Silvia Hidalgo - Yo, mentira

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La narradora de 
Yo, mentira es una mujer que ronda los cuarenta, está casada con «el Escritor», es madre de un niño pequeño y empleada en el departamento financiero de una empresa. Pero estas definiciones están vacías;
ella no sabe quién es o, peor, si es alguien. Una vez se sintió auténtica, pero eso fue hace muchos años, cuando era cajera en un supermercado. En el presente, su 
sensación de desengaño y de vacío se han vuelto asfixiantes, y las dudas la persiguen del parque al coche, de la oficina a casa. 
La necesidad brutal de ser otra la lleva a romper su burbuja y estropearlo todo. Ya habrá tiempo después para recoger lo que se salve.Narrada en 
una primera persona que destila honestidad, esta novela se adentra con perspicacia en 
los claroscuros de la intimidadde una mujer. Silvia Hidalgo abraza 
la ironía y el sarcasmo para interpelarnos con frases directas y brillantes acerca del 
fracaso, el engaño, la pareja, el deseo y el cuerpo.

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7

El calor me desvela y echo en falta el ronquido del Escritor. Voy hasta la habitación del pequeño y me lo llevo dormido hasta mi cama. Desorientado, se agarra a mi pijama y me duermo con su aliento cálido sobre mi cuello.

Cuando la luz le hace abrir los ojos, encuentra los míos y sonríe; como un par de amantes, este es el momento en el que más nos queremos.

Me pregunto si es feliz. Me pregunto qué querrán decir los que afirman que alguien les hace feliz, que otra persona les hace feliz; ¿cómo se consigue algo así? Y ¿cómo se permite?

Bajamos al parque, no lleva ningún juguete, dijo que no, que no. Bloquea aburrido la bajada del tobogán. Un niño se detiene junto a él con un triciclo, mi primogénito le da un empujón y se sube. Le grito que no, que no. Pero da vueltas feliz, con su violencia inocente, recién estrenada; no necesita nada más. El padre del niño dice que no me preocupe, pero su hijo llora y llora. Bajo al mío del triciclo y se sienta en el suelo enfadado. Vigila al otro niño, que da vueltas. Mira hacia los lados comprobando si hay testigos y, cuando pasa junto a él, lo empuja de nuevo. El padre me mira esperando mi reacción, sé muy bien lo que quiere. ¡Hasta aquí!, le grito a mi pequeño sicario. Soy la madre que pone límites, sí; lo agarro, lo levanto y llora desconsolado. Así lo llevo, pataleando y entre gritos, de vuelta a nuestra cueva.

Cierro la puerta y va hacia sus juguetes, como si nada, mientras yo sigo indignada reprochándole que no puede comportarse así, que no puede tratar mal a los demás. ¡Sí puedo!, me dice. Sabe que puede, tan pequeño y ya lo sabe. Le explico que todos lo odiarán, que también me odiarán a mí; le pido que lo haga por mami. Pero yo quiero, protesta enfadado. Protesta, choca coches y le da el biberón a un bebé tigre al que le pide que no sea malo.

Huyo a la cocina, me sirvo una copa de vino y me siento en el suelo. Últimamente mi espalda no se basta para mantenerme en pie demasiado tiempo. Me fotografío con el móvil y esta vez sí me miro. Me había imaginado mejor, más estilosa, más francesa. Reconozco en esta foto a mi abuela: sus ojos hundidos, moteados de verde, gris y marrón; su pelo retorcido, coloreado de ceniza y café; los pómulos arrogantes y los labios huidizos. Mi abuela, la casi asesina, la que una noche de abril, con la mejilla aún palpitante, falló con el puñal. Cómo iba a saber ella dónde estaba el corazón de mi abuelo. Escucho a mi pequeña fiera desde el salón, y hace grrr, hace bum bum, hace plof y al rato se calla. Me levanto y acudo corriendo. No lo veo. Se ha escondido. Lo llamo y le oigo reírse tras la cortina. La abro y tiene los pantalones bajados; ha hecho caca en un rincón. Mira su hazaña y se ríe a carcajadas. Me quedo inmóvil, pienso en qué haría el Escritor, qué haría mi madre o una madre cualquiera. Agarro con fuerza su manita, le pongo en ella un trozo de papel y le obligo a recogerla. El pequeño deja de reír, ahora grita, sus carcajadas y alaridos suenan parecido. Me mira y ve algo en mi rostro que lo paraliza, tiene miedo. Agacha la cabeza y lleva, con sus pasitos cortos, sus restos al baño. Vuelve a por más sorbiéndose los mocos, y yo siento que me rompo por las rodillas. Me caigo al suelo frente a él y lo abrazo, lo salvo y me salvo. Le limpio la mano con mi camiseta y me pregunta: ¿estás enfadada, te perdono? Mi salvajito no sabe pedir perdón, siempre es el sujeto. Lo beso y lo abrazo con fuerza. Ahora parece incluso más asustado.

