Scott Hahn - Señor, ten piedad

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Scott Hahn se centra en este libro en el sacramento de la confesión. Cuanto más la necesitamos, menos parecemos desearla. Sin embargo, Cristo comparte su infinita misericordia a través de su Iglesia en el sacramento de la reconciliación, que es clave para nuestro crecimiento espiritual.
La confesión nos protege de vivir engañados sobre el mundo, sobre nuestro lugar en él, y sobre la historia de nuestras vidas. Es el modo habitual en que los creyentes llegamos a un conocimiento más profundo de cómo somos en realidad: es decir, de cómo Dios nos ve. Saca a la luz los oscuros rincones de nuestra alma para que nos veamos ante la mirada de Dios.
A través de la confesión, empezamos a curarnos. Empezamos a enderezar nuestra vida. Empezamos a conocer la paz.

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No es precisa la presencia de un psiquiatra para ver lo que va a ocurrir a continuación. Caín asume el status de víctima de Abel y proyecta su propia culpa en Dios: «Ahora no puedo trabajar. Ahora no puedo relacionarme contigo. Ahora tengo que sufrir la injusticia». Además, acusa al resto de la humanidad de intento de asesinato, cuando, hasta el momento, él es el único asesino de la historia. Como sus padres, Caín muestra una serie de emociones —temor, vergüenza, actitud defensiva, autocompasión— pero no dirá que lo siente. Se niega a reconocer su pecado.

ARREPENTIMIENTO O RESENTIMIENTO

El comportamiento de Caín podría resultarnos familiar. Al cabo de los siglos, hombres y mujeres no están mejor dispuestos a confesar sus fallos. Y el modelo de evasiva es el mismo. Las personas que no se arrepienten llegarán al resentimiento. Los que se niegan a acusarse encontrarán modos disparatados para excusarse. Ellos —nosotros— culparemos a las circunstancias, a las limitaciones, a la herencia, al entorno. En última instancia, al hacerlo seguimos los pasos de nuestros primeros padres. Estamos culpando a Dios y haciéndole objeto de nuestro resentimiento, porque Él fue quien creó nuestras circunstancias, nuestra herencia y nuestro entorno.

Cuando más optamos por pecar, menos deseamos hablar de nuestros pecados. Como Caín, Adán y Eva, hablamos sobre casi cualquier cosa —las causas y las consecuencias, la culpa y el castigo—, pero no de la confesión.

DIOS LO HACE RITO

En sucesivas alianzas —con Noé, Abraham, Moisés y David— Dios fue revelando gradualmente más cosas sobre Sí mismo y sobre Sus caminos a gran número de personas. Si la confesión no tuvo éxito entre las primeras generaciones humanas, Dios no se cansó de invitarlas a ella. De hecho, en puntos concretos de la Ley de Moisés, dio a Su pueblo unos rituales muy concretos para confesar los pecados. Hoy, hay quien hace caso omiso del ritual considerándolo como un hecho mecánico y absurdo, pero eso, sencillamente, es falso. Nosotros, los seres humanos, dependemos de la rutina; sin ella, no seríamos capaces de organizar nuestros días ni nuestra vida. Desde lavarnos los dientes o cerrar las puertas, decir «te quiero» o pronunciar las promesas del matrimonio, las acciones rutinarias —algunas grandes y otras menudas— nos capacitan para realizar el trabajo realmente importante de nuestra vida cotidiana.

Numerosos puntos de la Ley se refieren a tales rutinas y rituales, y muchos de ellos se relacionan concretamente con la confesión de los pecados. Veamos, por ejemplo, el Levítico 5, 5-6, que trata de los distintos pecados que comete el pueblo cuando jura en vano. «El que de uno de estos modos incurre en reato, por el reato de uno de estos modos contraído confesará su pecado y ofrecerá a Yahvé por su pecado una hembra de ganado menor, oveja o cabra, y el sacerdote le expiará de su pecado»[3].

Al dar a su pueblo un claro plan de acción, Dios hace posible que los individuos confiesen sus pecados. En primer lugar, insiste explícitamente en dicha confesión. Después, manda hacer algo a los pecadores: un acto litúrgico de sacrificio y expiación. Por último, insiste en que todo ello se haga con la ayuda y la intercesión de un sacerdote. Todos esos elementos sobrevivirán intactos a lo largo de la historia de Israel y del renovado Israel, la Iglesia de Jesucristo.

