Sergio Hernández Roura - Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922)

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Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922): краткое содержание, описание и аннотация

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Partiendo del hecho de que el fenómeno de recepción ha sido ajeno a los estudios sobre la literatura fantástica mexicana del siglo XIX ya que, de acuerdo con Hans Robert Jauss, se ha tendido a narrar la Historia de la Literatura desde una «estética de la producción y la exposición», el presente trabajo se presenta como la reconstrucción del complejo fenómeno que supuso la introducción de la obra de Edgar Allan Poe en México, autor cuyo estudio resulta esencial para entender el rumbo que adoptó lo fantástico en la segunda mitad del siglo XIX. La perspectiva elegida permite dar cuenta de la adopción de un género o modo literario que se consideraba ajeno a la sensibilidad mexicana dentro de un proceso dinámico, que se aparta de la imagen monolítica con la que se tiende a contemplar las obras del periodo y que permite tener conciencia de la complejidad del fenómeno y de la transformación que tuvo lugar en el público. Con ayuda de un vasto material bibliohemerógrafico (constituido por notas, artículos, anuncios, traducciones, textos apócrifos, críticas y obras literarias), así como la de la ubicación del fenómeno dentro de un marco contextual amplio, que excede el campo meramente artístico y literario, para considerar los factores políticos, económicos y culturales que conformaron el horizonte de expectativas de la época, se plantea esta investigación de literatura comparada que además de constituir una aportación a los estudios literarios del siglo XIX mexicano es asimismo una ampliación del conocimiento que se tiene sobre las relaciones entre las literaturas estadunidense, francesa y española en México.

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El triunfo de la Revolución que comenzó en Ayutla (1854) dio fin a la era de Santa Anna (Díaz, 2000: 591) al que siguió una pugna generada por las reformas de la Constitución de 1857 que suponía la vulneración de los privilegios y propiedades de la Iglesia, además de que decretaba la libertad de enseñanza y la libertad de culto (Díaz, 2000: 593). Durante ese periodo, conocido como la Guerra de Tres años, Juárez promulgó las Leyes de Reforma, basadas en la separación de la Iglesia y el Estado y la reinstalación del gobierno trajo consigo la consolidación de la Reforma.

Con el apoyo de Francia, el grupo conservador recibió el 12 de junio de 1864 en la Ciudad de México a Maximiliano de Habsburgo, proclamado Emperador de México el 10 de abril en el Castillo de Miramar, en Trieste, Italia. Para sorpresa de sus partidarios el nuevo monarca intentó gobernar de acuerdo a principios liberales. Su gobierno no duró mucho ya que las presiones de Francia sumadas a la apatía y a la oposición interior convencieron a Napoleón III de retirar a sus tropas. Maximiliano, animado por los conservadores, no abdicó y se puso al frente de sus tropas. Tanto él como sus generales fueron juzgados y ejecutados en Querétaro el 19 de junio de 1867, culminando así el triunfo liberal.

A este episodio bélico siguió el periodo conocido como la República Restaurada, casi una década de reconstrucción en la que imperó la idea de que “hacían falta la cultura, la lucidez, la experiencia política y demás virtudes de los letrados” (González, 2000: 641). En esos años aparecieron modernas vías de comunicación, la línea telegráfica; la restauración de viejos caminos, la apertura de otros, se retomaron las obras del ferrocarril México-Veracruz (González, 2000: 650). Sin embargo, “los planes de orden económico (atracción de capital extranjero, supresión del sistema de alcabalas, ensayo de nuevos cultivos y técnicas agrícolas, e industrialización) fueron ejecutadas en dosis mínimas” (González, 2000: 650). A la libertad de prensa se agregó la de enseñanza, así como su carácter gratuito, que poco a poco tomó un cariz positivista, nacionalista y homogeneizante (González, 2000: 651).

La estabilidad favoreció que los escritores abandonaran los fusiles y en su lugar tomaran las plumas. En este contexto tuvo lugar la aparición de la revista El Renacimiento (1869) y, con ella, la del segundo Romanticismo mexicano, “una época de transición, en la cual las inclinaciones realistas coexisten al lado de un persistente impulso romántico, hasta que el realismo, finalmente, se impone” (Brushwood, 1998: 183-184). En dicha publicación Ignacio Manuel Altamirano hacía un llamado a la concordia.

Esta publicación se constituyó en representante de un cambio fundamental: al carácter más espontáneo del primer Romanticismo, siguió un programa bastante claro elaborado por Altamirano, “una doctrina estética inspirada en sus ideas liberales” (Carballo, 1990: 23).