Mi bestiecita, mi heredero, la culpa es mía; haremos una cosa, le propongo: nos iremos a la selva, viviremos en una cueva, una de verdad. Andaremos descalzos y desnudos en verano, yo te enseñaré a leer, a escribir no, escribir es peligroso; ¿quieres eso? Me mira muy serio, ¿y vendrá papi? Me enternece su tono, que tan pequeño ya intuya que papi no vendría, que papi no necesita una selva, que papi funciona. Papi conduce sin chocarse, sabe vestirse, sabe dónde ir si hace calor, si hace frío, si tenemos hambre. A papi lo admiran, papi conversa y lleva razón. Papi sabe querer y que lo quieran.

Papi vuelve, está muy contento, el pequeño se aferra a sus piernas y lo escala. Acudo y estropeo esa felicidad con mis ojeras, mis labios tristes y mi cuello enclenque. Me dice que estoy guapa, que le encanta mi nuca y me la besa. ¡Papi, papi!, interrumpe el pequeño, ¡huele mi mano, he cogido una caca!

8

Llega el verano, con su sol amarillo y sonriente en la esquina derecha del dibujo. Imagino rayos interminables, el horizonte intacto; nosotros distintos, otros tres, radiantes, salados, a salvo de todo.

Atravesamos el país en coche, de madrugada, como fugitivos que secuestraron a un niño. Alquilé una casa a casi mil kilómetros, demasiado lejos para unos días, demasiado cerca para que cambie nada. Entre todas, esa, por una foto, la del marco de una ventana a medio abrir, la promesa de un prado inagotable. Viajamos poco, a mí nunca me interesó mucho; mis ojos ven y ven lo que no puedo asimilar, todas las ciudades son iguales, el mismo color del asfalto, los mismos ladrillos de la periferia. Sólo la naturaleza me conmueve de algún modo.

En el norte, el entorno se impone majestuoso, con su verde joven y el gris robusto de sus propias edificaciones, desafiantes a las humanas. La naturaleza sitia las ciudades y allá donde mires siempre está presente. En el sur, el paisaje se ha rendido y replegado, y las chicas de ciudad tenemos que ir a descubrirlo. Allí el oro se esconde tímido bajo la sombra seca de los olivos, pareciera que arde fácil, que se dejara matar. Pero, aunque nunca se haya visto antes, el paisaje no parece nuevo; se intuyen las formas suaves más allá de la vista, se adivinan los caminos, no esconde peligro ni pérdida. Contemplarlo, aunque sea por primera vez, es una sensación parecida a volver.

Cuando llegamos a la casa, subo impaciente, me asomo al balcón y descubro un pino que destaca entre todos los demás. De una rama cuelgan dos sogas paralelas, una junto a la otra. En el tronco, alguien grabó un corazón.

Estos días dormimos revueltos, como tres animales. Apenas estiramos las sábanas y comemos y bebemos cuando nos apetece. Papá y mamá bailan borrachos. El Escritor me lee parte de su manuscrito y comprendo que le resulta tan fácil vivir como escribir o sonreír. Ha escrito notas en el margen, siempre tuvo una letra preciosa, clara y ordenada. Quién pudiera seguir una línea, una idea. Quién pudiera tener claro lo que se quiere decir y saber decirlo. Quién pudiera estar en paz en una página sin devorar los bordes, contar algo y que sea ese algo, que no sea nada más, que no siempre haya un monstruo tras cada palabra.

Embriagada, me atrevo y también le leo algo que garabateé como sonámbula. Me pregunta si lo que escribo es verdad, pero no entiendo de ninguna verdad. Se refiere a si ha ocurrido, como si todo lo que no ha ocurrido fuera por ello mentira. Lo cierto es que todos buscamos una verdad, rotunda e incuestionable, verdades como dobles líneas continuas en la carretera que nos mantengan alerta: eres lo que comes, la piel tiene memoria, tu cuerpo es tu templo.

Yo he ido dibujando sobre mi cuerpo el mapa de un país en guerra. Mi rostro es el emblema, algo raído en los ojos, reconocible aún; la nariz es el mástil, recto, diría solemne. Doy zonas por perdidas; primero se rindieron los muslos, después fue mi culo, terrenos que intento contener en los vaqueros de siempre, pero donde fueron apareciendo pequeños socavones tras cada bombardeo. Me convenzo de que recuperaré mi vientre, no dejaré que acabe esparcido, nadie dibujó jamás una mujer sin cintura. Sólo mis tetas sobrevivieron, se replegaron tras el asalto que duró la lactancia, pero se mantienen dignas, quizás el último bastión. Quamdiu stat Colysaeus stat Roma; quando cadet Colysaeus cadet Roma et mundus . Eso me queda, el mundo sobre mis tetas.

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