Peter Deunov - Palabras grabadas en mi alma

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Milka Périkliéva (1908-1978) nació en Bulgaria, en Varna, uno de los puertos del Mar Negro. Tenía quince años cuando descubrió la enseñanza espiritual del Maestro Peter Deunov, que practicó hasta el final de su vida. Como maestra, se dedicó a la educación de niños muy pequeños y escribió numerosos libros de pedagogía inspirados en las palabras de su Maestro.
En 1967, Milka Périkliéva escribió sus memorias. Con fuerza y convicción, nos hace descubrir al gran Maestro que fue Peter Deunov. Lo que llama la atención en este testimonio, es la simplicidad de sus relaciones con el Maestro, que no dudaba en hablar con ella de cualquier tema aunque fuera personal.

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– ¿Y cuál es la causa psíquica de mi miopía?

El Maestro no respondió a mi pregunta y me dijo:

– Ahora haz lo que te acabo de decir.

Me fui a casa y me quité las gafas. No sin dificultad me acostumbré a no usarlas, pero con el tiempo lo conseguí. Seguí al pie de la letra los consejos del Maestro. En secreto, todas las noches, recorría el jardín sin gafas. Tres veces al día, me escondía en diferentes lugares para concentrarme en mis ojos durante cinco minutos. Y en mi habitación predominaba el color verde.

Pasaron tres años y medio. Cuando iba al teatro llevaba gafas, podía ver mejor, aunque me dolían los ojos.

Un día, fui a ver al oftalmólogo, el profesor Pachev, al que consultaba desde hacía años. Pensaba que mi miopía era incurable, y que por tanto siempre tendría que usar gafas para que no empeorara. Se sorprendió mucho al comprobar que había ganado dos dioptrías y media: “Bueno, a veces la naturaleza hace milagros”, dijo al redactar una receta para vidrios de cuatro dioptrías.

Me sentí verdaderamente muy feliz al constatar que los consejos del Maestro eran más eficaces que las recetas del médico. Mi madre, que me acompañó al oftalmólogo, comprendió el sentido y la eficacia de mis ejercicios que, hasta entonces le parecían excéntricos. Como resultado, ella se aseguró de recordarme todas las noches que no olvidara caminar en la oscuridad, cuando hasta entonces había considerado que no tenía sentido.

Fui a informar al Maestro de los resultados. “Sí, a veces pequeños errores conllevan graves consecuencias y grandes resultados se producen con pequeñas correcciones”, me respondió sin subrayar en lo más mínimo la considerable ayuda que me había prestado.

¿El Maestro veía en el más allá?

Yo era entonces maestra en Varna. Los niños acababan de irse de vacaciones. Esa misma noche, mientras preparaba mi maleta para ir a Sofía, sonó el timbre de la puerta. Mi madre fue a abrir e hizo entrar a la señora P., la esposa del director de la escuela donde enseñaba. Iba vestida de negro y una profunda tristeza se apercibía en su rostro.

Era la primera vez que mi madre la volvía a ver desde la desgracia que se había abatido sobre su familia: la muerte de su hija. Mi madre le dio el pésame y le preguntó cómo había sucedido. Hecha un mar de lágrimas, comenzó a contarnos que ella y su marido ya no tenían deseo de vivir sin su hija Dora.

Sus dos primeros hijos también habían muerto. Habían tomado toda clase de cuidados con Dora y hecho todo lo que les fue posible por ella. Abandonaron su pueblo natal por ella. Para que pudiera estudiar, se mudaron a Varna y allí compraron una casa. Recién acabado el bachillerato, se fue a pasar un mes de vacaciones a su pueblo.

No podían decir dónde y cómo se había resfriado, pero dos meses después, Dora murió. Y terminó con estas palabras: “Su padre y yo nos volveremos locos de tanto dolor...” Mi madre hacía todo lo posible para consolarla, pero seguía suspirando y llorando. “Quiero que alguien me diga, aunque no sea verdad, que está ahí en alguna parte. Por eso he venido a veros. Milka cree en la vida después de la muerte. Mi marido me dijo que Milka irá mañana a Sofía donde vive su Maestro. Oh, por favor, dile que le pregunte al Maestro dónde está ahora nuestra Dora...”

Al oír esto, fui hacia ella, y con el único deseo de consolarla, le dije que en la primera ocasión haría la pregunta al Maestro. Al mismo tiempo pensaba: “¡Pobre mujer, está desesperada! ¿Qué le diría el Maestro?”

