John Hospers - Significado y verdad en el Arte

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El recorrido analítico que Hospers nos ofrece en esta obra puede ser muy útil, como punto de discusión, para el análisis de las interpretaciones de los conceptos de significado y verdad en los distintos géneros artísticos (especialmente en la música, la pintura y la literatura) y, por otra parte, para la clarificación y adecuada uso del lenguaje de la estética en sus eficaces y rigurosas aplicaciones al dominio de la crítica de arte. Con 'Significado y verdad en el Arte' (1946), toda la reducción metodológica, la revisión instrumental y el replanteamiento de los propios fundamentos se convierte en algo básico en el desarrollo de cualquier proceso investigador -como el de la estética, en este caso- para poder volver a nuevos intentos reestructuradores y encarar el futuro con más suspicacia analítica y nuevas perspectivas desde la filosofía del lenguaje.

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Los libros a los que nos referimos en el texto se reseñan en la bibliografía del final del volumen. Las referencias a artículos de revistas aparecen en notas a pie de página, y por consiguiente no se listan en dicha bibliografía. Los libros marcados con un asterisco (*) son los recomendados a los lectores no-técnicos como los más interesantes y fructíferos en la estética de una u otra de las artes específicas; los señalados con dos asteriscos (**) se recomiendan como obras generales de estética. Muchos libros excelentes han quedado sin marcar con asterisco porque son primariamente obras de crítica más que de teoría estética.

Parte I

El significado en las artes

1.

Distinciones preliminares

El punto de partida de toda filosofía del arte es el hecho de la experiencia estética. Sin esto no habría arte puro, ni especulación acerca de la belleza, ni discusión de los problemas que nos afectarán en las siguientes páginas. Y el primer punto, que es necesario tratar acerca de la experiencia estética, es que existe tal experiencia: es decir, que hay una clase de experiencia que, aunque no completamente aislada del resto de nuestra experiencia, es suficientemente distinta de ella para merecer un calificativo especial: «estética». ¿Qué es lo que precisamente caracteriza esta clase de experiencia? ¿En qué aspecto, si lo hay, es diferente de otras? Intentaré abordar esta cuestión solo cuando sea necesario para desarrollar el argumento principal de este libro. Será imprescindible hacer una breve caracterización general de la experiencia estética antes de iniciar ciertas distinciones dentro de ella, lo que nos servirá de base de discusión en gran parte de los siguientes capítulos.

Podemos presumir que la palabra estética ha aparecido, como la mayor parte de las palabras, para satisfacer la palpable necesidad de una distinción –en este caso, una distinción entre una clase de experiencia poseedora de cierta propiedad común (o grupo de propiedades) y toda experiencia no así caracterizada–. Pero, como muchas palabras, no adquiere precisión por el uso común: cuando el «lenguaje» de la vida diaria se desarrolla sin exactitud, la palabra no posee precisión y, en consecuencia, si deseamos usar palabras con una precisión más que ordinaria, hay que purificar y clarificar su, más o menos indefinido, significado usual; y este «refinamiento» es, en parte, un asunto convencional.

Hay experiencias que unos llamarían estéticas y otros no, y el que sean o no estéticas depende de una imposición más o menos arbitraria del uso que uno hace de las palabras que el «habla» ordinaria nos proporciona. ¿Pero hay alguna clase de experiencia que caiga tan claramente dentro de los límites de lo que se ha llamado comúnmente «estética» que rehuir aplicarle tal calificativo sería privar al término de algún significado distintivo?

