No hay mejor tinta que el dolor.
Pero sin humor no se sobrevive.
Después de ver una cantidad insalubre de horas de Netflix, entendí que los libros se asemejan infinitamente más a la vida real que las películas. No lo digo porque en algunos dramas se plantean finales de ensueño o porque las comedias románticas utopizan el amor. En las películas constantemente suceden cosas. En la vida, no.
Las películas no retratan el nihilismo de algunos días, aquel que no antecede a ninguna epifanía, que simplemente es. Tampoco exponen el pasar del tiempo sin sentido o un aburrimiento vacío que carece de razón. No se muestran los dolores que no son punzantes y desgarradores pero que molestan lo suficiente para invocar la tristeza y una frustración silenciosa, no merecedora de ser exteriorizada. Las películas no retratan la infinitud de los pensamientos que duran unos pocos minutos pero se sienten como si cupiera la vida entera en una oración. Las películas viven al aire libre y los libros, bajo techo.
Este es un libro que nunca, jamás, podría convertirse en una película. O quizás simplemente veo las películas equivocadas.
Fui escribiendo los nombres de los capítulos mientras seguía internada en el Hospital Español. Abrí un nuevo documento en el bloc de notas de mi celular y, a medida que transcurrían los días, anotaba todo aquello que había dejado una huella imborrable en mí. Sabía que por los golpes que tenía en la cara no me iban a permitir expresarme libremente por un buen tiempo, y los médicos lo confirmaron con el pasar de los días. Tenía que poder descargarme de alguna u otra manera o me volvería loca, más loca todavía. Sabía que, apenas pudiese, desarrollar esos títulos escritos en mi teléfono iba a ser mi terapia. Vos vas a estar leyendo mis palabras, supongo que eso te hace mi terapeuta.
En cada capítulo hay canciones recomendadas, en orden de reproducción, para acompañar mis palabras. Así como una canción puede cambiar totalmente la atmósfera de la escena en una película, también debería poder hacerlo en un libro. Si ingresás directamente en mi perfil de Spotify vas a poder encontrar una playlist donde están todas las canciones ya ordenadas, para sólo preocuparte por darle play y pausa cuando lo consideres necesario. No es obligatorio ni indispensable leer este relato con su minuciosamente seleccionada banda sonora, pero ¿es lo mismo una película de terror sin la música tétrica de fondo?, ¿o una declaración de amor sin una balada emotiva detrás?
No es la idea escuchar la música al máximo volumen, al contrario, solo debería ser un acompañamiento de fondo. Que la música no suene más fuerte que mis palabras. Tampoco te preocupes si sobran canciones porque no tuviste tiempo de escucharlas todas, no todos leemos a la misma velocidad. Ah, y por favor, pagá la suscripción premium de Spotify. No quiero que haya una publicidad de cerveza mientras te cuento acerca de uno de los sucesos más dramáticos de mi vida, sobre todo porque en ese momento todavía no podía tomar cerveza.
Al escanear el código QR podés escuchar la playlist de Rota . |
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Canciones recomendadas para escuchar durante este capítulo:
«Time», Pink Floyd
«Tangerine», Led Zeppelin
«Goodbye Stranger», Supertramp
Abrí los ojos y estaba en una ambulancia. En realidad, según Juan, yo nunca cerré los ojos, nunca estuve inconsciente. En mi cabeza sucedió así: era un día de lo más normal —negro—, me desperté en una ambulancia.
—¿Sabes qué día es hoy? —dijo una voz a lo lejos.
—¿Qué pasó, Juan? —le pregunté con la mayor desesperación que sentí en mi vida.
No entendía qué estaba pasando. No entendía cómo antes estaba… bueno, no me acordaba dónde estaba ni cómo fue que de repente aparecí en una ambulancia. Estaba recostada en una camilla, ensordecida por la sirena. Sentía que algo me chorreaba del lado derecho de la cara. Supuse que era sangre. No sentía ninguna parte del cuerpo, solo me dolía muy intensamente la cabeza. Mi corazón palpitaba como si estuviera en una clase de entrenamiento funcional. Ser consciente de mi taquicardia aceleró el ritmo cardíaco aún más. Sentía mi corazón en el cuello, como si estuviera intentando escaparse de mi pecho. Yo también quería escaparme de mi cuerpo.