Como ha señalado Huerta (1990: 2-3), el cuento también se transformó durante la República Restaurada y en buena medida es producto de esta época. Se suscitó la emergencia de un grupo de escritores dedicados a este género, “cuentistas menos agrestes y más de invernadero, menos espontáneos y más artistas” (Carballo, 1990: 23), caracterizados por tener una mayor conciencia de la creación y comprender que “no se trata[ba] ya de contar, sino de saber contar” (Carballo, 1990: 24). En este periodo comenzaron a publicarse algunos de los textos más importantes del género fantástico en el México del siglo XIX. En estas obras se percibe el ensanchamiento de la subjetividad de los autores y la coexistencia de las conquistas del primer Romanticismo combinadas con las nuevas tendencias estéticas. Las aportaciones del costumbrismo, como una manera de representar a la sociedad, el relato de corte anecdótico y los cambios experimentados por la leyenda sirvieron a los escritores para atisbar en lo desconocido. La estabilidad posibilitó el desarrollo de un concepto hegemónico de realidad que se irá fortaleciendo con la adopción del positivismo como ideología de Estado y, además, traerá consigo el afán de, si no intentar derrumbarlo, cosa que ocurrirá materialmente con la Revolución de 1910, al menos sí ponerlo en duda.

Al respecto de esto último es importante señalar que la destrucción de las bases de la realidad no fue llevada hasta sus últimas consecuencias, ya que los paladines liberales de la República Restaurada no eran tan radicales como se cree y primó en ellos el impulso constructor. Es importante hacer notar un fenómeno interesante en el que se vincula la relación de los escritores con la literatura fantástica: la dicotomía liberal romántico y conservador neoclásico no funciona; encontramos escritores como Ignacio Manuel Altamirano, José Tomás de Cuéllar o Manuel Payno, que son políticamente liberales pero reacios a la experimentación y, en cambio, conservadores como José María Roa Bárcena o “liberales conservadores”, como se autodenominó Justo Sierra,7 que realizaron textos bastante innovadores para su época:

Con la adopción de la estética realista, la subjetividad romántica abandonó el pasado y los espacios exóticos para adoptar escenarios y ambientes cotidianos; esto permite comprender por qué los escritores de ese momento asimilaron en particular las concepciones de lo fantástico atribuidos a E.T.A. Hoffmann y a Edgar Allan Poe, y por supuesto a la recepción de obras de esta tradición.

En el caso de E.T.A. Hoffmann, es importante tomar en cuenta que en Europa su gran éxito llegó póstumamente. Aunque su obra había sido publicada entre 1815 y 1821, fue en aquel momento que alcanzó una rápida difusión, comenzando por Francia, donde influyó en autores como Charles Nodier, Honoré de Balzac, Theophile Gautier o Prosper Mérimée.8 Y posteriormente en España, en donde a partir de 1831 circularon traducciones de su obra que provenían del francés y que dejaron su impronta en autores como Pedro de Madrazo, José Zorrilla, Antonio Ros de Olano, Gustavo Adolfo Bécquer, Rosalía de Castro y Benito Pérez Galdós (Roas, 2002).

Al respecto de su arribo a tierras mexicanas, al que he dedicado otro estudio, es posible destacar dos casos interesantes de recepción selectiva que tuvo Ignacio Manuel Altamirano y José María Roa Bárcena.

En lo que concierne al primero, quien conocía a Hoffmann y bordeó su concepción de lo fantástico, es destacado el papel que tienen como desencadenante de la acción de Clemencia (1869), una de las novelas de corte nacionalista más importantes del siglo XIX (Gutiérrez de Velasco, 2006: 369), “El corazón de ágata” y “La cadena de los destinados”, dos de los cuentos de Hoffmann. Si bien no responden al género fantástico, permiten observar la concepción que Altamirano tenía de este autor.

Sobre el segundo es notable su labor como traductor de algunos de sus cuentos. Aunque “La dicha en el juego”, “Maese Martín y sus obreros” y “Haimatocara”9 no son de carácter fantástico sino más bien moral, el texto del escritor veracruzano que los precede en el periódico católico La Cruz constituye un testimonio esclarecedor del proceso de recepción del género:

La literatura alemana, cuando no se extravía en las altas regiones de la metafísica, tiene un sello de ternura y belleza que parece peculiar de los climas septentrionales. Prueba de ello son la mayor parte de los cuentos fantásticos de Hoffmann, que, si bien publicados con anterioridad, no vinieron a crearle una reputación europea sino por el año de 1814. Tenemos de ellos una excelente traducción hecha al idioma francés por Marmier, el mismo literato que tradujo y recopiló en cuatro volúmenes de “Cantos populares del Norte”. Como el conocimiento de las obras de Hoffmann se halla en nuestro país circunscrito a los literatos, vamos a traducir al castellano y a insertar en la sección de variedades de este semanario dos de los más hermosos cuentos, siendo uno de ellos “La dicha en el juego” y el otro “Maese Martín y sus obreros”.10

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