejemplos. Todos nosotros exigimos, supongo, cierto grado de equilibrio y simetría en la disposición de los objetos en el espacio; habitualmente, los cuadros en una habitación no deben colocarse todos al lado derecho, ni estar ordenados «mecánicamente», ni ser tan numerosos como para abigarrar la pared, ni tan escasos como para que esta parezca desnuda; debe haber simetría, aunque una simetría geométrica perfecta sería monótona.

En la mayor parte de las escenas que se dan en la naturaleza, y ciertamente en las obras de arte, hay ciertas exigencias de forma que deben ser satisfechas, aunque es verdaderamente difícil señalar justamente cuáles son estas. Cierta respuesta a la «forma» se ha convenido universalmente que es algo esencial a nuestra experiencia de una obra de arte. Por ejemplo, necesitamos no solamente un equilibrio del tipo antes descrito, sino también una unidad, y no la unidad que no revela distinciones en sí misma –una pared lisa tiene unidad–, sino una unidad que consiste en la síntesis de una variedad de elementos, pero no una variedad tan grande que sea desconcertante o tal que no se subordine a cierto ordenamiento dominante o idea básica. La «unidad orgánica» es generalmente establecida como sine qua non de toda obra de arte. Cada elemento es necesario para el resto y juntos forman un todo tan unificado que ninguna parte puede ser separada sin perjudicar a las restantes. Una obra cuyo efecto quede «desdoblado en dos», sin que las partes estén conectadas, es un sencillo ejemplo de falta de unidad orgánica. Estrechamente relacionado con esto está el principio de «el tema y la variación»: hay una forma central preeminente, un color o pauta melódica por ejemplo que, no obstante, no puede ser simplemente repetida, so pena de hacerse monótono, ni tampoco puede introducirse de continuo en la obra algo enteramente diferente a la forma central, ya que entonces no habría unidad, sino solamente una desconcertante sucesión de diferencias; si se da incluso una repetición deberá estar basada en diferencias. Una simple repetición es monótona; una continua diferencia es caótica. También existen los principios de ritmos y evoluciones, de tensión y relajación, de conflicto y resolución, que, no obstante, no alternan simplemente, sino que crecen y se desarrollan y (en las artes temporales en todo caso) alcanzan un clímax. Debe haber un desarrollo hacia cierta meta y no mera secuencia o yuxtaposición. El ritmo debe ser dinámico y no estático (no como el golpe de un tambor, que simplemente se repite, sino cambiando, aunque en concordancia con algún principio de desarrollo u orden), lo que dará lugar a cierta repetición con diferencias. 5

Estos principios son quizás la parte más importante de lo que puede llamarse el aspecto formal de nuestra experiencia estética. Cuando nuestra experiencia de una obra de arte carece de alguno de estos elementos, queda dañada; y, tanto si somos conscientes de ello como si no, desempeñan un gran papel en nuestro goce de las obras de arte –y en menor extensión, de la naturaleza–, prescindiendo de lo que puede ser el contenido de la obra particular. La lista recién presentada, me temo, ha sido algo arbitraria. Diversos escritores clasifican los principios de la forma con procedimientos algo diferentes. Y algunos escritores que insisten en la suprema importancia de la forma, especialmente Clive Bell, afirman que todos los intentos de descripción de la forma estética deben fracasar y que no se puede indicar ningún criterio eficaz en favor de su presencia. En cualquier circunstancia, no importa realmente para nuestro propósito qué principios de forma, si existe realmente alguno, puedan establecerse; yo he sugerido estos simplemente para dar a la noción de forma algún significado bastante concreto, pues sin ello cualquier uso futuro de la palabra, en estas páginas, sería más bien insustancial; y como la forma es un aspecto importante de nuestra experiencia estética, pienso, no puede fácilmente negarse. 6

