Poe fue plenamente leído y asimilado en nuestro país con la llegada de la luz eléctrica. En 1880 se instalaron 40 focos alimentados por la nueva energía en la Plaza Mayor de la Ciudad de México y en la arteria que al desembocar en ella con distintos nombres era la más privilegiada de la urbe: Plateros, San Francisco, Corpus Christi. Ante la irrupción de la intrusa que amenazaba clausurar el imperio de las sombras, las presencias cambiaron de armas y estrategias. El estudio científico de las complejidades del alma humana y la amplitud del espectro sensorial permitió a nuestros grandes torturados comprender una afirmación de Poe: sus historias no imitaban modelos alemanes sino nacían de las profundidades de su corazón.
Todo lo anterior es más claro y sistemático gracias al erudito trabajo de Sergio Hernández Roura que ahora el lector tiene la fortuna de tener en sus manos. Tuve el privilegio de conocer al autor cuando en la Biblioteca y la Hemeroteca nacionales llevaba a cabo su investigación doctoral sobre Edgar Allan Poe en México, defendida en la Universidad Autónoma de Barcelona, donde tuve la fortuna de ser parte del jurado.
Trabajó la que inicialmente fue una magnífica tesis para convertirla en este libro que es paradigma de actitud crítica y de espíritu creador, como hubiera querido el propio Poe. Hernández Roura lleva a cabo una investigación profunda, en la cual rastrea el ingreso de Poe la sensibilidad mexicana mediante las traducciones francesas que inicialmente llegaron hasta nosotros para después aparecer publicado en español. Con gran penetración y espíritu de investigador literario y filológico, comparó las diferentes traducciones y estableció una poética que permite detectar las diferentes formas en que la imaginación de Poe, su vida y su obra, penetraron en la literatura y el pensamiento de nuestro país.
La primera virtud de este libro es que su autor reconoce la innegable trascendencia de la obra de Edgar Allan Poe. La llamada literatura de terror estuvo durante mucho tiempo confinada en los anaqueles de librerías a un ghetto reducido y casi vergonzoso. De ser considerado extravagante y marginal, Poe ha llegado hasta nosotros como uno de los arquitectos del pensamiento artístico, la lucidez y el profesionalismo literario. En pleno siglo XXI es un autor admirado y estudiado por el joven que descubre sus propios fantasmas y por el erudito que rastrea las rutas de su pensamiento. Una de sus grandes lecciones ha sido enseñarnos la veracidad de la frase de otro poeta que supo traducir la majestuosa hermosura de la muerte: la belleza no es sino el principio del terror que todavía podemos soportar.
Edgar Allan Poe no tuvo hijos, pero su genio y su fecundidad pusieron la semilla de la que surgió una dinastía de descastados: el inmenso Charles Baudelaire, quien de no haber escrito nada, hubiera pasado a la Historia como el más generoso y eficaz agente literario, príncipe de los amigos en el más ingrato y solitario de los oficios; Horacio Quiroga, poseído por la fiebre diurna que azuzó los terrores de Arthur Gordon Pym; el visionario Howard Phillips Lovecraft, vagabundo en las calles de Providence, descubriendo en cada esquina que los monstruos viven dentro de nosotros. Jorge Luis Borges, amante de los laberintos y la limpieza matemática de la prosa, nos enseñó a entrar con más cuidado en senderos de los que Poe fue pionero.
El mal no termina, y para encontrar las fuerzas que lo mueven no bastan los tecnócratas: es necesaria la fuerza y la tenacidad de un August Dupin. El detective sigue siendo –por fortuna- un hombre común, víctima de sus iluminaciones y desastres. La literatura, tal y como Poe la concibió, sigue siendo un juego de inteligencia, de pasión domada: el azar es consuelo de los mediocres. El triángulo brevedad-intensidad-efecto que resolvió con limpidez de teorema en “La filosofía de la composición” está marcado a fuego en todo aquel que desea transladar la horrible realidad a la existencia incorruptible del texto perfecto.
