Silvia Hidalgo - Yo, mentira

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La narradora de 
Yo, mentira es una mujer que ronda los cuarenta, está casada con «el Escritor», es madre de un niño pequeño y empleada en el departamento financiero de una empresa. Pero estas definiciones están vacías;
ella no sabe quién es o, peor, si es alguien. Una vez se sintió auténtica, pero eso fue hace muchos años, cuando era cajera en un supermercado. En el presente, su 
sensación de desengaño y de vacío se han vuelto asfixiantes, y las dudas la persiguen del parque al coche, de la oficina a casa. 
La necesidad brutal de ser otra la lleva a romper su burbuja y estropearlo todo. Ya habrá tiempo después para recoger lo que se salve.Narrada en 
una primera persona que destila honestidad, esta novela se adentra con perspicacia en 
los claroscuros de la intimidadde una mujer. Silvia Hidalgo abraza 
la ironía y el sarcasmo para interpelarnos con frases directas y brillantes acerca del 
fracaso, el engaño, la pareja, el deseo y el cuerpo.

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Primera edición junio de 2021 Segunda edición agosto de 2021 Yo mentira - фото 1

Primera edición, junio de 2021

Segunda edición, agosto de 2021

Yo, mentira © Silvia Hidalgo, 2021

© de esta edición, Editorial Tránsito, 2021

DISEÑO DE COLECCIÓN: © Donna Salama

DISEÑO DE CUBIERTA: © Donna Salama

FOTOGRAFÍA DE SOLAPA: © Jesús Ponce

IMPRESIÓN: KADMOS

Impreso en España – Printed in Spain

IBIC: FA

ISBN: 978-84-123036-6-7

eISBN: 978-84-124401-2-6

DEPÓSITO LEGAL: M-12532-2021

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YO, MENTIRA

silvia hidalgo

A mi padre, que odiaría esta novela.

Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Gracias

1

Antes observaba los coches que paraban a nuestro lado en los semáforos y me asustaban esas parejas que no hablaban entre sí. Solía reírme de ellas para disimular.

Ahora, en el nuestro, la única voz que suena por encima de la radio es la del GPS palpitando desde los altavoces. A nuestro pequeño le entusiasma escuchar y recitar al unísono el recorrido hasta la escuela, y cada mañana las coordenadas, y cada mañana la elección de ruta, y cada mañana el continúe recto . La voz es de una chica joven, parece cansada, la imagino tumbada y aturdida grabando con desgana esas palabras huérfanas: kilómetros, dieeeez, todas direcciones, giiiire a la izquierda; eslabones fríos que luego son engarzados en mensajes para nosotras, las que siempre nos perdemos, las que nunca sabemos llegar. Temo que el niño aprenda más vocabulario de ella que de mí. De hecho, ya ha comenzado a expresarse de ese modo seudohumano. Porque, ¿cómo se le habla a un hijo?

Sepultada bajo las indicaciones, suena una canción que reconozco y tarareo. El escritor me mira desde el asiento del copiloto, debe de hacer mucho tiempo que no canto. Lo llamo el Escritor desde la primera vez que tuve que mencionarlo, porque todo el mundo sabe qué es un escritor y el aspecto que tiene. Pobre de él si le preguntaban por mí.

Apago el GPS para que no interrumpa el estribillo. Sólo un momento, sólo un momento. El crío se queja y llora. El Escritor me pide que espere, que no lo haga rabiar, ¿qué trabajo me cuesta? Pero sé que cuando baje del coche la canción se perderá en la puerta del colegio, entre la charla de las madres y el beso del niño.

Saboreo cada nota y en cada una de ellas recupero un segundo de aquellos días adolescentes en los que sonaba esta canción y en los que yo perdía horas frente al espejo para hacerme trenzas que después anudaba alrededor de mi cabeza. Entonces mi pelo era bonito; yo supongo que también lo era, tan bonita al menos como todas las jóvenes, demasiado como para ser cualquier otra cosa, demasiado como para saber qué hacer con mis piernas, con mis tetas, con mis brazos, que habían crecido sin más, sin ninguna finalidad o intención. En uno de los acordes aparece una noche de agosto, una en la que dejé que un chico que no me gustaba me besara, sólo porque él sí parecía saber qué hacer conmigo. Sólo esa noche. Muchas veces.

Ya está, ya está. Apago la música y subo el volumen del GPS. Se acaba el llanto y el Escritor me toca la pierna, agradecido. Yo sonrío con los labios pegados, dejo tras ellos mi pequeña historia de los besos, tan ridícula y desnuda ahora sin una banda sonora que la adorne. Intento recordar qué tipo de anécdotas nos contábamos al inicio, cuando aún no sabía el nombre de sus padres y me angustiaba el de sus novias. Decido que en el próximo semáforo en rojo diré algo, le hablaré de aquella noche, de cómo el chico no me gustaba y el beso, sin embargo, sí me gustó. Pero cuando nos detenemos es el Escritor quien se gira hacia atrás y le pregunta al pequeño si recordó guardar la mascota de la clase. Supongo que nos lo pregunta a ambos. Quiero confesar que me olvidé de lavar el peluche y contarle que, a partir de aquella noche de agosto, todo lo que creía saber sobre el amor me pareció mentira. Abro la boca, pero mis palabras se quedan agazapadas, esperando otro momento o el orden correcto en el que salir; mis palabras, que siempre suenan aburridas y nunca cuentan lo que quiero. Porque, ¿cómo se le habla a un marido?

Y continúo recto, y tomo la tercera salida, y giro a la derecha y mi pequeño me avisa de que ya hemos llegado: su destino está a veinte metros, su destino se encuentra en una vía no accesible.

2

Aparco frente a la oficina, el edificio es un hombre sin muros opacos tras los que esconderme y con un gran hueco en el centro que me asusta.

Aún en el coche, vuelvo a tararear la canción y la busco en la radio. Suena otra, espero a que termine, y después otra y otra, hasta que un compañero me ve y se detiene junto a mi puerta, obligándome a salir. Siempre alguno cree que prefiero entrar acompañada y me habla. Me habla de la suerte que hemos tenido de aparcar tan cerca; de que uno de sus críos derramó el zumo en el coche, es tan inquieto…, pero ya lo medican, se pondrá mejor; en cambio, la otra hija es tan inteligente que la adelantarán de curso; me cuenta que se apuntó a pádel, ¿y tú?, ¿y tú?, ¿sólo uno?, todavía eres joven. Pero no, no lo soy, no soy joven, no tengo ninguna afición y mi único descendiente ni siquiera ha aprendido a colocarle él solo la pajita al zumo. Mi compañero continúa hablando en el ascensor, usa «los cuarenta son los nuevos treinta». Me irrita, pero sonrío mostrándole mis arrugas.

Junto a la máquina de café y entre hombres, veo a la joven de administración que se incorpora a mi departamento. Sus pulseras chocan alegres cuando habla. Tiene la piel dorada y los ojos de pantera. Adivino su edad por las arrugas que le salen al reír: siete años menos que yo.

Se me pega. Se sienta junto a mí y, como en una primera cita, nos interesamos la una por la otra; me pregunta si estoy casada, si tengo hijos, ella no tiene pareja, tiene un gato. Me pregunta si me gusta el cine, la música o leer. A ella le encanta viajar, conocer gente nueva y comer con palillos.

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