Scott Hahn - Señor, ten piedad

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Scott Hahn se centra en este libro en el sacramento de la confesión. Cuanto más la necesitamos, menos parecemos desearla. Sin embargo, Cristo comparte su infinita misericordia a través de su Iglesia en el sacramento de la reconciliación, que es clave para nuestro crecimiento espiritual.
La confesión nos protege de vivir engañados sobre el mundo, sobre nuestro lugar en él, y sobre la historia de nuestras vidas. Es el modo habitual en que los creyentes llegamos a un conocimiento más profundo de cómo somos en realidad: es decir, de cómo Dios nos ve. Saca a la luz los oscuros rincones de nuestra alma para que nos veamos ante la mirada de Dios.
A través de la confesión, empezamos a curarnos. Empezamos a enderezar nuestra vida. Empezamos a conocer la paz.

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Leyendo a los Padres de la Iglesia, encontramos que las personas de cualquier lugar que seguían a Cristo, confesaban sus pecados a los sacerdotes de la Iglesia. Esto lo vemos en los escritos de San Ireneo de Lyon, que ejerció su ministerio en Francia desde el 177 al 200 d.C. Lo encontramos en Tertuliano, en África del Norte, alrededor del 203 d.C.; y en San Hipólito de Roma, alrededor del 215 d.C. Orígenes, el erudito egipcio, en torno al 250 d.C. escribió sobre «el perdón de los pecados a través de la penitencia... cuando el pecador... no se avergüenza de dar a conocer sus pecados al sacerdote del Señor y busca la curación según el que dice: “Te confesé mi pecado y no oculté mi iniquidad; dije: ‘Confesaré a Yahvé mi pecado’ y tú perdonaste la culpa de mi pecado”» (Sal 32, 5)[6].

EL MEJOR ASIENTO DE LA CASA

Todo viene junto. Dios desea nuestra confesión porque es una condición previa para Su misericordia. Éste es Su constante mensaje desde los días de Adán y de Caín a lo largo de todas las generaciones de la Iglesia de Jesucristo. Era misericordioso desde el principio, pero esa misericordia se fue revelando gradualmente a lo largo del tiempo. Así, en el Antiguo Testamento, ordenó a los israelitas que construyeran un «trono de misericordia» —el Trono del mismo Dios— y colocarlo en el Santo de los Santos sobre el Arca de la Alianza. Allí, el trono era inaccesible para todo el mundo excepto para el Sumo Sacerdote, aunque él sólo podía acercarse una vez al año, el día de la Expiación, cuando rociaba la sangre de un sacrificio por los pecados del pueblo.

En la Antigua Alianza, el trono de la misericordia era inaccesible y estaba vacío. En la Nueva Alianza el trono está ocupado, por fin, por un Sumo Sacerdote, Jesucristo, que es capaz de compadecerse de los débiles (Heb 4, 15). Además, este Sumo Sacerdote no desea que estemos lejos temblando y llenos de temor, sino que nos adelantemos. «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, a fin de conseguir misericordia y hallar la gracia para el auxilio oportuno» (Heb 4, 16).

Esta llamada solamente podría llegar con la plenitud de la revelación divina, porque la misericordia de Dios es su mayor atributo. ¿Por qué es el mayor? No porque nos haga sentirnos mejor, o porque nos resulta más atractivo que Su poder, sabiduría y bondad. Es su mayor atributo porque es la suma y la esencia de Su poder, de Su sabiduría y de Su bondad. Podemos reconocer esos atributos que pertenecen a Su poder, a Su sabiduría y a Su bondad, pero la misericordia es algo más. Ciertamente, es la convergencia de esos tres atributos. La misericordia es poder de Dios, sabiduría y bondad manifestados en unidad. Dios enseñó a Moisés que la misericordia estaba unida a Su nombre que, para los israelitas, significa la identidad personal: «Yo haré pasar ante ti toda Mi bondad y pronunciaré ante ti Mi nombre, Yahvé, pues yo hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia de quien tengo misericordia» (Ex 33, 19).

La misericordia nos ha sido revelada plenamente en Jesucristo. Sin embargo, es preciso que lo entendamos correctamente. La misericordia no es la compasión, ni es el paso libre para «pecar descaradamente» porque sabemos que, al final, podemos librarnos. Como veremos en un capítulo posterior, la misericordia no elimina el castigo, sino al contrario, asegura que cada castigo servirá de remedio misericordioso. Santo Tomás de Aquino insistía en que misericordia y justicia son inseparables. «La misericordia y la justicia están tan unidas que se atemperan la una a la otra: la justicia sin misericordia es crueldad, la misericordia sin justicia es desintegración»[7].

La Enciclopedia Católica lo expresa sucintamente: «La misericordia no anula la justicia, sino más bien la trasciende y convierte al pecador en un justo llevándole al arrepentimiento y a la apertura al Espíritu Santo»[8].

[1]El poder de atar y desatar que Cristo confirió a los doce apóstoles (Mt 18, 18) es parte integrante de «las llaves del Reino de los Cielos» que Cristo entregó a Pedro (Mt 16, 17-19); ambos se refieren al perdón de los pecados; cf. CCE, 553: «El poder de “atar y desatar” connota la autoridad para absolver los pecados...» (cf. también CCE, 979, 981, 1444).

[2]Cf. Presbyterorum Ordinis («Decree on the Ministry and Life of Priest»), en A. Flannely (ed.), Vatican Council II: The Conciliar and the Post-conciliar Documents, Grand Rapids, Mich., Eerdmans, 1992, 863-902. Sobre el papel sacerdotal de los «elders» en Jas 5, 14-16, ver M. Miguens, Church Ministries in New Testament Times, Aarlington, Va., Christian Culture Press, 1976, pp. 78-79; cf. también A. Campbell, The Elders: Seniority Within Earliest Christianity, Edimburg, T&T Clark, 1994, p. 234.

[3]Cf. L. M. White, «The Social Origins of Christian Architecture: Architectural Adoption Among Pagans, Jews and Christians», Harvard Theological Studies, 42, Trinity Press International, 1996; G. F. Snyder, Ante Pacem: Archeological Evidence of Church Life Before Constantine, Macon, Ga. Mercer University Press, 1985.

[4]Mazza, The Origins of the Eucharistic Prayer, 41-42.

[5]San Cipriano de Cartago, De Lapsi, 29.

[6]Homilías sobre el Levítico, 2.4.5.

[7]Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea in Mathaeum, 5.5.

[8]P. Stravinskas (ed.), Catholic Encyclopedia, Our Sunday Visitor, 1998, p. 666. Cf. la encíclica de Juan Pablo II Dives in Misericordia, 30-11-1980, y S. Michalenko, «A Contribution to the Discusion on the Feast of Divine Mercy», en R. Stackpole (ed.), Divine Mercy: The Heart of the Gospel, John Paul II Institute of Divine Mercy, 1999, p. 128: «De acuerdo con Santo Tomás, la Misericordia es la primera causa de toda la creación, y San Bernardo declara que la Misericordia es la causa causissima causarum omnia». Sobre la incomparable grandeza de la misericordia como el mayor atrituto y el nombre más propio de Dios, cf. Ex 33, 17-23, y S. Hahn, A Father Who Keeps His Promises: God Covenant Love in Scripture, Ann Arbor, Mich., Servant Books, 1998, pp. 159-160.

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