A siglo y medio de su partida, Edgar Allan Poe es cada vez más joven. Si vuelve a morir, será por nuestra incapacidad para seguir mirando los fulgores de su exigente diamante. Así lo demuestra este libro ejemplar y estimulante, resumen de los trabajos y los días de Sergio Hernández Roura.
Vicente Quirarte
Introducción
Hasta hace muy poco la literatura fantástica había sido un género infravalorado en México, cuando no se dudaba de su existencia.
La aparición de antologías dedicadas a esta producción ha jugado un papel importante en el cambio de perspectiva, ya que “han sido capitales para su reconocimiento e incluso para su formulación como elemento vital en la construcción de[l] canon de distintas literaturas regionales” (Morales, 2008: XVIII). Además de la rica selección que presentan, algunas de ellas incluyen textos introductorios que permiten conocer tanto lo que sus antologadores entienden por “lo fantástico”, como sus criterios de selección.
De valor indiscutible ha sido el rescate en los últimos años de la obra de escritores como Francisco Tario o Amparo Dávila, así como la revaloración de la vena fantástica de autores como Carlos Fuentes y Elena Garro; a estos esfuerzos se suma la rica y variada producción de obras literarias que se distancian de la corriente mimética como las de Gerardo Piña, Mario González Suárez, Fabio Morábito, José Luis Zárate, Alberto Chimal, Bernardo Esquinca o Ernesto Murguía, sólo por mencionar algunos.
Como se observa, la literatura fantástica vive un momento alentador del que incluso no ha podido sustraerse el ámbito académico, que ha respondido a tal seducción con interesantes estudios. Sin embargo, es importante señalar que el empuje que encontramos en lo que respecta a los estudios sobre el siglo XX se ha visto frenado cuando se intenta vislumbrar los orígenes de este género en nuestro país, debido a que el siglo XIX es una etapa en la historia de la literatura mexicana considerablemente menos estudiada y en la que aún falta mucho por investigar tan sólo en lo que respecta a obras canónicas. A esto se suma el hecho de que la aproximación a él implica la consulta de textos de difícil acceso diseminados principalmente en la prensa periódica.
Consciente de la titánica labor que subyace a la escritura de una historia de la literatura fantástica en México y de las dificultades particulares que implica una investigación sobre ese siglo, he decidido enfocar la investigación en un periodo clave, el de la asimilación de la obra de Edgar Allan Poe; un fenómeno de recepción cuyo estudio resulta esencial para entender el rumbo que adoptó lo fantástico en la segunda mitad del siglo XIX. Las creaciones de este autor representan un hito no sólo para el desarrollo de la literatura fantástica en general, sino para la literatura mexicana; su manera de entender la poesía y el cuento cambió radicalmente las concepciones de la época y fue determinante para las manifestaciones literarias posteriores.
Al partir del hecho de que el fenómeno de traducción ha sido ajeno a los estudios sobre la literatura fantástica del siglo XIX, ya que se ha tendido a narrar la historia desde una “estética de la producción y la exposición” (Jauss, 1967: 159), decidí realizar un estudio de la recepción y la influencia de lo fantástico a partir de la figura de Poe como una alternativa viable para entender su lugar en la cultura mexicana decimonónica. Considero que esta perspectiva permite dar cuenta de la adopción de un género o modo literario considerado ajeno a la sensibilidad mexicana, dentro de un proceso dinámico que se aparta de la imagen monolítica con la que se tiende a contemplar las obras del periodo y que permite tener conciencia de la complejidad del fenómeno:
La obra literaria no es un objeto inexistente para sí que ofrezca a cada observador el mismo aspecto en cualquier momento. No es ningún monumento que revele monológicamente su esencia intemporal. Es más bien como una partitura adaptada a la resonancia siempre renovada de la lectura, que redime el texto de la materia de las palabras y lo trae a la existencia actual (Jauss, 1967: 161).
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