—¿Sabes en qué año estamos? —me preguntaron unas voces desconocidas.
Qué pregunta tan fácil, ¿cierto? A no ser que sea 1.º de enero, podría contestar esa pregunta con total seguridad, en menos de un parpadeo. Pero no pude. Me sentí absolutamente desconcertada. Un vacío existencial aturdió mi cabeza, como si acabaran de arrojarle una bomba nuclear. Tenía tres pares de ojos sobre mí, que esperaban una respuesta muy simple. Por unos segundos olvidé cómo se medían los años. ¿Tres cifras?, ¿cuatro? Mi primera pista fue recordar que nací en 1993. Definitivamente no podíamos estar en 1900. Yo tenía… veinti… algo. Tampoco estaba pudiendo acertar esa respuesta. Así como jugando a las adivinanzas, pensé que era 2017. No lo dije. Sonaba raro. Me sentía en un examen que no podía reprobar. Haciendo la mayor fuerza mental que pude, concluí que era 2018. Respuesta incorrecta.
—Es 1.º de marzo de 2019, es mi cumpleaños. Tuviste un accidente —me dijo Juan anonadado, sentado en una esquina de la ambulancia—. Estamos yendo al hospital.
Un frío penetrante me invadió todo el cuerpo, seguido de un calor devorador que empezó en los pies y fue subiendo rápidamente hasta mi frente. Se me ensordeció la cabeza con preguntas. ¿Cómo que era 2019? ¿Cómo que era el cumpleaños de Juan? ¿Qué accidente? ¿Por qué me duele tanto la cabeza? ¿Estamos en marzo? ¿Qué hice los últimos meses de mi vida? No me acordaba de lo que había hecho en los últimos meses. No tenía ninguna memoria de nada que había hecho, nunca. ¿Semana anterior? ¿Dos meses atrás? ¿Ese mismo día en la mañana? No se me ocurría un momento, un lugar, una persona ni un suceso. He sentido desesperación más de una vez en mi vida, pero esto era distinto. Me sentía como una nena pequeña parada en el medio de la avenida Corrientes, con autos, buses y camiones pasando a máxima velocidad a los costados, mientras se derretía el suelo bajo mis pies, sin salida.
Entre los baches de la calle que hacían que mi camilla se moviera, la sirena de la ambulancia que entrecortaba mis pensamientos, Juan que trataba de disimular su preocupación, sin éxito, los giros de la ambulancia que me mareaban, el agobiante dolor de cabeza, la mezcla entre el frío y el calor y la sangre que sentía escurrir por mi cara, traté de hacer toda la fuerza que pude con mi cerebro, exprimiendo mis neuronas como una naranja, para que se me ocurriera algo que me ubicara en tiempo y espacio.
—Mi nombre es Victoria Forcher. Vivo en Ciudad de México, en Avenida Tecamachalco 65 piso 106, Reforma Social. Trabajo en Google —sentí el alivio de Juan al saber que estaba perdida, pero no tanto—. ¿Cómo que es tu cumpleaños?
—Estábamos almorzando por mi cumpleaños y después tuviste un accidente. Estamos yendo al Hospital Español.
Parece ficción, ¿no? Como si tener un accidente no fuera suficiente, no hay nada tan hollywoodense como que mi novio me dijera, arriba de una ambulancia, que encima es su cumpleaños, y yo desconocer esa realidad por completo. Aprovecho esta ocasión para disculparme públicamente: Juan, perdón por robarte el protagonismo en tu cumpleaños número treinta y uno. “Estoy viviendo dentro de una película”, pensé entre los miles de pensamientos que disparó mi cabeza en los cinco minutos que tardó la ambulancia en llegar al hospital.
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