Aunque cualquier otra cosa pueda caracterizar, además, la actitud estética, si el término estética ha de retener algún significado distintivo, debe por lo menos hacer referencia a algo de lo que acabamos de describir. Si esto se niega, queda eliminado el terreno más obvio y fundamental para distinguir lo estético de lo no-estético. Muchos escritores sobre estética, sin embargo, al afirmar que tal caracterización de la actitud estética no sirve de mucho, han tratado de limitarla o hacerla más precisa en varios aspectos. Algunos han declarado que la sensación olfativa o gustativa, así como las demás sensaciones orgánicas, están de algún modo por debajo del nivel de la estética, limitando así la aplicación del término a las experiencias visuales y auditivas. Otros han sostenido que la contemplación estética debe ser de una percepción sensorial concreta y no puede serlo de una abstracta, tal como un carácter moral o una prueba matemática. Incluso otros han subrayado la presencia o ausencia de empatía, o alguna clase de efectos fisiológicos, por ejemplo, el «equilibrio», como criterio para distinguir lo estético de lo no-estético. Y ciertos extremistas como Clive Bell han limitado la «emoción estética» a una relativamente pequeña clase de experiencias que ocurren en la contemplación de relaciones formales abstractas en las obras de arte. Yo no apruebo la mayor parte de estas restricciones y refinamientos propuestos; pero no es necesario para mi propósito discutirlos aquí. Se puede definir la actitud estética como se desee, pero el uso común del término estética indicará que significa por lo menos lo que yo he descrito, y que cualquier otra cosa que se añada es más o menos arbitraria, en desacuerdo con el sentido en que la gente usa generalmente este término. La actitud estética es, sin duda, «una cuestión de grado»; una actitud dada puede ser más estética o menos estética que otra, y lo estético y lo no-estético se difuminan gradualmente entre sí; hay una penumbra o semioscuridad en la cual no sería seguro trazar límites definitivos. Por ello he tomado, como ejemplos, actitudes que podemos llamar típicamente estéticas, las cuales podrían ser admitidas como estéticas en cualquier uso común, y las he contrastado con otros ejemplos que no serían llamados estéticos bajo ningún criterio concebible, omitiendo la mención de estados dudosos intermedios. Y creo que estos ejemplos indican, en modo tan preciso como lo permite el uso común, lo que constituye la actitud estética.
No he definido la actitud estética. No pienso que sea posible definirla con palabras. Como en todas las expresiones que se refieren a experiencias o estados de ánimo, se ha debido tener antes la experiencia para saber de qué clase es. Es imposible definir el gusto de un níspero; se puede dar una idea general comparándolo con el sabor de un caqui o una lima (presumiendo que la persona en cuestión los haya degustado), pero no hay palabras que puedan transmitir exactamente cómo sabe. Del mismo modo, no se puede definir la actitud estética de manera que transmita su naturaleza a cualquiera que no lo haya experimentado. Lo mejor que podemos hacer es llamar su atención hacia ciertas experiencias que confiamos que haya tenido –tales como la experiencia de la niebla o del campo verde–y contrastar la actitud que recuerda en esas ocasiones con su actitud hacia otras cosas o hacia la misma cosa en otras situaciones, esperando que la diferencia entre las dos clases de ejemplos le aclarará la distinción que tenemos in mente .
Mucha confusión resulta de constatar que «la estética» se refiere a una clase de actitud más que a los objetos hacia los que esta se toma. Por ejemplo, puede ser con frecuencia más difícil delimitar la actitud estética ante los objetos que percibimos a través del gusto y del olfato, que hacia aquellos que contemplamos por la vista o el oído (debido sobre todo a su más estrecha conexión con necesidades corporales prácticas y la consecuente dificultad de «conservar la distancia» ante ellas), aunque se pueda discutir el que a veces adoptemos o no esta actitud respecto a ellos; no veo ningún límite teórico respecto al número de objetos frente a los cuales sea posible adoptar la actitud estética. La confusión se introduce cuando preguntamos si los olores y sabores (o las sustancias concretas olidas y degustadas) son en sí mismos estéticos ; de hecho, lo que es estético es nuestra actitud hacia ellos y esta puede ser estética en algunas ocasiones y en otras, no.
Es importante recordar también que la actitud estética puede estar copresente con otras actitudes y solo ocasionalmente está presente de un modo exclusivo. Rara vez la experiencia alcanza tal cumbre de intensidad como para excluir toda otra del campo de la conciencia. Y, en el otro extremo, es muy probable que la actitud estética raras veces desaparezca íntegramente, excepto en momentos de terror o crisis; si la composición de colores de una habitación en la que nos hallamos no nos complace, tenemos una vaga sensación de inquietud, aun a pesar de que esta sensación puede que nunca llegue al primer plano de la conciencia. Hay probablemente un elemento de estética en todas las actitudes que adoptamos en la experiencia consciente. El comprador de tierras que extiende la mirada sobre el campo puede estar estéticamente afectado, en alguna medida, aun cuando esté evaluándolo como un objeto crematístico, pero desde luego no tan intensamente, sin duda, como el artista.
Dentro del área que hemos descrito, sin embargo, hay aún distinciones que establecer. Cuando el pintor ve desde la distancia la silueta de Nueva York como una combinación de líneas y espacios, colores y volúmenes, podría decir en general que lo está contemplando estéticamente; pero ¿qué pensar de esta actitud cuando lo contempla como un centro de hervidero humano, con toda clase de propósitos conflictivos y también ideales, o como una pequeña porción de materia animada en movimiento, apiñada al mismo tiempo en una área infinitesimalmente pequeña cuando se compara con las vastas extensiones del universo? ¿Qué pensar del artista que observa el campo verde, no en términos de arreglo de masas en equilibrio o formas de coloraciones cambiantes, sino como una expresión de la vida de la gente sencilla, o de lo que podemos llamar aproximadamente «cualidad pastoral»? Todos, menos los más sofisticados «puristas», pienso, estarían de acuerdo en que ambas actitudes son estéticas; pero hay ciertamente una diferencia entre estos ejemplos últimamente mencionados y los otros. Y esta es la distinción que yo quiero explorar en el resto del presente capítulo.
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La primera dimensión de la experiencia estética que quiero subrayar es la a veces llamada superficie estética . 4 Cuando se tiene una experiencia de superficie estética en la naturaleza o en el arte, estamos disfrutando simplemente del aspecto, del sonido o del sabor de la sensación, sin hacer distinciones y sin considerar los significados o interpretaciones, es decir, simplemente gozamos de la «percepción» de una representación sensible «en la verdadera superficie de la experiencia directamente tenida». El perfume de una rosa, el sabor de un vino, el lustre y la trama de un trozo de tela, el vivo azul del cielo, la riqueza sensible de un poema sinfónico de Strauss o una estrofa de Swinburne, el sonido puro de Mallarmé, la exquisita coloración de Tanguy: todos estos son ejemplos de «superficie sensible». Los colores y los sonidos tomados por separado son ejemplos mejores que cuando se toman en combinación, porque cuando se ofrecen juntos estamos en disposición de centrar parte de nuestra atención sobre sus relaciones mutuas, en cuyo caso hemos ya pasado a la segunda dimensión, que es la de «forma», aunque es perfectamente posible contemplar un trabajo de gran complejidad formal o de rico y variado significado, desde el punto de vista de la superficie estética, limitando la atención a ese aspecto de esta.
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