No deberíamos subestimar el poder de esos «actos» de contrición. En palabras de un santo moderno: El amor exige hechos, no palabras dulces[4]. En los pasados 1970 un slogan popular era: «El amor significa no tener que decir “lo siento”». Pero no es cierto. El amor no sólo significa decir «lo siento», sino también demostrarlo. Así es la naturaleza humana —aunque nuestra naturaleza caída se resiste enormemente—, y el Dios que la creó sabe lo que necesitamos. Necesitamos pedir «perdón»; necesitamos demostrarlo; y necesitamos hacer algo sobre ello.

La Ley de Dios reconoce esos sutiles aspectos de la psicología humana y los emplea venciendo, en primer lugar, la resistencia de Su pueblo a la confesión y orientándole después a la confesión litúrgica para su satisfacción legal. «Habló Yahvé a Moisés, diciendo: “Di a los hijos de Israel: Si uno, hombre o mujer, comete uno de esos pecados que perjudican al prójimo, prevaricando contra Yahvé y haciéndose culpable, confesará su pecado y restituirá el daño añadiendo un quinto, y restituirá a aquel al que perjudicó”». (Num 5, 5-7). (Ambos aspectos de la confesión, el legal y el jurídico, aparecerán en posteriores consideraciones sobre el sacramento de la penitencia en la Nueva Alianza.)

Como la fe, el dolor de los pecados debe mostrarse a través de las obras (ver Mt 3, 8-10; Sant 2, 19, 22, 26). Esto lo podemos ver incluso en las relaciones humanas. Cuando ofendemos a alguien, con frecuencia admitimos lentamente nuestra falta. Nos excusamos; negamos nuestra responsabilidad. Pero, con objeto de salvar nuestra relación, necesitamos confesar —pedir perdón— incluso aunque no queramos hacerlo. Y no sólo eso: necesitamos reconciliarnos con la persona a la que hemos ofendido. Por supuesto, cuando el ofendido es el Señor, todo esto se aplica en mucho mayor grado.

UN DESBARAJUSTE PARA CONFESAR

En la liturgia de Israel, Dios hizo posible la confesión promulgándola en la ley. Sin embargo, no debemos subestimar la dificultad de los actos de penitencia de la Antigua Alianza. Pueden haber sido las vías claras del arrepentimiento para el hombre, pero no necesariamente lo facilitaban. Solamente un estratega de la interpretación podría despachar la confesión, el sacrificio y la penitencia de Israel como meros ritos. No: eran temas arduos, y bastante costosos.

Imagínate a ti mismo, después de reconocer que has pecado, preparándote para hacer tu confesión y tu sacrificio. Eso únicamente se llevaba a cabo en el Templo de Jerusalén, de modo que tendrías que preparar tu viaje —quizá de varios días a pie o a caballo— a través de caminos polvorientos y rocosos infestados de bandidos y de animales depredadores.

Según el tipo de tu pecado y su gravedad, debías ofrecer una cabra, una oveja, o incluso un buey. Podrías llevarlo tú mismo o, si tenías dinero, comprarlo a los comerciantes de Jerusalén. Naturalmente, tendrías que dominar al animal, lo que en el caso de un toro, sería bastante agotador. Y aún, tu expiación solamente acababa de empezar.

Una vez en Jerusalén, conducirías a tu bestia cuesta arriba hasta el patio exterior del Templo. En el patio interior, explicarías el motivo de tu sacrificio. Después, delante del altar, alguien te ofrecería un cuchillo, y tú —tú mismo— matarías al animal. Harías una carnicería con él. Lo cortarías y lo despedazarías. Lo harías separándolo en piezas. Apartarías los miembros ensangrentados, y sacarías los órganos, uno a uno, y los entregarías al sacerdote para que los quemara. Purificarías los intestinos tras limpiar los residuos. También tendrías que entonar salmos penitenciales mientras el sacerdote tomaba la sangre del animal y rociaba con ella el altar.

Todo esto constituía el «acto de contrición» que nunca olvidaría el pecador. Gordon Wenham, estudioso del Antiguo Testamento, ha descrito esos sacrificios detalladamente (¡y exhaustivamente!) en sus comentarios sobre el Levítico y los Números. Al final, concluye: «Cada lector del Antiguo Testamente que use la imaginación comprenderá enseguida que aquellos antiguos sacrificios eran acontecimientos muy emocionantes. En comparación, hacen que los modernos servicios en las iglesias resulten sosos y aburridos. El fiel antiguo no se limitaba a escuchar al sacerdote y entonar unos pocos himnos: se implicaba activamente en el culto. Había elegido un animal sin tacha de entre su propio rebaño, lo había llevado al santuario, lo había matado y despedazado con sus propias manos, y luego, con sus propios ojos, lo veía ascender en humo»[5].

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