3

Es evidente, sin embargo, que hasta aquí solamente un pequeño aspecto del argumento ha sido comentado. Solo una reducida parte de nuestro goce de las artes (e incluso de la naturaleza) consiste en un placer por la superficie estética o por la forma estética simplemente en sí mismas. De hecho, nuestra apreciación de las obras de arte no se limita por lo general únicamente a estos niveles. Solemos emplear, sin embargo, con frecuencia las palabras hermoso y grande para obras que, vistas desde el punto de vista de la forma y la superficie, serían menos «impresionantes» que muchas menos valoradas: como puede suceder, por ejemplo, con un retrato que presente una fuerte caracterización, o incluso con otro que en cierta medida puede ser repulsivo, como La vieja cortándose las uñas de Rembrandt. La superficie «sensorial» en King Lear y en los Desastres de la guerra de Goya, así como en los últimos cuartetos de Beethoven, ciertamente no es predominante; y si la forma se da es empleada más que nada como un vehículo de algo fuera de sí misma, algo manifestado a través de la forma y en la superficie estética. Este algo proviene de la vida, del mundo de la experiencia fuera del arte, y por falta de un término mejor llamaremos a lo así manifestado valores vitales .

Las artes, especialmente las bellas artes, tienen a veces una superficie estéticamente rica y satisfactoria, aun cuando a veces sea menos viva y cautivadora, que ciertos elementos sensibles meramente aislados [...] pero esta superficie no es lo central ni lo más significativo de las artes como tampoco lo es en la vida o en la naturaleza. Y no existe ninguna teoría estética plausible que deje de anunciar que las artes en sí mismas son actividades humanas «dirigidas», operaciones y procesos de creación, no mera superficie estética [...]. Las bellas artes son sobre todo [...] artes, y solo secundariamente, bellas. 7

En este aspecto, las «bellas artes» difieren de las artes meramente de dibujo, como el arabesco, en las cuales los valores vitales son de pequeña o ninguna importancia.

Es esta «penetración» del material de la vida lo que hace que el arte sea algo más que superficie y forma estéticas, y esto es lo que constituye nuestra tercera dimensión. En virtud de este tercer aspecto, empleamos el lenguaje de la vida al hablar de arte; podemos reconocer caracteres humanos y situaciones distintas en un drama, así como melancolía o viveza en una pieza musical. Cuando calificamos una columna de mármol de «graciosa», estamos también empleando un valor vital. Los valores vitales desempeñan un papel importante en la apreciación artística de la mayoría de personas (correcta o incorrectamente) y se tienen en cuenta más ampliamente que los valores formales o de superficie. 8

El mismo principio rige en las experiencias estéticas más allá del dominio de las bellas artes. Cuando contemplamos una noche estrellada o un lago de la montaña, los vemos no meramente como un ordenamiento de colores agradables, formas y volúmenes, sino como expresión de muchas cosas vitales, empapadas con la íntima asociación de diversas escenas y emociones imaginables o reales. 9 Lo mismo sucede con las artes útiles, cuando, por ejemplo, gozamos del negro brillante y plateado de un coche aerodinámico, o del agradable ladrillo rojo de la chimenea, o de las afiladas puntas de flecha de los indios, pero tomando estas superficies y formas como expresión de ciertos valores vitales adaptados a ciertas finalidades cotidianas. El diseño del coche aerodinámico parece expresar rapidez, eficacia, facilidad, poder (todos ellos valores vitales, dependientes de nuestro conocimiento de la experiencia diaria de lo que un coche es y hace). La curva afilada de la punta de flecha no se percibe meramente como una línea, sino que admiramos el que esté diseñada para su propósito, puesto que la misma forma y la misma superficie serían inapropiadas y no serían agradables en otra clase de objeto. El mismo rojo que nos agrada en una puesta de sol nos repugna cuando se observa en un furúnculo sobre la cara de alguien. Pocas veces, en verdad, nuestro goce de los objetos lo es pura y únicamente de su superficie o forma estéticas, sino que más bien se vincula a cosas que son apropiadas y expresivas para su función cotidiana.

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