Durante los diez días que pasé en Sofía, hablé con el Maestro dos o tres veces sin atreverme a preguntarle sobre la hija del director de la escuela. Pensé que no era apropiado que dedicara su tiempo a esto. Me decía a mí misma que era un Maestro espiritual, un filósofo, un sabio; ¿cómo podría ver en el más allá lo que los difuntos hacen allí? No podía imaginármelo.

Regresé a Varna. Y el primer día de escuela, el director me pidió que fuera a su oficina. Su esposa también estaba allí, porque ambos estaban impacientes por saber lo que yo tenía que decirles de parte del Maestro. Realmente avergonzada y ruborizada, les dije que no había conseguido hacerle la pregunta al Maestro sobre Dora. Numerosas lágrimas inundaron sus rostros. Yo me sentí triste y tenía mala conciencia. “No importa, volverás para las vacaciones de Pascua, ¿verdad? Espero que en ese momento puedas decirle algo, dijo el señor P...”, tratando de consolar a su mujer.

La víspera de las vacaciones de Pascua, la señora P., con los ojos llenos de lágrimas y tendiéndome una caja de chocolate, me suplicó que le preguntara al Maestro dónde se encontraba ahora Dora y por qué ya no podían soñar con ella. Esta vez decidí que, pasara lo que pasara, plantearía la cuestión al Maestro.

El último día de mi estancia en Sofía fui a despedirme del Maestro. Y entonces, al final, en el momento en que iba a marcharme, le hablé de la profunda tristeza de aquellos padres que acababan de perder a su hija y que me habían rogado que le preguntara dónde estaba ahora, así como la razón por la que ni siquiera podían soñar con ella.

Mientras hablaba, el Maestro me escuchaba y sentía su mirada penetrante: “Ella está en un lugar muy hermoso, y se siente mucho mejor allá lejos...”

Su respuesta fue muy vaga y pensé que cualquiera podría haber dicho lo mismo. “Sus padres ya no pueden verla en sueños, porque sus lágrimas le impiden acercarse a ellos”, continuó el Maestro.

Pensé que incluso eso, cualquiera podría haberlo dicho.

Entonces el Maestro extendió su dedo hacia mí, se puso muy serio y me dijo: “¡Escucha bien ahora! Su hija vino a su familia para tratar de fundir el hielo de sus corazones. Ambos son grandes egoístas...” Y continuó dándome detalles asombrosos sobre la vida de esta familia: “Puesto que no han tenido en cuenta las lecciones que el Cielo ya les ha dado, ha empleado otros medios llevándose a su hija Dora. Ahora, gracias a sus sufrimientos, aprenderán. ¿Comprendes? Pero esto solo te lo digo a ti. A los padres, les dirás que ahora su hija está mejor donde está y que siempre está con ellos. Si desean seguir viéndola en sueños, deben enviarle buenos pensamientos y dejar de lamentarse por su pérdida. Que ahora repartan sus vestidos a los pobres. ¿Es suficiente?”, concluyó el Maestro.

Mientras le escuchaba contarme sobre esta familia detalles que solo podía conocer por clarividencia, me di cuenta de que había leído mis pensamientos. Estaba tan disgustada que, avergonzada, me mordí los labios. Apenas murmuré: “Sí, Maestro, es suficiente...” Así aprendí que el Maestro veía en el más allá.

Esta vez, de vuelta a Varna, tenía una respuesta para los padres agobiados.

Un almuerzo

Esto sucedió cuando yo atravesaba un período de vacas flacas. En Izgrev, vivía en una pequeña casita azul hecha de madera, y aún no había comidas en común. Un día, que tenía mucha hambre, pensaba: “Si el Maestro ve realmente a través del espacio, ¿puede ver que estoy aquí, que tengo hambre y que no tengo nada que comer?” Y todo tipo de pensamientos de ese tipo me pasaban por la cabeza.

Finalmente, llegué a la conclusión de que era una estupidez creer que el Maestro podía en ese momento verme y oírme. Por supuesto, tenía cosas mejor que hacer y problemas más importantes que resolver. Después de todo, no era tan dramático que alguien llamada Milka tuviera hambre y no tuviera nada que comer.

De repente, alguien llamó a mi puerta y una voz dijo:

– ¡Milka, ven a comer!

Fue el hermano Epitropov quien repitió su invitación.

– Oh, no es necesario, respondí perpleja y avergonzada. De repente pensé: “¿Y si el Maestro me hubiera oído?”

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