La actitud estética ha sido definida de varias formas en términos de empatía, de sensación de irrealidad o de simple placer. Estos conceptos no son necesariamente incompatibles entre sí; cada uno de ellos toma algún aspecto o elemento de una clase de experiencia que tenemos –por ejemplo, en la sensibilidad artística– y define la experiencia estética en términos que le son propios. Y la clase de experiencia que habitualmente tenemos al contemplar obras de arte es, de hecho, lo suficientemente compleja y abigarrada como para hacer tal situación natural y casi ineludible. No es mi propósito aquí discutir y comparar estos conceptos o decidir entre ellos. Es suficiente con decir que hay una clase de «actitud» que es fundamental para todas las experiencias descritas y sin la cual debe desaparecer completamente el uso del término estética al aplicarlo a cualquier cosa distinta en nuestra experiencia. Esta actitud fundamentalmente consiste en la separación de la experiencia estética de las necesidades y los deseos de la vida ordinaria y de las respuestas que damos por costumbre a nuestro ambiente, como personas prácticas. Ordinariamente percibimos una silla simplemente como algo para sentarse, un cielo oscuro como un pronóstico de lluvia, el sonido de un timbre como la señal para «comer» o «para recibir visitas» o «para la hora de levantarse». Pero la actitud estética solo puede darse cuando esta respuesta práctica a nuestro ambiente es mantenida «en suspenso». Nosotros podemos sentir placer al mirar el cielo como un conjunto de formas y de sombras de color que varían y no meramente como un indicador de cambios de tiempo; podemos contemplar con un peculiar agrado, totalmente separado de consideraciones prácticas, el espectáculo nocturno de un edificio en llamas, el fuego elevándose y penetrando en el cielo oscuro e iluminando los rostros de los espantados espectadores. En estas ocasiones estamos percibiendo algo «no por el placer de una acción, sino por el placer de una percepción». «Como norma, las experiencias nos suministran constantemente aquello que desarrolla una mayor fuerza de atracción. Nosotros de ordinario no somos conscientes de aquellos aspectos de las cosas que no nos afectan inmediata y prácticamente». 1 Esta actitud, por supuesto, no puede ser nuestra postura usual y normal. No obstante, a veces percibimos cosas en este sentido, incluso en situaciones de peligro personal, cuando la actitud práctica parecería ser casi inevitable. Una niebla en el mar, por ejemplo, es normalmente una experiencia muy desagradable e incluso peligrosa.

Aparte de la molestia física y las formas secundarias de incomodidad, tales como «los retrasos», pueden producirse sentimientos de peculiar ansiedad, temores de peligros invisibles, tensiones al percibir y oír señales a distancia y no localizadas...

No obstante, una niebla en el mar puede ser una fuente de intenso gozo y disfrute, dejando a un lado de momento, en tal experiencia, su peligro real, de la misma forma que cualquiera en el gozo de una escalada de montaña pasa por alto el esfuerzo físico y el riesgo (aunque no se niega, esto mismo puede incidentalmente entrar dentro del goce y realzarlo); si dirigimos la atención a las características que «objetivamente» constituyen el fenómeno –el velo que nos envuelve con una opacidad de láctea transparencia, empañando el contorno de las cosas y distorsionando sus formas en fantásticas extravagancias–; si observamos la fuerza de arrastre del aire, produciendo la impresión como si se pudiera alcanzar alguna remota sirena solo con extender la mano perdiéndonos detrás de esta blanca pared, advertimos la curiosa suavidad cremosa del agua, engañándonos hipócritamente como si fuera una sugerencia de peligro, y, ante todo, la extraña soledad y lejanía del mundo como solo puede encontrarse en las cumbres de las más altas montañas; y la experiencia puede adquirir, en su misteriosa mezcla de tranquilidad y terror, un sabor tal de concentrada amargura y encanto como para contrastar agudamente con la ciega y destemplada ansiedad de sus otros aspectos. Este contraste, que frecuentemente emerge con asombrosa brusquedad, es como el cambio momentáneo a una nueva corriente o el paso vertiginoso de una luz más brillante, iluminando los aspectos sobre los objetos físicos quizás más ordinarios y familiares –una impresión que experimentamos a veces en instantes extremos cuando nuestro interés práctico se tensa como un alambre debido a una sobretensión límite y vigilamos la consumación de alguna inevitable catástrofe con la admirable impasividad de un mero espectador. 2

El pintor que, al contemplar una extensión de tierra de pastos, observa la suave curva de las colinas, las gradaciones de luz y sombra en la hierba, el contorno de los árboles formando siluetas complicadas contra el cielo, se puede decir que está viendo la escena estéticamente; pero no el topógrafo que está interesado meramente en medir su extensión o el hombre de negocios cuyas preocupaciones están limitadas a estimar su valor. El hombre que busca un cuadro, porque es raro o caro, y la mujer que aprecia un jarrón, porque es antiguo o porque perteneció a su bisabuela, no están viendo estos objetos más estéticamente que la persona que se obsesiona con la desnudez de una estatua, de tal forma que deja de mirarla como una obra de arte. 3

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